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Efeméride

JOSÉ TAMAYO O DE ZIDANES Y PAVONES

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6. Desde los años 70

Aquel experimento iniciado en 1966, la Antología de la zarzuela, se mantuvo por los escenarios de todo el mundo durante más de treinta años, con el recorrido que hemos tratado de repasar de manera muy resumida, antes de concluir con la referencia a otros tres montajes, estos ya de los años setenta, con los que podríamos decir que concluye la actividad más destacada de José Tamayo, dentro de la escena española contemporánea. El primero sería el estreno, el primero de septiembre de 1971, de Luces de Bohemia, de Valle-Inclán (Fig. 19), con figurines de Emilio Burgos, y con un reparto encabezado por Carlos Lemos y por Agustín González, quienes recibieron críticas muy elogiosas (Galindo, Dígame, 9. 1971), así como el trabajo de dirección, “otro acierto de Tamayo” (Claver, Ya, 3.10.1971), al igual que el de escenografía e iluminación (Marqueríe, Pueblo, 2.10.1971). Una buena muestra de esta acogida favorable la encontramos en la reseña escrita por Pablo Corbalán, para quien:

José Tamayo ha logrado aproximarse a su espíritu y a su expresión textual de una manera admirable. La tarea ofrecía dificultades casi insalvables, dada la estructura cinematográfica del libro. Blanco, negro y sepia son los tintes escogidos. Tintes de grabado goyesco cortados a veces por una cuchillada de luz. Emilio Burgos ha hecho para este montaje unos telones expresionistas de extraordinaria eficacia. Decorados sucintos y de gran intensidad plástica. Sobre ellos mueve Tamayo los esquemáticos, desaforados y realísimos fantoches, cargados de vida, de Valle-Inclán. (Informaciones, 2.10.1971).

Al igual que ocurriera con otros montajes ya reseñados, José Tamayo propuso una revisión del espectáculo unos años más tarde y, también como sucediera en otras ocasiones, la recepción crítica no resultaría siempre tan favorable. Así, encontramos comentarios elogiosos de Lorenzo López Sancho, que veía en esta obra “teatro vivo, actual, permanente” (ABC, 12.10.1996), junto a otros mucho más desfavorables, como el firmado por Eduardo Haro:

Tengo yo la idea de que el esperpento de Valle-Inclán está en el interior de la obra, y en el lenguaje, y en lo que se cuenta; pero no en la forma de hablar y moverse los personajes. No debe ser la idea de Tamayo, por lo menos ahora: hace 20 años vi su versión histórica -el estreno en España, aunque yo la vi en Caracas- y no me dio la sensación de que fuese así […] Se preparan las frases históricas de la obra, como se hacía en el teatro antiguo (es teatro antiguo), para que ni un solo espectador se las pierda. Todo esto destrozaría la obra, si es que la obra fuera destrozable: pero está por encima de una mala dirección y una mala interpretación. (El País, 13.10.1996).

O el de Santiago Trancón, para quien las elecciones escenográficas, como el uso de proyecciones y de transparencias, o el registro interpretativo de la compañía hacían difícil la recepción de un “texto difícil que, escrito hace más de 75 años da la sensación de haber envejecido” (El Mundo, 16.10.1996) No obstante, Jaime Siles defendía la propuesta con un comentario muy positivo y ponderado, como es habitual encontrar en las reseñas de este crítico:

Carlos Ballesteros y Manuel de Blas interpretan un Max Estrella y Don Latino de Híspalis que dan exacta cuenta del carácter y condición de sus respectivos personajes, y los demás actores encarnan el tejido de la tela dramática de una trama que parece o no haber pasado nunca o no haber nunca dejado de pasar. La dirección que el sabio magisterio de Tamayo ha logrado darle al siempre escénicamente difícil Valle Inclán constituye en sí un acontecimiento y el espectáculo que la Compañía Lope de Vega ofrece en el Bellas Artes de Madrid es, sin duda alguna, el teatro mejor que hoy puede verse. (ABC, 26.11.1996).

Obviamente, las cosas no iban a mejorar mucho en la siguiente revisión del montaje en 1998 (Fig. 20), que sería despachada con cierta dureza por un crítico como Juan Carlos Olivares, que acusó al director de convertir el texto de Valle-Inclán en una “antigualla escénica”:

Tamayo pudo ser el gran innovador de la escena española, pero sus cincuenta años en el teatro no parecen ser un camino abierto al aprendizaje y la sabiduría. Su capacidad de acumular nuevas experiencias se paró definitivamente en los setenta. (ABC, 20.3.1998).

Así pues, después de más de treinta años de oficio, los montajes que ofrece en los años ochenta comienzan a discutirse, sobre todo desde una parte de la crítica. En algunos casos, la reposición de obras que le habían supuesto un éxito reconocido se recibe como un ejemplo de anquilosamiento y como muestra del paso de un tiempo que no perdona. En otras ocasiones, será el empleo de fórmulas populares, bien aceptadas a menudo por el público, las que parezcan provocar la disconformidad de críticos exigentes que, no obstante, no dudan en señalar con frecuencia el valor tan singular de su trayectoria y la presencia de notables logros y hallazgos, aunque generalmente referidos al pasado.

El tercer montaje sobre textos de Valle-Inclán lo acometió José Tamayo cinco años más tarde del estreno de Luces de Bohemia, esto es, en 1976. La recepción crítica del estreno deLos cuernos de don Friolera (Fig. 21) suscitó notables elogios, como muestra la reseña de Julio Trenas, que calificó el montaje de “jugosa trascendencia artística” y que ensalzó tanto el trabajo de dirección como la escenografía (Arriba, 28.9.1976.). Algo más entusiasta aún sería la crítica de Pablo Corbalán, de la que reproducimos el siguiente fragmento:

Tamayo ha montado los cuernos respetando y acentuando el tópico andaluz en que la acción se sitúa, y subrayando en toda su variedad el desarrollo cinematográfico de esta. Espléndido montaje […] unos intérpretes que han cuidado hasta el extremo –de extremos se trataba– la encarnación guiñolesca de los personajes vestidos de colorines por la gracia de Víctor María Cortezo. Fantoche puro, aspaviento y retranca fue Juan Diego, todo él una sucesión de picardías, Antonio Garisa proporcionó al famoso Friolera del imprescindible matiz de la víctima ridícula. La adúltera fue corporeizada por Mari Carmen Ramírez, plena de desplante, instinto encendido y populachismo. (Informaciones, 28.9.1976).

Y para terminar este recorrido, me gustaría referirme brevemente a otros dos montajes de estos años setenta en los que, inasequible al desaliento, José Tamayo seguía apostando por autores españoles vivos y por continuar haciendo incursiones ya algo más esporádicas por el repertorio del teatro clásico español. Así, en el año 1977 dirigió el estreno de La detonación, de Antonio Buero Vallejo (Fig. 22), en la que de nuevo la crítica resultó favorable, como muestra el comentario de Julio Trenas:

Hay que agregar, sin embargo, que su mensaje no nos hubiera llegado tan nítido y penetrante de no haber encontrado la dirección magistral de José Tamayo. Él, que nos dio versiones inolvidables de otras obras de Buero […] rivaliza consigo mismo en el desentrañamiento de los personajes y del texto. La palabra reina aquí con todo su valor incorporante, defendida por la luz, la colocación, el movimiento escénico y, sobre todo, puesta en voz de los intérpretes con valoración diríase tan audible como visual (Arriba, 22.9.1977).

Aunque sin excesivo entusiasmo, según se desprende de la firmada por Pablo Corbalán para quien “José Tamayo consiguió los efectos, el tono y el ritmo precisos” (Informaciones, 22.9.1977).

Por último, cerraré esta selección de algunos montajes con el estreno de La Celestina, de Fernando de Rojas, en versión escénica firmada por Camilo José Cela, en 1978 (Fig. 23). La crítica siguió apreciando los valores plásticos y técnicos del montaje, especialmente los decorados de Andrea D’Odorico y la iluminación del propio José Tamayo (Trenas, Arriba, 4.2.1978), pero no faltaron voces mucho más ásperas, como la de Lorenzo López Sancho, quien destacó el trabajo interpretativo de Irene Gutiérrez Caba y de Terele Pávez, pero no se contuvo para afirmar que “todo el resto del reparto queda como relleno. Está poco cuidado. En algún momento se le va la mano a Tamayo en pretendido realismo y cae en el exceso y el mal gusto” (ABC, 4.2.1978).