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Teatro y sociabilidad en Pérez Galdós

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En el curso de la acción podemos ver enfrentadas todas esas particularidades morales y su canalización hacia una moral aceptable, ya que “El fin del arte dramático es, pues, crear fobias hacia las particularidades morales contrarias a la especie. Para que estas fobias arraiguen, el autor debe dar la realidad tal como es, imitar seriamente la realidad” (Pérez de Ayala, 2003: 450). Su plan de trabajo para realizar un estudio extenso del teatro galdosiano se quedó sin llevar a cabo, pero escribió ensayos sobre algunos dramas galdosianos acogiéndolos bajo esta visión general de su poética. Un recuento de sus ensayos permite hacer las comprobaciones necesarias. En primer lugar, que se trataba de crítica beligerante contra el público incapaz de apreciar más que el melodrama y sobre todo contra la crítica que no cumplía su misión de educar a aquel público ampliando su gusto y que se quedaba en lo superficial. De aquí que al comentar el estreno el 28 de febrero de 1910 en el teatro Español de Casandra, acusara a los plumíferos de la prensa de no haberse enterado del alcance del drama, una acusación que reiteraría en otras ocasiones (Pérez de Ayala, 2003: 21). No en vano consideraría con el tiempo este ensayo el origen y la clave fundamental de su teoría teatral.

En este drama, doña Juana, marquesa de Tobalina, en una decisión inesperada, testa a favor de la iglesia y de Rogelio, hijo natural de su marido, pero con la condición de que este abandone a su amante Casandra y permita que sus dos hijos sean educados lejos de su madre, en un ambiente con valores religiosos. Cuando Casandra lo sabe, mata a la anciana antes de que pueda modificar su testamento. Su odio a la opresora conlleva su propia ruina.

Actualizaba Galdós un viejo tema griego para introducirlo en el debate de su tiempo, suscitando una aguda polémica con sus peculiares tesis. Frente a quienes tacharon la obra como pesada, Pérez de Ayala manifestó en la revista Europa el 6 de mayo de 1910, que le producía “la sensación de una gigantesca majestad y magnífica grandeza” oír a doña Juana Samaniego por su entereza y la firmeza de sus convicciones (2003: 21) (Fig. 26). Incidía en que lo fundamental era mostrar cómo Galdós contraponía diferentes mundos morales y que era sustancial la confrontación entre el mundo contemplativo de ella y el mundo activo de sus sobrinos. Dos mundos que entraban en colisión, porque la actitud contemplativa de la primera suponía la extinción de la especie, mientras el vitalismo de los segundos facilitaba su propagación. El fondo del drama era la confrontación entre la esterilidad social y la fecundidad social, pero los criticastros no se enteraron y se limitaron a señalar que la obra resultaba pesada.

Continuaban vivos los prejuicios que habían acompañado los estrenos de los dramas galdosianos desde Realidad en 1892 y que se agudizaron en casos como Los condenados, cuyo fallido estreno dio lugar a que don Benito escribiera su duro prólogo contra la intolerancia de cierta crítica, acusándola de ignorante y adocenada, incapaz de valorar lo nuevo. Cuando se repuso este drama en 1915, Pérez de Ayala no perdió la ocasión de insistir en sus comentarios sobre este asunto en España el 9 de abril (Pérez de Ayala, 2003: 465-469). Más que sobre Los condenados hizo un apuntamiento de su concepto del teatro a la par que volvía a atacar la crítica teatral porque era incapaz de apreciar el verdadero alcance de la pieza. Y hasta retomó algunos párrafos de Troteras y danzaderas, donde había expuesto su idea de la tragedia donde consideraba que era imprescindible se presentara un proceso de purificación que preparara para la tolerancia y la justicia.

Para Pérez de Ayala, Los condenados pertenecía a este género. Cada personaje era una fatalidad enfrentado a otros, y lo que se dirimía en escena eran las contradictorias maneras de ser en España, abocadas al choque. Con lo cual nos acercamos al dominio del melodrama y a lo que este tiene de enfrentamiento de personajes que encarnan ideas opuestas. La crítica debiera indicar, en opinión de Pérez de Ayala, este mensaje en lugar de perderse en detalles anecdóticos y que el dramaturgo inclinaba en la solución dada al conflicto a la tolerancia y a la justicia, transmitiendo un hondo contenido ético. Un proceder que lo salvaba de caer en el melodrama.

Por si su argumentación no había quedado clara, Pérez de Ayala volvió a reiterarla en las semanas siguientes en Nuevo Mundo, sosteniendo que la reposición de Los condenados era un acontecimiento nacional, ya que proponía una revisión de la espiritualidad española, siendo el resto anecdótico, aunque críticos como Ignotus en La Correspondencia de España eran incapaces de verlo, limitándose a realizar apreciaciones de gusto, quedándose en lo superficial (Pérez de Ayala, 2003: 471-473 y 475-478). Trataba de colocarse en el mismo horizonte en el que siempre consideraba a Galdós: como creador de conciencia con sus grandes personajes.

Su idea del escritor canario era que al estar dotado con el don divino de la creación concentraba un caudal de experiencia y sapiencia casi imposible de acumular en una sola vida, y la vertía en sus creaciones, insuflándoles a sus personajes una grandeza singular. Galdós formaba parte del grupo de escritores universales que él consideraba fundamentales y en consecuencia interpretaba sus obras por elevación, sin perder el tiempo en detallar su argumento y yendo a estratos más hondos.

El carácter militante de los artículos teatrales de Pérez de Ayala sobre Galdós hace que un elevado porcentaje de su espacio lo ocupen diatribas contra el mal gusto del público y la incapacidad de cierta crítica para orientarlo y mejorarlo, mostrando su genialidad creativa. Y solo otra parte es crítica dramática, dedicada a mostrar a los lectores los conflictos que Galdós proponía a los espectadores para su educación cívica. Ya no se trataba de dramas de costumbres contemporáneas sino de verdaderas parábolas dotadas de un sentido trascendente. De aquí que recurriera a la presentación modernizada de la tragedia Alceste de Eurípides para ofrecer a través de la reina de Tesalia un “ejemplo y cifra de abnegación sublime”, un “alma candorosa y poética que ilumina las edades remotas”, válida ahora para sus contemporáneos, según confesó en la nota “A los espectadores y lectores de Alceste” publicada en El Liberal cuando la estrenó (citado en Merino, 2007).

En “El liberalismo y La loca de la casa” (Pérez de Ayala, 2003: 39-58) ofreció rehilados una vez más estos asuntos, partiendo de una admirada presentación de don Benito como “el más grande español de nuestros días”, equiparable a Cervantes, a quien lo comparaba, presentándolos a ambos como dos altas montañas mellizas separadas por tres siglos. Volvió a exponer su tesis acerca del novelista y dramaturgo como ser excepcional y dotado de genio y en consecuencia capaz de crear. Más aún, afirmaba que el espíritu liberal y la facultad de crear vienen a ser lo mismo, ya que buscan ambos la parte positiva de las cosas, mientras que el espíritu conservador no es creativo sino censor.

En la concepción de todas las grandes obras se muestra operativo algún aspecto del espíritu liberal. Para ejemplificar esta tesis eligió La loca de la casa porque mostraba los mecanismos del espíritu liberal entendido como una fuerte aspiración hacia una colmada plenitud y resultando sus mejores representantes aquellos que llevan más lejos su fatalidad. En La loca de la casa se muestra destacado el aspecto económico del liberalismo llevado a su extremo en Pepet, quien con su gran egoísmo no piensa sino en acumular riquezas, ya que “El egoísmo es la voluntad de vivir, de robustecer y afirmar la propia personalidad”. La manifestación más elemental de este egoísmo es el apetito, que es la base de la salud física, el cuidado por la robustez del cuerpo. Sin el egoísmo germinador y voluntarioso no puede darse civilización próspera, y sin ella no hay cultura del espíritu, sólida y satisfactoria. El progreso moral consistiría en no engañarse y en no engañar, precisamente por egoísmo, ya que de la mentira vendría el fracaso. Para Pérez de Ayala, Pepet es sincero, digno, honrado, esclavo de su palabra que le hace ser rígido en su comportamiento para no traicionarla. Pero Pepet “no presentía el tránsito del egoísmo al altruismo; de la moral social a la moral de conciencia. No había llegado a desentrañar la gravedad de que el bien propio es solamente síntesis y trasunto del bien común. Pepet se precipitaba, sin sospecharlo, en el ostracismo, en el aislamiento, en la irreligiosidad” (Pérez de Ayala, 2003: 56). Es su mujer, Victoria –imaginativa y generosa, la religiosa “que no busca sino unir a todos con lazos suaves y benignos” (ib., 56)–, quien le ayudará a descubrir otro horizonte. El drama resulta de la confrontación de estos dos personajes. Chocan dos mundos, pugnando por imponerse, pero al cabo acabarán conciliados en el hijo que nacerá de ambos y que reunirá los impulsos naturales y la capacidad espiritual (Fig. 27).

La loca de la casa había sido escrita y estrenada durante los años noventa, en años de creencia en que el melodrama social podía contribuir a trasladar a la sociedad el debate positivo sobre la cuestión social , buscando caminos de armonización social, uniendo contrarios para que nacieran formas nuevas de convivencia. Pasados los años, Pérez de Ayala la seguía viendo viva y capaz de contribuir a fomentar el espíritu de tolerancia que tan necesario era en la sociedad española. Galdós, viejo y cansado, no cejaba en seguir proponiendo modelos de comportamiento tolerante y caritativo desde los escenarios con Sor Simona y La razón de la sinrazón, siempre buscando transmitir mensajes de tolerancia y optimismo social.

Cuando Pérez de Ayala reseñó Sor Simona resaltó estas circunstancias: el público aplaudiendo al final de cada acto y al final de las funciones. Galdós saliendo a escena ciego, conducido por manos amables para ser aplaudido por quienes le admiraban y comprendían sus limitaciones físicas, pero también su tenacidad creadora, que parte de la crítica seguía sin comprender (Pérez de Ayala, 2003: 25-38). Galdós seguía siendo incompatible con muchos críticos teatrales, que habían pervertido al público. A él, sin embargo, Sor Simona le pareció excelente y escribió una vez más sus reflexiones como una campaña en pro de un teatro de mayor seriedad:

La seriedad no es sino un sometimiento a una ley superior a nosotros mismos, a una cierta fatalidad. Por eso el juego puede ser cosa seria. Lo que no es serio es la simulación, la ficción que se ofrece como realidad, la trampa. Y hemos advertido que el peligro de la ficción está en que se concluye tomándola, de buena fe, como realidad permanente. Toda nuestra vida sentimental está tejida con ficciones que reputamos realidad permanente y tomamos demasiado en serio (Pérez de Ayala, 2003: 28-29).

Consideraba la obra de Galdós humana y seria, no formalmente seria sino profundamente seria. La seriedad era uno de los ingredientes sustantivos de la obra galdosiana, su universo está lleno de personas poco serias por exceso de seriedad, se descubre por contraste con otras personas que no lo parecen pero lo son. La verdadera seriedad nace del sometimiento a la ley de la propia naturaleza, en ser útiles. La seriedad se oculta muchas veces tras una máscara cómica, pocas tras una carátula adusta. Galdós se encontraba en su opinión en una fase superior del arte. Proponía personajes de contornos borrosos y por eso modernos:

Las almas trágicas son aquellas que, con particular angustia y dolor, sienten este fenómeno de cómo el espíritu se les diluye en el medio y cómo otras veces el medio se les adentra tiránicamente en el espíritu. […] En don Benito Pérez Galdós, como en Shakespeare, se ve claramente que el autor ha concebido la obra dramática como un todo, en el cual se coordinan en cada momento la acción con el lugar donde se desarrolla, el carácter con el pergeño físico IIdel personaje, el diálogo con la actitud y la composición, la frase con el ademán, la voz con el gesto, en suma, el elemento espiritual con el elemento plástico. Sin esta condición no hay grande obra dramática. (Ib.: 37-38)

La pregunta a la que habría tratado de responderse Galdós en este drama es si los conflictos entre lo humano-instinto y lo humano-razón han de estar siempre en guerra. Para responder a tal cuestión, Galdós idea a este personaje excepcional que es Sor Simona que intentará conciliarlos. Sor Simona –quien tras un fracaso amoroso entró en religión–, no tiene ahora otro marido que Jesús ni otra familia que los carlistas o los alfonsinos según las circunstancias. Va de un lado a otro haciendo el bien, más que una mujer concreta es la encarnación del espíritu femenino que está en todas partes y sirviendo a todos, practicando las máximas evangélicas y portadora de una idea fundamental: lograr la concordia nacional. La buena voluntad de Sor Simona logra imponer la paz o muestra el camino para conseguirla (Fig. 28 y Fig. 29).

Al juzgar La razón de la sinrazón en El Imparcial el 24 de enero de 1916, intentó otra vez acercarse a la “sustancia espiritual” de Galdós (Pérez de Ayala, 2003: 479-482). Lo hizo consciente de que las verdades son poligonales como han mostrado todos los buscadores sinceros de la verdad, porque “Los caminos de la verdad no son rectos ni curvos y blandos. Han de ser precisamente poligonales, quebrados, conjuntos de tramos que se nos figuran estar en contradicción y conducir a puntos distintos” (ib.: 479) La razón de la sinrazón –venía a decir Ayala– pertenece a esas obras elevadas que revelan la verdad profunda haciendo dialogar a personajes extremos. Sin embargo, esta vez no rozó el análisis dramático de la pieza, extraviado en sus elucubraciones y empleando todo su esfuerzo en situar a Galdós en el Olimpo. El elogio excesivo anuló el necesario análisis como le sucedió también después al referirse a El Tacaño Salomón en España el 10 de febrero de 1916 (Pérez de Ayala, 2003: 483-486).

De ser así, habría logrado cumplir lo que en su reflexión general sobre el teatro de don Benito había planteado: su carácter de autor popular –capaz de penetrar en la personalidad del pueblo español, requisito que consideraba indispensable para poder hablar de arte popular– y a la vez, preocupado por los grandes problemas de la humanidad, es decir, escritor universal.

Las dificultades para la aceptación del teatro galdosiano nacían de la existencia de un público plebeyo, pero no popular, incapaz por lo tanto de comprender la tragedia y el drama, apto solamente para el melodrama, para lo anecdótico. Transcurrido un siglo, la crítica teatral galdosiana sigue en parecidos dilemas a la hora de analizar aquellos dramas: si son pura arqueología o si por el contrario constituyen uno de los más valiosos proyectos de su tiempo en los que al par que se reflexionaba sobre las limitaciones de la sociedad española, se proponía un modelo de sociedad más moderna y tolerante.

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