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Foto: Chicho. Calderón, de Pier Paolo Pasolini (1988)

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El lugar de la escritura dramática en el proyecto de Guillermo Heras

Por Eduardo Pérez-Rasilla

Universidad Carlos III de Madrid

Las fantasías perturbadoras que sugerían los autores de vanguardia, sumadas a la importancia que adquieren en sus propuestas las dimensiones plásticas y musicales resultaban particularmente atractivas para un proyecto como el que sustentaba Guillermo Heras en el CNNTE. Pero han de considerarse también otras circunstancias, por ejemplo, la propia marginación padecida por estos creadores e incluso, en el caso de algunos de ellos, y también en este aspecto Bergamín resulta emblemático, su condición de autores malditos, excluidos políticos y sociales, por su crítica intelectual y por la radicalidad sugerente de sus propuestas estéticas. La risa en los huesos, estrenada en un inequívoco 14 de abril de 1989 en la Sala Olimpia, revestía un carácter programático. Bergamín había editado en 1973 bajo el título de La risa en los huesos dos textos escritos entre 1924 y 1927, como ha explicado la profesora Ambrosi en su excelente edición del teatro de Bergamín en Pre-textos: Tres escenas en ángulo recto y Enemigo que huye, compuestos a su vez cada uno de ellos por varias piezas cortas. Para el espectáculo que se exhibió bajo el título mencionado, Heras recurrió a las piezas de Enemigo que huye, tituladas: Variación y fuga del fantasma, Intermedio: las bodas de Puck y la damita de la media almendra y Variación y fuga de la sombra. La escritura novedosa y esquemática -insólita- de Bergamín y su poderosa intertextualidad, plena de sugerencias y cargada de relaciones con personajes y elementos de la tradición literaria y teatral, se veía potenciada por los paralelismos que Heras establecía con el cine de época y con la estética de la Bauhaus; por una novedosa escenografía diseñada por el arquitecto Fernández Isla, que se asomaba por primera vez a las tareas teatrales, y en la que se advertían ecos de Kandinsky, y por unos figurines diseñados por Pedro Moreno, que han proporcionado quizás la imagen icónica del espectáculo, con sus figuras geométricas y sus guiños a la vanguardia histórica. El amplio reparto, compuesto básicamente por actores jóvenes egresados de las últimas promociones de la RESAD, proporcionaba un aire coral al espectáculo, potenciado por la coreografía que firmaba Elvira Sanz y acompañado por cuatro músicos presentes en el escenario. Todo mostraba y apuntalaba un proyecto basado en la consideración política del teatro (lo que nada tiene que ver con una opción partidaria específica, pero sí con el compromiso), en la reivindicación de formas de escritura que trascienden la reproducción mimética de la realidad, en la noción del teatro como espectáculo colectivo y trabajo en equipo -idea en la que Heras se ha mostrado siempre muy insistente-, en la apelación a la fantasía y en el reconocimiento a la vanguardia histórica.

No obstante lo dicho, y en contra de lo que algunos proclamaron con tanta estridencia como falta de razón, el proyecto reivindicaba al autor dramático español contemporáneo. Y lo hacía de forma decidida, apasionada y hasta machacona, lo que en el contexto que nos ocupa resulta doblemente relevante. Por un lado se ponía de manifiesto que el texto dramático no era incompatible con un espectáculo elaborado e imaginativo, cuidadoso con los aspectos musicales y plásticos, novedoso en sus formas de escenificación. Por otro, si algunas tendencias desarrolladas en los años sesenta y setenta habían podido dejar la impresión de que el texto y el autor dramático no tenían ya lugar en el hecho escénico, sustituidos por los trabajos en los que dominaba la acción física, por la improvisación grupal o por una cierta mística de colectivo, en los años ochenta se estaba verificando un “regreso” del dramaturgo, quien, ciertamente, había abandonado ya la posición dominante en la jerarquía escénica y trabajaba con una visión más democrática y colaborativa en el proceso de creación. Pero el texto dramático emergía de nuevo, remozado, depurado y, en tantas ocasiones, original y vigoroso. Se buscaba una escritura más precisa, más sintética o más alusiva, que exigiera una actividad mental o un compromiso al espectador, o bien una escritura de carácter ritual o poético, que se adentraba en los territorios de lo onírico y que era compatible casi siempre con una marcada intencionalidad política. Otros indagaban en las posibilidades de un hiperrealismo crudo e inmisericorde o en las nuevas posibilidades de una actualizada deformación violenta o grotesca, de raigambre expresionista. En todos ellos se advertía un exigente cuidado de la palabra, un innegable esfuerzo de composición y lenguaje, una tentativa de buscar nuevos caminos para el texto dramático. En el panorama europeo y americano aparecían nuevos nombres o se recuperaba y se releía desde otras perspectivas a dramaturgos que llevaban algún tiempo dedicados total o parcialmente a la escritura teatral. Son los años de Bernard Marie Koltès, Botho Strauss, David Mamet, Marco Antonio de la Parra, Mauricio Kartún, Lars Norén, Michel Azama, Valère Novarina, Enzo Cormann, Steven Berkoff, etc., pero también los de Samuel Beckett, Jean Genet, Heiner Müller, Harold Pinter, Thomas Bernhard, Michel Vinaver, Griselda Gambaro, Sam Shepard, Peter Handke o Pier Paolo Pasolini, por no citar sino algunos nombres. No era muy distinta la situación en España, aunque durante aquellos años (y también un tiempo después) la sentencia que proclamaba que “no hay autores” se presentaba y se utilizaba como dogma que no admitía discusiones ni réplicas. Sin embargo, en la década de los ochenta estaban consolidándose escritores que procedían del entorno del Teatro Independiente o del teatro universitario y que oficiaban ya como dramaturgos de una obra con fuerte personalidad propia, como José Sanchis Sinisterra, José Luis Alonso de Santos, Rodolf Sirera (y Josep Lluís, por añadidura), Fermín Cabal, Ignacio Amestoy, Miguel Medina, Antonio Fernández Lera, etc., a los que hay que añadir nombres como Alfonso Vallejo, Joan Casas, Carmen Resino o Lourdes Ortiz, y también los de quienes había comenzado a escribir algún tiempo antes y experimentaban ahora una trasformación significativa en su dramaturgias o eran descubiertos o recuperados por la profesión teatral o el mundo académico, como Josep Maria Benet i Jornet, Jaume Melendres, Francisco Nieva, Jerónimo López Mozo, Jesús Campos, Ángel García Pintado, Luis Matilla, Miguel Romero Esteo, Luis Riaza, Alberto Miralles, etc. Y ha de mencionarse también a un dramaturgo de tan poderosa personalidad como Albert Boadella, cuya trayectoria está vinculado a su mítica compañía, Els Joglars. A finales de la década irrumpe también una generación más joven, que aporta a su vez nuevos modos de concebir la escritura dramática: Ernesto Caballero, Ignacio del Moral, Paloma Pedrero, Yolanda García Serrano, Ignacio García May, Sergi Belbel, Antonio Onetti, Marisa Ares, Daniela Ferjerman, Luis Araujo, Alfonso Plou, etc. y enseguida se incorporarían nuevas promociones. Guillermo Heras tuvo muy clara la necesidad de defender la autoría contemporánea, singularmente la autoría emergente o aquella que producía textos que escapaban de los modelos al uso. En su empeño “fronterizo” buscó también entre quienes cultivaban preferentemente otros géneros, como la novela, el cine o la poesía. Así, tuvieron alguna relación con el proyecto del CNNTE creadores como Álvaro del Amo, Vicente Molina Foix, Javier Maqua, Javier Tomeo, Leopoldo Alas o Ana Rossetti. El objetivo parecía ser doble: enriquecer la escritura teatral con recursos procedentes de otras disciplinas (literarias o no) y atraer al campo de la escritura dramática a artistas con aportaciones relevantes en otros terrenos. Todos ellos dejaron una huella significativa en el balance del centro, pero tal vez haya que destacar la presencia de Álvaro del Amo, cineasta; traductor; estudioso teatral, buen conocedor de la obra de Beckett y Pinter, entre otros grandes dramaturgos; novelista; intelectual brillante y polifacético; dueño de una escritura muy sugestiva y personal, que pareció atraer la atención de Guillermo Heras. Su primer espectáculo como director de escena al frente del CNNTE, en la temporada 1984-85, tomó como punto de partida un texto de Álvaro del Amo, Geografía. El texto se publicaría en el número 2 de la colección Nuevo Teatro español, junto a otra obra de Amo: Correspondencia. Años más tarde, en 1992, se estrenó otro drama de Álvaro del Amo, esta vez bajo la dirección del propio autor: La emoción, que aparece publicada, junto a Lenguas de gato, en el número 11 de la colección Nuevo Teatro español. Su escritura, inusitada, elegante y precisa, operaba con la elipsis, con los solapamientos espaciales y temporales, con los silencios y sobrentendidos y con una elaborada construcción de simetrías y asimetrías que dibujaban y desdibujaban una compleja red de relaciones entre los personajes. La sensación de un malestar profundo, de un miedo incierto, de un desencantado engaño o de una amenaza subterránea convivía con un aparente “enfriamiento” de la comunicación entre los seres que se deslizaban sutilmente por los territorios en los que transcurrían sus dramas, unos territorios en cuya mostración coexistían una exactitud realista, o incluso hiperrealista, y una extraña atmósfera onírica, pesada y delicada a un tiempo. La literatura dramática de Álvaro del Amo indagaba de manera muy novedosa en la intimidad de unos seres -sus/nuestros contemporáneos- que se enfrentaban a sus temores y a sus frustraciones, al fracaso y a la soledad de unas vidas aparentemente prometedoras. Se entiende bien que la originalidad y el rigor de la escritura practicada por del Amo suscitara la fascinación de Guillermo Heras, atento a propuestas teatrales de calidad y distintas de las manidas y previsibles fórmulas que dominaban los escenarios. A pesar de ello, sin embargo, el escritor no ha obtenido el reconocimiento que, sin duda, su obra dramática merece.

La programación acogió también a dramaturgos que pertenecían a la misma generación que Álvaro del Amo y que contaban también con una sólida trayectoria intelectual y cuya dedicación preferente había sido el teatro, como Rodolf Sirera, de quien Heras escenificó Indian summer, o también Sanchis Sinisterra, de quien se exhibió en la Olimpia Perdida en los Apalaches, publicada además en el volumen de la colección Nuevo Teatro español (n. 10), y de quien el CNNTE coprodujo Conquistador o el retablo de Eldorado. Sirera y Sanchis Sinisterra en estos años estaban estrenando algunos de sus textos más significativos y también más populares, pero además ejercían ya como maestros de las generaciones de dramaturgos más jóvenes y constituían una referencia obligada para la nueva dramaturgia... Su escritura nos asoma a un mundo caracterizado por la falta de certezas, por el desconcierto, por la pérdida de referentes que den seguridad a unos personajes que se sienten desorientados y desvalidos. Sus construcciones presentan unas realidades fragmentadas, mediante el recurso a procedimientos compositivos como las variaciones sobre el mismo tema, la falta de discernimiento entre sueño y vigilia o entre imaginación y realidad. Los dos dramaturgos practican una escritura cernida, muy trabajada, precisa, que explora los silencios, los huecos, los enigmas o la elipsis, pero también el humor o el juego, que relativizan o diluyen los atisbos de gravedad. Otros dramaturgos de la misma generación tuvieron alguna presencia en el CNNTE. Fermín Cabal, de quien el CNNTE coprodujo uno de sus textos más interesantes, Travesía, fue responsable de uno de los talleres en los que participaron dramaturgos jóvenes que después estrenarían algunos de sus primeros trabajos en el entorno del propio centro. De Ignacio Amestoy se exhibió Betizu, toro rojo y se coprodujo Doña Elvira, imagínate Euskadi. Se consideró además la posibilidad de escenificar uno de sus textos más ambiciosos, Sara Rovira, que más adelante mudaría su título en Elisa besa la rosa, y que permanece aún pendiente de estreno. También la generación de sus predecesores tuvo alguna presencia. Fue relevante la de Francisco Nieva, referencia obligada tanto por su condición de artista plástico y heredero de las vanguardias, como por su obra dramática, cuya escritura, originalísima y deslumbrante, que puede situarse en esa veta de literatura española ligada a la farsa y a la distorsión grotesca, compatible con la riqueza verbal, e incluso poética, y a la exploración de los límites del lenguaje. De Francisco Nieva Guillermo Heras escenificóAquelarre y noche roja de Nosferatu y el propio Nieva dirigióCorazón de arpía. De Ángel García Pintado se mostróLa sangre del tiempo; de Agustín Gómez Arcos se recuperó Interview de Mrs. Muerta Smith por sus fantasmas; de Romero Esteo, su Pasodoble; Alfonso Vallejo exhibió Gaviotas subterráneas; Vidal Bolaño, Saxo tenor; Luis Riaza, Medea es un buen chico, o Jerónimo López Mozo y Luis Matilla, Como reses.