JOSÉ TAMAYO O DE ZIDANES Y PAVONES
Julio E. Checa Puerta
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2. De los inicios en Granada a la dirección del teatro Español de Madrid en 1954
Aun sin tratar de establecer una división por etapas de su trayectoria, lo cierto es que los primeros treinta años de su actividad artística lo convertirían en uno de los árbitros de la profesión y, como sostenía Enrique Ruiz, habría llegado a ser determinante para explicar la proyección de intérpretes y dramaturgos, como Antonio Buero Vallejo, el autor de referencia del teatro español de la segunda mitad del siglo XX:
Buero Vallejo es la inserción, en lo habitual, del ensayo más excitante y profundo de un autor que sale de la guerra, entre los vencidos, para ocupar, por derecho propio, uno de los más directos, poderosos e importantes puestos en el teatro de la posguerra. Tamayo le proporciona espectacularmente o convierte su temática, espectacularmente, en un hecho público notorio. El talento de Buero Vallejo, la intencionalidad de su obra, la simetría de su estructura, todo ello se encuentra con Tamayo cuando ese, por el desdoblamiento original, es ya director del Teatro Español y oficializa, si así puede decirse, autores y testimonios (Ruiz, 1971: 63).
Para alcanzar ese lugar tan destacado, José Tamayo desarrolló una labor frenética, cuyo impulso no parecía venir de sus orígenes o del ambiente doméstico, pues ni pueden encontrarse antecedentes familiares –su padre era panadero–, ni un contexto social próximo al teatro, a pesar de que la ayuda económica de sus padres y el apoyo constante de su hermano Ramón resultaron determinantes para poder poner en marcha su carrera artística y para desarrollarla con éxito durante muchos años.
Sería tras su ingreso en el Seminario Menor de Granada, en 1931, cuando se produciría su primer encuentro con el teatro, a través de las funciones que se hacían para Navidades y Carnaval, en las que intervino como actor, pero en las que fue sustituido; parece que por sus escasas dotes interpretativas. Poco después de cerrarse el Seminario, ya en 1935, Tamayo tuvo problemas de salud, pero encontraría energía suficiente para estrenar en 1936 El divino impaciente, de José María Pemán, en el colegio Calderón de Granada. Por esas fechas trabajó en el periódico Patria, antes de convertirse en soldado de aviación, tras su ingreso en la Escuela de Especialistas de Aviación de Málaga en 1938 donde, todavía en el ejército, montó en el Teatro de Juventudes obras de Lope de Rueda, así como varias piezas cortas que se representaron al aire libre. Destinado en Tetuán, comenzó a dar forma a sus planes de fundar una compañía teatral (Penín, 1965: s.p.). Tras recibir su destino en Granada, decide visitar al decano de la Facultad de Filosofía y Letras, Gallego Burín, para pedirle ayuda en la creación de una compañía de teatro. En 1940 ideó un teatro al aire libre, desmontable, con catorce actores. Este fue el origen del Teatro Universitario Lope de Vega, cuya primera obra fue Nuestra ciudad, de Thornton Wilder (Checa, 1993: 113). También viajó a Madrid para recabar alguna otra ayuda, como la que obtendría de Cayetano Luca de Tena, uno de los directores, al igual que Luis Escobar, de los llamados Teatros Nacionales. Gracias a ello, pudo representar en el palacio de Carlos V de Granada La vida es sueño, espectáculo para el que pudo contar con el actor José María Seoane. También se animó a crear una revista de teatro, Cuadernos de Teatro, de la que salieron cinco números. Incorporó al elenco a Maruchi Fresno, pero el paso del nivel aficionado al profesional le obligó a pedir prestado dinero a su padre, con el fin de seguir adelante con su proyecto, para el cual sumaría también al actor Alfonso Muñoz. Todo este periodo de gestación culminaría con la creación en 1944 de la compañía Lope de Vega, cuyo debut profesional se produjo en 1946 con Romeo y Julieta, en el teatro Eslava de Valencia, y Otelo, esta vez en San Sebastián; ambas de William Shakespeare. Dos años antes, en 1944, Modesto Higueras se preguntaba por la dificultad de encontrar individuos interesados en desarrollar la carrera de director teatral, pues:
Cabe preguntarse si merece la pena tomarse esfuerzos por resaltar en sentido digno a la dramática actual que todavía alienta en los escenarios nuestros; es decir, ¿la dirección artística tiene algo que hacer en estas obras? Me atrevería a asegurar que no… Los caracteres de las obras teatrales de nuestros días, generalmente se encuentran desvaídos y no representan más que situaciones que pudiéramos llamar caseras. El sentido moral y aleccionador que toda obra debe poseer ha sido falseado, ha sido trastocado por la ñoñería, cuando no por la ordinariez (Higueras, 144: 46-47).
A juzgar por el camino recorrido, parece que Tamayo tenía una respuesta afirmativa a la pregunta formulada por Modesto Higueras y, cuarenta años más tarde, en una entrevista grabada en 1993 en su domicilio, que permanece inédita, nos decía: “el teatro nunca puede ser bienestar, sino inquietud, pasión”, y fruto de ese esfuerzo sería la creación y el impulso de un proyecto teatral que le reportaría grandes beneficios y reconocimiento, especialmente concentrado en un periodo que Enrique González Ruiz denominaría “tiempo de la decisión”, en el que se amontonaron literalmente montajes como Un soñador para un pueblo, Las meninas, Divinas palabras o Calígula, entre otros que repasaremos más adelante. Sin embargo, esa actividad entusiasta también terminó por quebrar su salud:
El estado de salud de Tamayo resultaba un tema difícil de eludir. Estrangulado en sus actividades casi energuménicas, su figura se hizo popular y dramática para actores, amigos, familiares y críticos. Casi ciego –los párpados cayendo sobre los ojos y la voz destemplada y sin recursos–, Tamayo se ejercitaba en la lucha contra sí mismo, en la batalla, en síntesis, de la supervivencia. Quienes estuvieron a su lado guardan –porque las cosas son así– esa imagen. Fueron los años sombríos que van de 1963 a 1965. Él siguió dirigiendo, ensayando y aceptando largas curas de sueño en Suiza y, en los sanatorios psiquiátricos, aprendiendo las técnicas de relajación mental y física. Personaje extraño y poderoso, inmerso en la aventura del teatro en España. (González Ruiz, 1971: 10).
Si repasamos la lista de montajes que jalonan la carrera de José Tamayo como director de escena, nos encontramos con un número ciertamente abrumador, que supera los doscientos títulos. Podemos recoger un reducido grupo de obras durante sus primeros años en Granada, para las que contaría con Torres Labrot como escenógrafo y, en algunos casos, con Emilio Burgos, uno de sus colaboradores habituales a partir de esos años. Su repertorio en este período se reparte entre textos clásicos –El médico simple, de Lope de Rueda (1942), La vida es sueño, de Calderón de la Barca (1944), Romeo y Julieta, de William Shakespeare (1945), Don Juan Tenorio, de José Zorrilla (1945) oLa estrella de Sevilla, de Lope de Vega (1945)–, algunos dramas inevitables –Baile en capitanía, de Agustín de Foxá (1944), En Flandes se ha puesto el sol, de Eduardo Marquina (1944), El divino impaciente, de José María Pemán (1945) o El alcázar de las perlas, de Francisco Villaespesa (1945)–, más algunos acercamientos al teatro extranjero contemporáneo, o la ya mencionada Nuestra ciudad, de Thornton Wilder. Ya en este periodo pueden detectarse algunas de las claves que marcarán su recorrido posterior, como la concepción plástica de la puesta en escena que se revela en la elección de escenógrafos y figurinistas, como Emilio Burgos:
Por lo que a la escenografía se refiere, los más asiduos colaboradores de Jose Tamayo fueron Sigfredo Burman, en el Edipo, 1954; Tiestes, 1956, El diario de Ana Frank, 1957; así como Emilio Burgos, en Diálogos de carmelitas, de 1954, Un soñador para un pueblo, de 1958, Réquiem por una mujer , de 1959 y Las meninas, de 1960. (Checa, 1993: 118).
También es preciso llamar la atención acerca de la asociación con colaboradores muy solventes –Cayetano Luca de Tena supervisó el montaje de La vida es sueño, de Calderón de la Barca (1944)–, o la búsqueda de un repertorio ecléctico que le permitiera desarrollar su idea del teatro, como sucedería con los autos sacramentales – El gran teatro del mundo, de Calderón de la Barca (1945)–, ideológicamente irreprochables y, al tiempo, muy adecuados para proponer un dispositivo escénico marcadamente espectacular.
Como ya hemos señalado, una fecha decisiva en la trayectoria profesional de José Tamayo sería la del año 1946, cuando dirige y produce el estreno de Romeo y Julieta, de William Shakespeare, en el teatro Eslava de Valencia, como prólogo a una breve gira por otros teatros del país en la que ofrecería, además, María Estuardo, de Friedrich Schiller y El sueño de una noche de verano, de William Shakespeare. En estos trabajos ya contaría con otros tres artistas de especial relevancia durante toda su carrera, a saber, Manuel Parada –compositor de la banda sonora de Raza (1950), dirigida por José Luis Sáenz de Heredia–, Vicente Viudes y Sigfrido Burmann, una de las figuras clave de la escenografía teatral del siglo XX en España, cuya trayectoria permite conectar, entre otras relaciones interesantes, la labor de José Tamayo con la de uno de sus más evidentes precursores, Gregorio Martínez Sierra. Además, en el primer grupo de intérpretes se encontraban ya Asunción Balaguer, Enrique Guitart, María Arias y Enrique Muñoz.
Será tras este breve recorrido por escenarios de algunas capitales españolas cuando se produzca la primera incursión de José Tamayo en la cartelera madrileña, al hacer una temporada corta en el teatro Fuencarral, en la que ofrecerá, a lo largo de 1947, algunos de los montajes ya estrenados anteriormente, tales como el Otelo, de W. Shakespeare y el Cuento de cuentos, de Joaquín Dicenta (hijo), antes de regresar a Granada (1948), también por un corto espacio de tiempo, y de instalarse durante otra breve temporada en Barcelona (1949). Algunos de los montajes de estos dos años seguirán ofreciendo interesantes claves para el periodo posterior. Así, el estreno de El águila de dos cabezas, de Jean Cocteau, ya contó con la participación de José Luis Alonso, encargado de la adaptación (teatro Romea de Barcelona, 1949); mientras que el montaje del Pleito matrimonial del alma y el cuerpo, de Calderón de la Barca, para el que de nuevo dispuso de una escenografía de Sigfrido Burmann y figurines de Vicente Viudes, tuvo lugar en la Plaza de las Pasiegas de Granada, (1949), lo que reafirmó el interés de José Tamayo por ofrecer espectáculos al aire libre, propuesta que se convertiría en una de sus principales señas de identidad, junto con el movimiento de actores y el uso del coro. A modo de ejemplo, recogemos un interesante comentario de A. Fernández Montesinos sobre el montaje de La vida es sueño, de 1954, que puede darnos una idea aproximada de esto: “Por primera vez en un espectáculo lírico, el coro estaba compuesto por jóvenes que cantaban y actuaban, participando de las situaciones teatrales, completamente alejado de los coros al uso, estáticos y aburridos” (Fernández Montesinos, 2003: 17).
Si tomamos como referencia el Otelo, las reseñas críticas nos pueden dar una buena muestra de cómo se desarrollaba el trabajo de José Tamayo en ese momento de su trayectoria. Tras el debut en el teatro Fuencarral, abundaron reseñas muy elogiosas, como la siguiente:
La compañía Lope de Vega, que con tanto acierto dirige José Tamayo y que tan lucida y meritoria campaña artística ha realizado en diversas provincias españolas, tuvo ayer el acierto de presentar en el teatro Fuencarral la inmortal obra de Shakespeare, Otelo, en la impecable e inteligente versión española de Nicolás González Ruiz. Tanto los decorados, de Burgos, como los admirables figurines, de Vicente Viudes, prestaron el debido rango y categoría a la gran producción, que fue seguida con la máxima emoción y acogida por el público con encendidas ovaciones. En la interpretación descollaron Mari Carmen Díaz de Mendoza, en el esplendor de su belleza, de su juventud y de su exquisita sensibilidad artística, creando una Desdémona inolvidable; Carlos Lemos, en un Otelo impresionante; Alfonso Muñoz, que dio al Yago los más sutiles y expresivos matices, y el resto del reparto, que colaboró eficazmente en el éxito (S.a., 1947).
Además de los elogios generales a la dirección y a la compañía, hubo críticos que destacaron muy especialmente el trabajo interpretativo de Maruchi Fresno6 y de Carlos Lemos (Cifra, ABC Madrid, 6.9.1947), así como los aciertos en la escenografía y en los figurines, según se desprende de la autocrítica del traductor, Nicolás González Ruiz7. También resulta muy importante destacar que estos montajes fueron propuestos por José Tamayo tanto para espacios convencionales –el teatro Fuencarral, en este caso–, como para espacios al aire libre. Así, se ofreció en 1957 una versión para el teatro romano de Mérida (Fig. 1), que visitó otros muchos teatros, a veces en programas dobles8, ya arriba citados (Gil, ABC Sevilla, 4.10.1957).
La dirección de José Tamayo, que tan ampliamente se desenvuelve en estos ámbitos, estamos seguros que logrará otro éxito más en su larga y brillante carrera de director. Las representaciones al aire libre que esta noche se inician en el teatro romano de Mérida están organizadas por la Diputación Provincial de Badajoz, con la colaboración del Ayuntamiento de Mérida y el patrocinio de la Dirección General de Teatro y Cinematografía (Laborda, Informaciones, 18.6.1957).
Todo este trabajo, que le había valido para obtener en 1948 el Premio Nacional de Teatro, también le serviría para emprender, llegado el momento, y como había sido habitual en otras formaciones, una gira de casi dos años por América, que se inició el 23 de octubre de 1949 y culminó el 21 de junio de 1951. En este recorrido ofrecería buena parte de un repertorio con especial atención a los textos clásicos –El rey Lear, de William Shakespeare (1949) o Peribáñez y el comendador de Ocaña, de Lope de Vega (1949)–, más algunas comedias de Jacinto Benavente –Los intereses creados y El nido ajeno–, así como algunos otros textos de teatro español contemporáneo, tales como Plaza de Oriente y Damián (la vida en una hora), de Joaquín Calvo Sotelo; Celos del aire, de José López Rubio, y Dos mujeres a las nueve, de Juan Ignacio Luca de Tena y Miguel de la Cuesta. Sin embargo, conviene reparar en el hecho de que también incluyó en esta gira obras de dos autores de especial relieve, por razones comprensibles. Por un lado, mostró una apuesta decidida por la obra de Antonio Buero Vallejo, de quien en esta gira montó En la ardiente oscuridad e Historia de una escalera; por otro, también incorporó otros dos montajes de Alejandro Casona, El mancebo que se casó con mujer brava y Otra vez el diablo. Además, para la adaptación de Crimen y castigo, de Fiodor Dostoievsky, volvería a contar con José Luis Alonso e incorporó como figurinista a otro joven creador, Miguel Narros. En un somero balance del recorrido efectuado durante esos dos años, encontramos que la compañía Lope de Vega actuó en 52 ciudades, ofreció 1.200 representaciones, representó siete autos sacramentales al aire libre, visitó 32 universidades, y su trabajo fue recibido por 2.800.000 espectadores en dos años. Uno de los momentos más espectaculares fue la representación de autos sacramentales en la plaza Bolívar, de Bogotá, ante 60.000 personas. En los coros intervinieron 1.000 voces. A su regreso a España, el Gobierno le concedió la Encomienda de Isabel la Católica y la de Alfonso X el Sabio (González Ruiz, 1971: 61).
Concluida la experiencia de esta gira, José Tamayo mueve la compañía de regreso a España y se instala en Madrid, en el teatro de la Comedia, en el que ofrece en 1952 uno de sus montajes fundamentales, La muerte de un viajante, de Arthur Miller (Fig. 2 ). La excelente respuesta de crítica y de público que alcanzó con este estreno le reportó la propuesta para hacerse cargo de la dirección del teatro Español, de Madrid, cargo que ostentaría hasta 1962.
De la Muerte de un viajante está todo dicho. Es obra que, de alguna manera, torció beneficiosamente hace años los rumbos del teatro español de posguerra. Planteó con éxito una temática social, habituó al público a nuevos recursos formales del dramaturgo, le predispuso a la aceptación de los grandes títulos no españoles, y le reveló –de una manera palpable, mayoritaria– la necesidad de una dirección que armonizase los diversos factores, la interpretación en primer término, del espectáculo dramático (Monleón, 1959: 6).
6 “Todo el candor de Desdémona toda su pureza y encendida pasión, todos los encantos de mujer enamorada y de resignación ante lo inevitable, supo expresarlo de manera maravillosa Maruchi Fresno con el misterioso atractivo de su voz cálida y clara, y la inocencia reflejada en su blanco rostro de dorados cabellos”. (Gil, 1948). Volver al texto7 “El intento fue secundado por la dirección de José Tamayo, por la escenografía de Burmann, por el vestuario de Cortezo y por la música de Parada de manera admirable. Las voces de Asunción Sancho, Luis Prendes, Adolfo Marsillach y Ana María Noé, magníficos intérpretes de los papeles de mayor importancia”. (González Ruiz, Ya, 18.6.1957). Volver al texto
8 “Para el habitual calendario de los españoles, la representación de hoy es un tanto excepcional, tanto por la fecha como para el lugar […] Creo que es un lugar [Teatro al aire libre del Parque Quiñones de León, en Vigo] donde se está haciendo una interesante experiencia […] Me refiero a la reacción de esas quince mil personas que cada noche ocupan las localidades gratuitas del teatro, sentadas o de pie, que escuchan el drama, como dije, callados como solo el pueblo sabe callar y aplauden con un entusiasmo al que no estamos acostumbrados; unos aplausos que bajo los cedros y los robles, suenan de modo muy distinto a los aplausos del teatro”. (Torrente Ballester, Arriba, 18.7.1957). Volver al texto