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Foto: Chicho. Calderón, de Pier Paolo Pasolini (1988)

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El lugar de la escritura dramática en el proyecto de Guillermo Heras

Por Eduardo Pérez-Rasilla

Universidad Carlos III de Madrid

La decisión de instalar la sede del CNNTE en la Sala Olimpia implicaba algunas circunstancias que merecen considerarse. Por una parte, el término sala revela la mencionada intención de no reducirse a lo que convencionalmente se entiende por teatro, aunque en modo alguno lo excluye. El local recogía y representaba además una tradición larga y plural como lugar de exhibición de espectáculos, pero también como ámbito de encuentro ciudadano. Y la trayectoria de sus últimos años lo ligaba con el Teatro Independiente y su proyecto. Por otra parte, su ubicación en lo que tradicionalmente había sido un barrio popular, y continuaba siéndolo entonces, ubicado en el centro de la ciudad, pero “a la espalda” de los barrios “nobles”, suponía una decisión política consistente en acercar la cultura a todos los sectores sociales (o, al menos, al mayor número posible de ellos) y emitía una mensaje democrático, que despojaba a la cultura de su apariencia elitista y excluyente y la asociaba al conjunto de la sociedad española. Es significativo advertir cómo la ubicación de sala motivó también reticencias en algunos sectores, que tildaban el barrio de inseguro e, implícitamente, de lugar poco apropiado para establecer en él la sede de una entidad artística prestigiosa. El paso del tiempo ha operado transformaciones de muy diversa naturaleza en el barrio y en sus aledaños -culturales, sociales, demográficos, políticos, económicos, urbanísticos, etc.-, sobre las que cada cual tendrá sus propias opiniones, pero hay al menos dos circunstancias que resultan difícilmente discutibles: la vitalidad y la efervescencia del barrio y la proliferación de numerosos locales dedicados a la actividad artística y cultural de muy distinto signo (centros que podríamos relacionar con la cultura socialmente prestigiosa y exquisita, locales ligados a determinados colectivos o a tendencias intelectuales y políticas diversas, instituciones de carácter popular, contracultural, etc.), pero entre las que descuella la presencia de la mayor parte de los teatros alternativos madrileños. Por lo demás, y frente a la prestancia del Teatro María Guerrero, sede del Centro Dramático Nacional, o del Teatro de la Comedia, sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, la sala Olimpia ofrecía un aspecto mucho más informal y también más versátil, acorde con el propósito de convertirse en un lugar abierto a la experimentación y a los procesos y con su voluntad de acoger a un público deseoso de ver cosas distintas de aquellas que ocupaban las carteleras en la mayoría de los teatros de la ciudad.

Sin embargo, esas notas de informalidad o de ruptura con los cánones más clásicos de la producción y la exhibición teatral no impidieron -antes al contrario- la realización concienzuda, aunque abierta, de un proyecto sólido, muy pensado y elaborado, que podría resultar discutible y se discutió de hecho hasta la saciedad, pero de cuya consistencia dan testimonio tanto los programas que se desarrollaron en la Olimpia, con el CNNTE y desde el CNNTE, como los numerosos escritos firmados por Guillermo Heras, concebidos como ponencias, reflexiones, prólogos, ensayos, notas a los programas de mano, presentaciones, etc., muchos de los cuales se incluyen en el volumen que, bajo el cuidado de José Ramón Fernández, editó el propio CNNTE con el título de Escritos dispersos, pero también en otros volúmenes o en páginas de revistas especializadas. Cuando Garrido escogió a la persona que podría dirigir el centro, debió de pensar sin duda en alguien que procediera del Teatro Independiente, por cuanto este había constituido la tentativa más ambiciosa de transformación escénica en España durante las décadas anteriores y suponía aquel impulso de libertad y de juventud que simbolizaba el nuevo momento histórico que el país estaba viviendo. El Teatro Independiente parecía sugerir “otro teatro”, un teatro diferente del teatro comercial y del teatro oficial, un teatro joven que representaba o apelaba a las nuevas generaciones y que reivindicaba a los sectores sociales que no se habían interesado por el teatro o que habían sido excluidos por él. Guillermo Heras había trabajado en el mítico grupo Tábano y contaba con una trayectoria como actor, director de escena y gestor, y, como todos los que habían pasado por el Independiente, con una experiencia en todos o en casi todos los oficios y menesteres de la vida teatral. Pero además ejercía ya como pensador de la práctica escénica a través de artículos e intervenciones en seminarios y encuentros, algunos de los cuales se publicarían en forma de libros en los años venideros. Su itinerario posterior, hasta nuestros días, en los que sigue muy activo en la brecha teatral, no solo ha consolidado su dedicación a las facetas mencionadas, sino que cuenta ya con una estimable producción como dramaturgo, ha intensificado su labor como gestor en ámbitos diversos, ejerce como profesor en cursos másteres, seminarios, laboratorios y talleres y ha continuado publicando profusamente artículos y ensayos sobre teatro. Su grafomanía, junto a la de otros colegas, tanto de su generación como de las generaciones más jóvenes, desmiente una vez más la noción de unos creadores escénicos poco propensos a la reflexión teórico-práctica. Esta reflexión sitúa su actividad al frente del centro en un contexto intelectual preciso. Y su sello del Independiente se dejará sentir no solo en la profusa presencia en la programación -sobre todo durante las primeras temporadas- de los grupos procedentes de este movimiento o ligados a él de una manera o de otra, sino también en la recuperación de lo que el Independiente supuso: libertad creadora; cierta informalidad irreverente; dimensión crítica, política y festiva del teatro; gusto por la versatilidad; ocupación de espacios distintos de la sala teatral convencional: mercados, plazas y calles, fábricas, etc. Por lo demás, Heras concibió su trabajo desde su condición de artista y pensador del teatro, pero también, desde las nociones inherentes a la gestión. Aunque esto pudiera parecer una obviedad, no lo es en absoluto y mucho menos en los primeros años ochenta, cuando tantas empresas culturales de carácter público estaban dando sus primeros pasos en democracia. No debe pasar inadvertido su empeño por buscar formas de producción y de coproducción, por establecer nexos con otras entidades, iniciativas, personas y grupos, por dar cabida al teatro que se hace fuera de Madrid, su voluntad de interesar a la ciudadanía en el proyecto, su deseo de reforzarlo con actividades complementarias, fundamentalmente de carácter formativo, como talleres o encuentros, y con publicaciones teóricas y de textos dramáticos.

El proyecto de Heras tenía unas directrices claras y definidas, que no se limitaban solo a los estilos o los creadores y compañías que habrían de programarse, sino que más bien eran estos los que se supeditaban a unas convicciones sobre lo que debía representar la escena española contemporánea. El director no oculta sus influencias ni los nombres de sus maestros o sus referentes estéticos, pero también éticos y políticos, en el ámbito de la creación. Pasolini, Godard, Brecht, Heiner Müller y, en términos generales, la vanguardia histórica, figuran entre los más transitados. A todos ellos ha dedicado Heras reflexiones de carácter teórico y escenificó para el CNNTE el Calderón, de Pasolini, espectáculo que constituyó uno de los emblemas de la historia del centro, tanto por el dramaturgo escenificado, como por el motivo de referencia y su tratamiento: la relectura de La vida es sueño, y también por el extraordinario y vigoroso esfuerzo y despliegue llevados a cabo para el montaje. Además, y ahora nos detendremos especialmente en ello, en el volumen mencionado, Escritos dispersos, Heras recurre a citas muy recientes de algunos de los más significativos pensadores de la posmodernidad: Habermas, Jameson, Baudrillard y Lipovetsky. Ninguna de estas referencias debe pasar inadvertida. En el ensayo “Tradición y modernidad en el teatro contemporáneo”, fechado en 1989, cita Heras un pasaje de Habermas que figuraba en el capítulo titulado “La modernidad, un proyecto incompleto”, que abría el volumen dedicado a La posmodernidad, editado por Hal Foster y que incluía trabajos de distintos pensadores, críticos y creadores. El libro, imprescindible en mi opinión para entender algunos aspectos de la cultura contemporánea, se había publicado en 1983. La primera edición en castellano es de 1985; es decir, se trata de una obra coetánea de los CNNTEs del CNNTE. Jürgen Habermas, uno de los pensadores más sólidos de la filosofía actual, defiende en su escrito la vigencia del proyecto de modernidad y la herencia de la Ilustración frente a la pretensión posmoderna. Tras explicar el origen del término 'moderno' y su significado a lo largo de la historia, concluye que desde el siglo XIX

la señal distintiva de las obras que cuentan como modernas es 'lo nuevo', que será superado y quedará obsoleto cuando aparezca la novedad del estilo siguiente. Pero mientras que lo que está simplemente 'de moda' quedará pronto rezagado, lo moderno conserva un vínculo secreto con lo clásico. Naturalmente, todo cuanto puede sobrevivir en el tiempo siempre ha sido considerado clásico, pero lo enfáticamente moderno ya no toma prestada la fuerza de ser un clásico de la autoridad de una época pasada, sino que una obra moderna llega a ser clásica porque una vez fue auténticamente moderna.