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Coordenadas pedagógicas
en la dramaturgia de Benito Pérez Galdós

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Como contrapunto, Galdós mantiene la esperanza de la regeneración de la burguesía a través de una nueva generación, formada para la vida práctica, como lo ha hecho don José con Rufina, aunque sus esfuerzos serán en vano, pues esta no podrá tener una descendencia a la que traspasar sus conocimientos, ya que quiere ser monja. Pero, la capacidad de regenerar de Rufina no será estéril, pues los aprendizajes adquiridos por esta la convertirán en personaje-docente para Rosario: “DON JOSÉ.– Además del reposo que ofrezco a tu espíritu enfermo, esta vida será para ti un curso de filosofía del hogar doméstico. El ejemplo de mi nieta te enseñará muchas cosas que ignoras” (Acto I, escena X: 358). A través del aprendizaje por imitación, la duquesa va probando las mieles del hacerse a uno mismo, con sus propias manos, como contrapunto de la ociosidad propia de su clase social:

ROSARIO.– (Apilando en una bandeja de mimbres almohadas y sábanas.) Déjame a mí.

RUFINA.– No... yo... tú te cansas.

ROSARIO.– Que no me canso, ea. ¡Qué placer llenar los armarios de esta limpia, blanquísima y olorosa ropa casera!... y ponerlo todo muy ordenadito, por tamaños, por secciones, por clases...(Cogiendo la bandeja de ropa.) Venga. (RUFINA le ayuda a cargársela a la cabeza.) ¡Hala!

RUFINA.– (Señalando por la derecha.) ¡Al armario grande de allá! (Sale ROSARIO por la derecha.)

LORENZA.– Parece que no; pero tiene un puño... y un brío...

RUFINA.– ¡Ya, ya!

ROSARIO.– (Reapareciendo presurosa por la derecha.) Ahora, las sábanas.

RUFINA.– Ahora me toca a mí. (Cargando un montón de ropa. Vase por la derecha.)

ROSARIO.– ¿Y yo? Lorenza, dame la plancha otra vez. Me habéis acostumbrado a no estar mano sobre mano, y ya no hay para mí martirio como la ociosidad.

LORENZA.– Si estoy acabando.

RUFINA.– (Por la derecha resueltamente.) Con que... señora duquesa de San Quintín, concluyó el planchado. ¿Qué hacemos hoy?

LORENZA.– Manteca.

ROSARIO.– No; hoy toca rosquillas. D. José lo ha dicho. (Acto II, escena I, 371).

Este aprendizaje pasa del quehacer manual al quehacer social con la elaboración de las rosquillas, piénsese en el impacto sobre el espectador al ver a una duquesa haciendo un trabajo propio de las clases bajas y a ello añádase el paralelismo entre la mezcla de los ingredientes y la mezcla social que propone Galdós para la reordenación de las clases sociales.

ROSARIO.– Aquí. ¿Y Lorenza, ha batido las yemas?

VÍCTOR.– En eso está. Las yemas y el azúcar: alegoría de la aristocracia de sangre unida con la del dinero.

ROSARIO.– (Con gracejo.) Cállese usted, populacho envidioso.

VÍCTOR.– ¿Está mal el símil?

ROSARIO.– No está mal. Luego cojo yo las aristocracias, y... (Con movimiento de amasar.) las mezclo, las amalgamo con el pueblo, vulgo harina, que es la gran liga... ¿Qué tal? y hago una pasta... (Expresando cosa muy rica.)

RUFINA.– Pero ese pueblo, alias harina, ¿dónde está?

ROSARIO.– ¿Y la manteca, clase media, como quien dice?

VÍCTOR.– Voy por la masa.

ROSARIO.– Pero no nos traiga acá la masa obrera.

RUFINA.– Ni nos prediques la revolución social.

ROSARIO.– (Empujándole.) Vivo, vivo.

VÍCTOR.– A escape. (Vase por la izquierda.)

RUFINA.– (Arreglando la tabla de amasar y pasándole un trapo.) ¡Qué bueno es Víctor!

ROSARIO.– ¿Le quieres mucho?

RUFINA.– Sí que le quiero. ¡Qué hermoso es tener un hermano! ¿Verdad...?

ROSARIO.– (La mira fijamente. Suspira con tristeza. Pausa.) Sí. (Entra LORENZA con una jofaina y toalla, que pone al extremo de la mesa; detrás VÍCTOR con la masa, que forma un bloque sobre una tabla.)

LORENZA.– Ya está todo mezclado.

ROSARIO.– ¿Y bien cargadito de manteca?

LORENZA.– Sí señora. (Pone la masa sobre la tabla y le da golpes con el puño.)

ROSARIO.– (Impaciente.) Yo, yo. (Apartando a LORENZA, golpea la masa.)

LORENZA.– Antes de trabajar con el rodillo... así, así... (Indica el movimiento de ligar con los dedos.) (Acto II, escena VIII, 382).

Todo ello con el foco puesto, una vez más, en la necesidad de revalorizar el trabajo y el aprendizaje como únicos medios para configurar una sociedad progresista perdurable:

DON CÉSAR.– Entre usted y Rufina me tienen revuelta la casa con sus trabajitos de juguete, y sus...

ROSARIO.– A D. José no le parece mal lo que hacemos. Pero si a usted le disgusta...

DON CÉSAR.– No, no. Usted manda aquí... Permítame que me siente. No puedo con mi alma. (Acerca una silla y se sienta junto a la mesa.)

ROSARIO.– Como me reprendía...

DON CÉSAR.–¡Reprender! No... Siga, siga usted, ya que tiene el mal gusto de rebajarse a menesteres tan impropios de su clase.

ROSARIO.– (Labrando las rosquillas con presteza.) Ja, ja... ¿Ahora sale usted con esa antigualla de las clases? Fíjese en que soy pobre, D. César... (Suspirando.) y hay que ir aprendiendo a ganarse la vida. (Acto II, escena XIII: 389).

A esta motivación intrínseca que parte del reconocimiento individual de Rosario sobre la mudanza de su situación social, se une una vez más el motor motivacional del amor que, además, confiere a Víctor, hijo natural de don César, las cualidades de maestro-guía de Rosario. Pero este maestro no dará lecciones de forma consciente, como lo hacía don José, sino que su experiencia vital pasada, su regeneración y acciones presentes serán fuente de aprendizaje para Rosario y harán que la pareja se enamore. Además, el propio proceso de aprendizaje de Víctor apunta hacia otro principio de la pedagogía galdosiana que se encuadra dentro de la efervescencia pedagógica de la época: la revalorización del autoaprendizaje y el aprendizaje experiencial:

VÍCTOR.– Reconozco que mi padre está en lo justo. He sido malo, sí.

ROSARIO.– Rebelde al estudio quizás.

VÍCTOR.– Sí señora... Yo no estudiaba, digo, estudiar sí, y mucho; pero solo. Leía lo que me acomodaba, y aprendía lo más grato a mi mente. Repugné siempre la enseñanza en escuelas organizadas; me resistí a ganar grados y títulos. Lo que sé, lo sé sin diploma, y no poseo ninguna marca de la pedantería oficial. En Bélgica aprendí muchas cosas con más práctica que teoría. Soy algo ingeniero, algo arquitecto... sin título, eso sí. Pero sé hacer una locomotora; y si me apuran hago una catedral, y si me pongo, fabrico agujas, vidrio, cerámica...

ROSARIO.– ¡Cuántas habilidades, y venir a parar a esa triste condición de obrero!... (Acto I, escena XIII: 365).

La experiencia de Víctor alienta a Rosario en su propio proceso de re-educación y confiere ánimos a su voluntad para seguir aprendiendo a través de la observación y la experimentación. Además, el amor impulsa a los protagonistas a imaginar otra vida y abrir nuevos caminos para solucionar viejos problemas. Esto apunta hacia otro principio de la pedagogía del autor: la necesidad de que la educación fomente la dimensión estético-creativa, pues para ver más allá de las convenciones sociales y buscar una salida diferente es vital ser capaz de pensar otros escenarios posibles, de imaginar fuera de sus latitudes, como hace el autor al imaginar posibilidades alternativas para España, como paso previo para llevarlas a la acción.

VÍCTOR.– Y después al horno de la imaginación...

ROSARIO.– (Vivamente.) Eso es lo que le pierde a usted.

VÍCTOR.– Al contrario, me salva. ¡Bendita imaginación! Mi único consuelo es cabalgar en ella y lanzarme por el espacio infinito, hacia la región de lo ideal, del pensar libre y sin ninguna traba. Delirando a mi antojo, construyo mi vida conforme a mis deseos; no soy lo que quieren los demás, sino lo que yo quiero ser. No me importan las leyes, porque allí las hago todas a mi gusto. Me instalo en el planeta más hermoso. Soy rey, semidiós, dios entero, amo y soy amado.

ROSARIO.– Basta. Eso me recuerda mi niñez, cuando, con mis amiguitas, jugaba yo a los disparates.

VÍCTOR.– ¿Qué es eso?

ROSARIO.– ¿Pero usted, de muchacho, no ha jugado a los desatinos? Es cosa muy divertida. Yo deliraba por ese juego. Vea usted; mis amigas y yo nos desafiábamos a cuál inventaba un disparate mayor; y la que sacaba de su cabeza un absurdo tal que no pudiera ser superado, esa ganaba. (La actriz determinará, conforme a la intención de cada frase, cuándo debe interrumpir y cuándo reanudar el trabajo.)

VÍCTOR.– ¡Qué bonito!

ROSARIO.– Juguemos a los desatinos. A ver cuál de los dos inventa una cosa más disparatada. (Acto II, escena IX: 385).

El juego de desatinos se convierte así en una estrategia educativa para entrenar la imaginación y compartir nuevas posibilidades de vida, y, del mismo modo, la imaginación pasa de ser el consuelo de la reafirmación del yo en la esfera individual, a ser el paso previo para la creación de una nueva realidad, en la que Rosario se identifica con la masa y esto posibilita hablar de sentimientos con Víctor:

ROSARIO.– Un absurdo... vamos, que apenas se concibe. (Pausa. Se miran un momento.) Que yo, no en ese planeta donde hablan las hierbas, sino aquí, en este, pudiera llegar a quererle a usted, a simpatizar con sus ideas primero, con la persona después...

VÍCTOR.– Señora duquesa, ¿quiere usted que yo me vuelva loco?

ROSARIO.– ¿A que no inventa usted una barbaridad como esa?

VÍCTOR.– ¡Quererme usted... y...! Duquesa...

ROSARIO.– Ea, ya me empalaga usted con tanto Duquesa, Duquesa... Si sigue usted tan fino, las rosquillas van a salirme muy cargadas de dulce. Llámeme usted Rosario.

VÍCTOR.– ¿Así, con toda esa llaneza?

ROSARIO.– ¿Pero usted no sabe que la de San Quintín es también revolucionaria y disolvente? Sí señor, creo que todo anda muy mal en este planeta; que con tantas leyes y ficciones nos hemos hecho un lío, y ya nadie se entiende; y habrá que hacer un revoltijo como esto (Amasando con brío.), mezclar, confundir, baquetear encima, revolver bien (Haciendo con las manos lo que expresan estos verbos.) para sacar luego nuevas formas... (Acto II, escena IX, 286).

La pareja se configura como símbolo de una nueva sociedad posible, la escena final resume la transformación de los individuos, reflejo de la necesaria transformación social, pero nuevamente la sociedad española no está preparada para asumir ese cambio y Galdós propone una solución más asumible por parte del espectador: los enamorados se casan y marchan a América para buscar la vida y la felicidad en ellos mismos, con la verdad como cimiento y fuera de las asfixiantes y artificiales convenciones sociales:

ROSARIO.– Sí; mi señor patriarca. Víctor y yo somos dos locos que nos lanzamos a la increíble aventura de buscar la vida y la felicidad en nosotros mismos.

[...]

DON CÉSAR.– (Alto.) ¡Y arroja al lodo su ducal corona!

ROSARIO.– ¡Mi ducal corona! El oro de que estaba forjada se me convirtió en harina sutil, casi impalpable. La amasé con el jugo de la verdad, y de aquella masa delicada y sabrosa he hecho el pan de mi vida.

DON JOSÉ.– Y ahora, Víctor... puesto que no vas a América...

VÍCTOR.– Sí que voy.

DON JOSÉ Y RUFINA.– ¿Y tú?

ROSARIO.– Yo también. Para completar su existencia, le falta una familia, un hogar ordenado y tranquilo, el cariño y la compañía de una mujer... y esa mujer seré yo, aquí, o en el último rincón del mundo. (Acto III, escena VII: 413-415).

El viejo modelo social se desmorona, y frente a este Galdós propone una nueva sociedad basada en una concepción de familia en la que se mezclan las clases a través del matrimonio por amor y no por conveniencia, donde el trabajo y el esfuerzo labran el porvenir, en lugar del apellido. Y para que este nuevo mundo tenga futuro debe darse la espalda al anterior, aunque eso signifique marcharse de España:

RUFINA.– ¡Se van para siempre!

VÍCTOR.– ¡A la mar, a un mundo nuevo!

ROSARIO.– Volvamos la espalda a las ruinas de este. (Dirígense a la puerta del foro; se vuelven, abrazados, hacia la escena, y extendiendo el brazo que les queda libre saludan con entusiasmo y alegría.)

ROSARIO Y VÍCTOR.– (Al unísono, con voz clara y vigorosa.) ¡¡Adiós!!

DON CÉSAR.– Se van... Es un mundo que muere.

DON JOSÉ.– No, hijos míos; es un mundo que nace. (Telón.) (Acto III, escena VII: 413-415).