Miguel del Arco. Madrid, 1965. Director, autor, guionista, actor, cantante

La felicidad de un kamikaze sobre la escena

Crecer en un barrio popular como Carabanchel, en una familia numerosa que salía adelante gracias a un bar propio en el que todos ayudaban, imprime carácter. Quizá por eso Miguel del Arco (Madrid, 1965) se mantiene con los pies en la tierra, por grandes éxitos que coseche. Entre sus recuerdos de adolescencia y juventud, cobran protagonismo el trasiego en el negocio familiar (“Mira que he pasado horas en la cocina, preparando menús del día”, confiesa entre risas); las obras de teatro que veía con sus padres; su época como waterpolista en el Club Moscardó; las clases que recibía en el Pequeño Taller de Teatro… “y lo que veníamos en llamar los clanes Del Arco, reuniones en las que todos los hermanos debíamos verbalizar lo que nos había sucedido a lo largo de la semana y cómo nos sentíamos. Muy terapéutico, sí, pero que a los hermanos nos horrorizaba, aunque las risas estaban aseguradas”, reconoce nuestro polifacético protagonista que, en aquellos momentos, por cierto, imaginaba un prometedor futuro como ginecólogo, trayendo niños al mundo.

Una beca para estudiar COU en Estados Unidos (donde ingresaría en una compañía de danza) cambiaría su vida. A su vuelta, el baile coqueteó con él; sin embargo, asistir a una representación de La vida del rey Eduardo II de Inglaterra (1983), dirigida por Lluís Pasqual, fue como una revelación: a partir de ahí, su objetivo sería repetir, él mismo, lo que había sucedido ante sus ojos. Así decidió ingresar en la Escuela Superior de Canto y en la Real Escuela Superior de Arte Dramático.

Como actor, conoce bien los mecanismos internos para dar vida a un personaje. Quizá por eso, a la hora de dirigir, prefiere intérpretes disciplinados, que manejen sus herramientas (es decir, su cuerpo y su voz), valientes, generosos y con un sentido del humor a prueba de altibajos emocionales. Sabe que son “material sensible, que hay que tratarlos con cuidado, pero sin tonterías”. Por eso, no da tregua a sus actores, aun respetándolos al máximo. De hecho, la mismísima Nuria Espert (a quien dirigió en La violación de Lucrecia, 2010) y a quien considera su auténtica “maestra”) no dudó en asegurar que, con él, los ensayos eran extenuantes, pero sumamente divertidos.

Él se explica: “No puedo soportar los gritos en el trabajo, los malos rollos, que se hable mal. Discuto mucho pero nunca con gente enfadada. Creo que tengo capacidad para conectar con los actores. Quiero procurarles esa atmósfera lúcida para que puedan probar. Les voy empujando sin presiones, sin dar la impresión de que les azuzo. Me gusta ser un director desapercibido, que no se me oiga ni se me vea en el escenario. Reivindico también mi derecho a equivocarme y a probar de todo y con todo”.

Según sus propias palabras, nunca tuvo vocación de escritor. Sin embargo, casi por casualidad se convirtió en guionista de televisión por encargo, junto a su amigo Aitor Tejada. El dinero que ganaron lo invirtieron en sus propios cortometrajes, que cosecharon importantes premios que les permitieron crear su propia productora, Kamikaze Producciones; después, se sumarían Israel Elejalde y Jordi Buxó, con quienes se embarcarían en el sueño de disponer de un espacio escénico propio: El Pavón Teatro Kamikaze, en el madrileño barrio de La Latina. Una iniciativa que en esa ubicación parece tener los días contados, pero que se ha convertido en referente para quienes desean contemplar algunos de los montajes más libres de la capital, como La función por hacer (2009), Juicio a una zorra (2011), Misántropo (2013) o Ilusiones (2018).

A quien llega a su teatro –actores, técnicos y público incluido– le cuesta poco convertirse en uno de los suyos. “Somos buena gente, honrados, con rigor. Ojalá tengamos los fondos necesarios para que la gente pueda hacer el teatro que quiere”, dice el creador que, junto a sus compañeros, se deja el alma para sacar adelante un proyecto que, hasta el momento, solo cuenta con una pequeña subvención de la Comunidad de Madrid, con la que su viabilidad no está plenamente asegurada.

Con una trayectoria profesional que incluye éxitos como Veraneantes (2011), Antígona (2014), De ratones y hombres (2012), Hamlet (2016) o Arte (2017), Miguel del Arco vive el triunfo como la posibilidad de hacer aquello en lo que cree, sea escribir o dirigir teatro, cine, zarzuela y hasta ópera, como veremos próximamente. Todo lo domina con igual talento, aunque él no se lo crea. Está acostumbrado a ponerse manos a la obra y hacer lo que se necesita: versionar a los clásicos, pintar una escenografía, cortar las entradas a las puertas de su sala… y hasta recibir los más prestigiosos galardones de teatro, incluido el Premio Nacional. Se lleva bien con el éxito porque, según cuenta, tiene a su alrededor gente que le hacen tener los pies en la tierra. Además, “esta profesión es un tiovivo continuo. Y, por otro lado, cómo me voy a creer eso de que soy una joven promesa de la escena española, ¡si cuando me lo dijeron ya tenía más de 40 años!”.

Rosa Alvares