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Coordenadas pedagógicas
en la dramaturgia de Benito Pérez Galdós

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Dos años después, estrenó La fiera, en la que vuelve a estar presente esa idea del amor como redentor y regenerador, como motor de cambio:

BERENGUER.– Lo niego; sí, señor, amé y amo a Susana con amor verdadero. Susana ha sido un ángel que despertó en mi alma los sentimientos humanitarios y de perdón. Le debo nueva visa, lo que no podéis quitarme, la grande, la eterna. (Acto III, escena V: 167).

Pero ahora Galdós muestra una solución positiva para quienes han sido capaces de aprender: los protagonistas redimidos a través del amor encontrarán una vía para ser felices juntos de manera que triunfe el amor: Berenguer salvará su vida gracias al amor, como afirman con rencor sus ex-compañeros de conspiración: “Valerio.– (Aparte a Berenguer, con rencor.) Infame, te salva el amor, la estupidez sentimental. [...] Fabricio.– (Aparte a Bonaire.) El tunante se salvará por el amor” (La fiera, Acto III, escena VI: 171). Y Susana comparte su aprendizaje individual, en un acto de amor humanitario, base para la regeneración social que anhela Galdós, y solicitará y conseguirá el perdón para todos: “Marqués.– Pero alguno ha de sufrir castigo... Susana.– Ninguno. Perdonadles a todos, para que os perdone Dios...” (La fiera, Acto III, escena VII, 171). A pesar de que Susana intercede por ellos, al verse libres, los fanáticos de ambos bandos buscarán vengarse de Berenguer, pero, a diferencia de en Los condenados, esta vez triunfa el amor y Berenguer será capaz de matar la fiera del fanatismo que impide la regeneración, la libertad y el triunfo del amor: la pareja seguirá unida, aunque deben huir a un lugar lejano en el que reine la paz y no existan los fanatismos, pues, tal y como apunta el final de la obra, en España seguirán resucitando:

SUSANA.– (Despavorida, por la derecha.) ¡Ah! ¡Vives! (Abraza a Berenguer.)

BERENGUER.– (Delirante, mirando a uno y otro cadáver.) Sí, he matado a la fiera. ¡Muertos los dos!

SUSANA.– Huyamos a regiones de paz.

BERENGUER.– (Con desvarío.) Huyamos, sí; que estos... estos resucitan... (La fiera, Acto III, escena última: 174).

Una clara advertencia de que aquellos que sean capaces de evolucionar individualmente, de aprender que hay otra forma de vivir en sociedad, tendrán que luchar. Pero el autor tiene esperanza y, como hace en las novelas y en los Episodios, muestra a sus espectadores que ese cambio social debe englobar a todos los estamentos sociales y esto no será posible si la aristocracia no aprende un nuevo modo de vida. Así, Galdós lleva a escena alternativas a la reordenación de las clases altas que pasan por un proceso educativo individual basado en el aprendizaje por imitación y la adquisición de habilidades prácticas, en el marco de la revalorización del trabajo y el esfuerzo como pilares morales y tangibles de prosperidad económica. Para que este aprendizaje sea efectivo Galdós propone un contexto tridimensional: personaje-discente, personaje-docente y vía de solución que suponga un cambio efectivo y perdurable, pues solo de este modo la acción individual puede transmutarse en acción social.

Por un lado, la necesidad de motivación intrínseca por parte del personaje-discente garantizará el éxito de la educación: el personaje debe estar predispuesto al cambio y al aprendizaje y esto solo es posible si existe una motivación intrínseca, que en el caso de la aristocracia suele venir dada por una situación adversa que supone una mudanza del personaje. Así, en La de San Quintín (1895) (Fig. 5), la duquesa, Rosario de Trastámara se plantea un cambio de vida tras la pérdida de su poder adquisitivo, reflejo de la situación de la aristocracia en la época, y empieza a imaginarse la posibilidad de tomar decisiones por sí misma que no dependan de las convenciones sociales propias de su clase:

ROSARIO.– Me vi envuelta en pleitos y cuestiones muy desagradables con mis tías las de Gravelinas, con mi primo Pepe Trastamara. Esto y la ruina total de mi casa, hiciéronme la vida imposible en Madrid. Refugieme en París, y allí nuevos disgustos, humillaciones, conflictos diarios, una vida angustiosa.

[...]

ROSARIO.– ¡Ay! Las desdichas me han abatido el orgullo más de lo que usted cree... ¡Si viera usted...! Siento en mí una vaga tristeza, la pena de haber nacido en la más alta esfera social. Y al mismo tiempo, me cruzan por aquí (Por la mente.) no sé qué ideas, y sorprendo en mí aptitudes de mujer práctica, encerradita en un modesto hogar...

DON JOSÉ.– Un poco tarde, un poco tarde ya.

ROSARIO.– Apetezco la soledad, la quietud, la sencillez, vivir con verdad, sintiendo y pensando por cuenta propia... (Acto I, escena X: 357).

Rosario aparece desde el inicio dispuesta a mirar con otros ojos y, del mismo modo, los personajes que la acogen en el tránsito del cambio se muestran como docentes-guía, pero no a través de la cultura libresca sino del aprendizaje experiencial, los que se han hecho a sí mismos a través del trabajo, el esfuerzo, la gestión equilibrada del gasto, etc., le darán sus lecciones, directas o indirectas, y conseguirán configurar el nuevo ser de la aprendiz. Así, Don José la acoge en su casa para que pueda reflexionar sobre su destino mientras aprende nuevos modos de vida:

DON JOSÉ.– Fenómeno muy natural, y que está pasando todos los días. La riqueza, que viene a ser como la anguila, se desliza de las manos blandas, finas, afeminadas del aristócrata, para ser cogida por las manos ásperas, callosas del trabajador. Admito esta lección, y apréndetela de memoria, Rosarito de Trastamara, descendiente de príncipes y reyes, mi sobrina en segundo grado...

ROSARIO.– Y a mucha honra...

DON JOSÉ.– Y añadiré, para que la lección agarre más en tu mente, que mi padre fue un triste pastelero de esta villa... No creas que carecía de timbres nobiliarios... Dice la tradición que inventó... ¡que inventó! (Con orgullo.) las sabrosas rosquillas que dan fama a Ficóbriga.

ROSARIO.– ¡Oh!...

DON JOSÉ.– Sesenta años ha, cuando tu abuelo, el Duque de San Quintín, escandalizaba este morigerado país con un lujo estrepitoso, José Manuel de Buendía se casaba con Teresita Corchuelo, hija de confiteros honradísimos. Pues bien, el día de mi boda no tenía yo valor de cuatro pesetas. Y me casé, y pusiéronme a llevar cuenta y razón de las rosquillas, que entonces empezaron a exportarse, y gané dinero y supe aumentarlo, y fui un hombre, y aquí me tienes.

ROSARIO.– ¡Soberano ejemplo! (Acto I, escena X: 358)

La propia Rosario reconocerá a don José como el promotor de su cambio cuando reciben la visita de su primo, el Marqués de Falfán:

EL MARQUÉS.– (Riendo de la facha de ROSARIO.) Ja, ja, ja... Rosarito, ¿eres tú? ¡Increíble metamorfosis!

ROSARIO.– (Por DON JOSÉ.) Aquí tienes al autor del milagro.

DON JOSÉ.– ¿Qué cree usted? Se levanta a las cinco de la mañana.

EL MARQUÉS.– Justamente a la hora a que se acostaba en Madrid. (Acto II, escena III: 373).

Don José dará diversas lecciones que apuntan hacia la posibilidad de hacerse a sí mismo a través del trabajo honrado y la correcta administración financiera, y su nieta Rufina será ejemplo de los resultados de esa nueva educación. Mientras que su hijo, don César, se presenta como una suerte de arquetipo de los derroteros por los que transita la clase burguesa adinerada de la época: con las cuestiones económicas resueltas por el sudor de sus padres, se dedica a la vida ociosa y no conoce el valor de las cosas, pues lo ha tenido todo desde la cuna y su aspiración última es adquirir un título nobiliario a través del matrimonio. Esta dicotomía pone de manifiesto que la formación recibida en el seno de la familia por los hijos de la burguesía acaudalada de la época ha dado como fruto una generación estéril para el cambio social tan necesario para España, en tanto que su aspiración vital será asemejar su modo de vida al de la aristocracia en lugar de impulsar el nacimiento de una nueva sociedad.

DON JOSÉ.– Ea, no marear con dolencias imaginarias, César, no seas chiquillo. Si has de casarte no hay que perder el tiempo.

DON CÉSAR.– (Sin alzar la cabeza.) ¿Acaso el casarse por segunda vez es ganarlo?

DON JOSÉ.–En este caso sí. Vuelvo a decirte que conviene a los intereses de la casa que sea tu mujer ese espejo de las viudas, Rosita Moreno, por mal nombre La Pescadera.

DON CÉSAR.– (Alzando la cabeza.) Y usted se empeña en que me pesque a mí.

DON JOSÉ.– Exactamente. Y tengo poderosas razones para desear ese matrimonio. Es tu deber crear una familia, asegurar... como si dijéramos, nuestra dinastía.

DON CÉSAR.– Tengo una hija.

DON JOSÉ.– (Vivamente.) Pero Rufinita quiere ser monja. (Acto I, escena VII, 351).