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6. HOMENAJE

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6.1 · RAMÓN PÉREZ DE AYALA, CRÍTICO TEATRAL


Por Jesús Rubio Jiménez
 

 

La actitud ayaliana denota su voluntad de combatir inercias sociales y generalizaciones falsas. Quería verdaderos espectadores, con criterio, colaboradores y participantes en la obra de arte, no pasivos y dispuestos a consumir cualquier cosa. Solamente así se completaba el proceso de la creación artística. Al teatro de Benavente le achacaba que no procedía del pueblo, sino de imitaciones; y por tanto gustaba al vulgo, pero no al pueblo:

Un cacharro de Talavera, un arcón de rústica talla, un deshilado de Lagartera, una copla anónima, son hermosos y son artísticamente valores positivos. Uno de esos “santi, boniti, barati”, vaciados de vaciados de esculturas clásicas, las cuales en fuerza de ser reproducidas malamente han perdido toda virtud y verdad originarias, una porcelana de bazar (“Figulinas”, ¡qué lindo!, las llama el señor Benavente en una de sus primeras obras, que es justamente el germen de todo su teatro) y otras cosas de este linaje son valores negativos artísticamente, son fealdades nocivas, puesto que sirven para propagar el gusto depravado. Arte negativo, imitativo de otro arte, arte de segunda mano. (Pérez de Ayala, 2003: 523).

Para él, una primera positividad era la del arte que está más cerca del pueblo y luego, ascendiendo, tendrán valores positivos todas aquellas manifestaciones artísticas que refluyen sobre el pueblo. El arte popular se nutre de ideas simples y de sentimientos llanos, expresa el alma de un pueblo concreto. El arte supremo se nutre de ideas puras y de sentimientos en su máxima exaltación, expresa el alma de todos los pueblos, lo genéricamente humano. Por eso juzgaba muchas de las obras de los Álvarez Quintero o Arniches positivamente.

En Arniches encontraba Pérez de Ayala una superación del género chico por su capacidad para introducir en el estrecho mundo del sainete un rudimento de caracteres y conflictos, acciones patéticas amalgamadas con acciones cómicas. De esta forma, La señorita de Trevélez, Que viene mi marido [fig. 7] o Es mi hombre [fig. 8] son obras humanas y cautivadoras, con personajes anodinos, pero no carentes de humanidad profunda, que les lleva a aspirar a lo ideal, pero son arrastrados por lo inferior instintivo. Obras en las que

el toque está en penetrar la dignidad humana de los personajes vulgares, sin por eso emanciparlos de su vulgaridad efectiva; entonces el personaje es grotesco y trágico de consuno, que no alternativamente.

Si ante los sentimientos elementales de un ser vulgar prescindimos de su vulgaridad, tendremos un drama o un melodrama, si desdeñamos sus sentimientos, tendremos una comedia al estilo tradicional. (Pérez de Ayala, 1963: 511-512).

La tragedia no es privativa de los grandes personajes, sino que toda vida es tragedia, que resulta grotesca por la imposibilidad de que estos seres para ser héroes y escapar de la vulgaridad de sus propias vidas, estando obligados a seguir viviendo. El teatro de Arniches lo calificaba como denso de realidad en este sentido, extraído del alma popular y capaz de refluir sobre el pueblo. De este modo la inverosimilitud de la tragedia grotesca es solo aparente y los defectos que hallaba en Arniches –lenguaje hinchado, movimiento vertiginoso, egotismo calderoniano, sentimentalidad raciniana– no anulan la humanidad elemental de los personajes.

Los límites de los Quintero los explicó también en diferentes artículos sobre todo una serie de cinco artículos publicada en España en 1916, “Las máscaras. Los hermanos Quintero” (Pérez de Ayala, 2003: 597-620). En sus personajes encontraba que tenían lo que la naturaleza humana tiene de natural, homogéneo y mediocre. Eran capaces de sentir afectos, pero de escasa profundidad en sus ideas, almas sometidas a la costumbre y al ambiente, pero incapaces de diferenciarse individualizándose. Un teatro en el que “El ambiente es el elemento de arte, el más poderoso, sugestivo y patente, en todas la sobras quinterianas” (619), el capital elemento de verdad que llega a empequeñecer a los personajes, rebajando sus ideas y sentimientos a meros afectos, de manera que todos piensan sienten y aun hablan idénticamente. Esta era, según él, la grandeza y la debilidad de su teatro, que tiene tipos pero no caracteres, ya que el tipo viene dado por el ambiente, mientras que el carácter es la forma de la individualidad activa frente al ambiente, al que agita y muda. Un teatro, por lo tanto, que tiene contrariedades, pero no conflictos, ya que para que haya conflictos debe haber incompatibilidad entre caracteres o entre un carácter y la realidad del entorno.

El aspecto positivo del teatro de los Álvarez Quintero residía, por lo tanto, en su capacidad para crear ambientes y tipos; su negatividad, en no lograr que estos piensen, a diferencia de lo que ocurre en los grades dramaturgos como Shakespeare o Galdós. Con el teatro de Benavente ocurría, según Pérez de Ayala, algo bien diferente:

Con el señor Benavente sucede a la inversa. El público de heterogénea plebe le eleva en los estrenos hasta las nubes; pero el público de pueblo se aburre con las obras benaventinas y no acude al teatro en donde se ponen: reverencia el mito Benavente y desdeña la obra benaventina. El arte del señor Benavente no ha refluido sobre el pueblo. Goza este escritor de reputación y fama, aquella que el padre Feijoo mentaba, propagada de lengua en lengua del vulgo rutinario; pero sus obras son en absoluto desconocidas por el pueblo. Arniches y los Quintero suelen ser desdeñados por la plebe pseudo culta, por el vulgo literario que mangonea en los periódicos; pero, después de Galdós, sus obras son las más conocidas en el pueblo, bien que no pocas veces se ignore el nombre de los autores (Pérez de Ayala, 2003: 525).

Benavente no había rozado el arte popular ni siquiera en Señora Ama [fig. 9] o La Malquerida, aunque sus personajes sean del pueblo:

 Son dramas estos dos que se supone que pasan entre rústicos de teatro, rústicos solo en apariencia, pero no son verdaderos dramas rústicos. Altérese la condición social de los personajes de Señora Ama y La Malquerida, asciéndaseles de la clase baja, en donde arbitrariamente los ha colocado el autor, a la clase burguesa urbana o a la clase aristocrática, y sin que las obras padezcan mudanza en el orden de las escenas ni en nada de lo que en ellas se dice, resultarán otras Señora Ama y La Malquerida, absolutamente idénticas y absolutamente distintas de las anteriores, y no mejores ni peores que ellas.

[…] Las obras de arte literario no son ya populares porque el asunto sea de costumbres populares. En el arte popular (sea del pueblo, sea para el pueblo) caben todos los asuntos, a condición de que los asuntos sean tales asuntos. Y son asuntos genuinos aquellos que están fuertemente individualizados y diferenciados, de manera que cuanto sucede deba necesariamente suceder, en la forma que sucede y no de otra suerte, y los personajes procedan y se conduzcan como lo que son, conforme al estado al que pertenecen: si villanos como villanos, si reyes como reyes. Por eso todo arte popular es esencialmente trágico. (Pérez de Ayala, 2003: 527 y 528-529).

El círculo se cierra y Pérez de Ayala vuelve a sostener el tratamiento artístico de los materiales con los que le dramaturgo trabaja, consciente de su oficio y dominando las claves genéricas. A partir de aquí cabe colocar a cualquier dramaturgo en nuestro caso del lado de los que llamaba valores positivos o de los que consideraba negativos. Cualquier lector de los escritos teatrales de Pérez de Aya puede, por lo tanto, hacer su lista con unos y otros, recorriendo sus artículos sin perder de vista sus grandes conceptos, los nudos que hacen tan fuerte su red.

Por todo ello, esta colección de artículos proporciona no solo una perspicaz indagación en el teatro español de su tiempo, sino sobre algunos de los dramaturgos europeos de más impacto entonces –Maeterlinck, Gorki, Wilde, Ibsen–, y todos ellos situados sobre el horizonte de las grandes tradiciones teatrales de Occidente, sobre algunos de cuyos mejores representantes escribió páginas memorables: Eurípides, Lope de Vega, Shakespeare. Su comentario necesitaría un espacio extenso del que aquí no dispongo. Y no solo la literatura dramática atraía su atención sino también el arte escénico en sus múltiples formas. Sus reflexiones sobre géneros como el melodrama, el drama policíaco, la commedia dell’ arte, la pantomima, la danza o las variedades, sobre el arte de los actores y su condición social, la variedad de públicos y sus actitudes o acerca de la crisis del teatro, siguen plenamente vigentes. Quede también para otra ocasión glosar sus ideas al respecto.

Escribiendo estos ensayos, Pérez de Ayala realizó un ejercicio de necesaria pedagogía teatral y cívica. No evocaba en vano el magisterio de personajes como Feijoo, Pérez Galdós o Francisco Giner de los Ríos, españoles tan sabios como discretos. A la postre, todo cuanto pudiera contribuir a erradicar no solo la ignorancia, sino el calamarismo y el babelismo dominantes en la vida española era importante para Pérez de Ayala. Por eso, hoy que nuevamente estas plagas cunden y en particular en el mundo del teatro, resulta oportuno volver a leer estos ensayos, completos y limpios gracias a la diligente labor de Javier Serrano Alonso. Y sin olvidar que son eso, ensayos donde “el ensayista, colocado por razón de la naturaleza adjetiva, de su actividad entre el artista creador y el público, persigue una finalidad que trasciende fuera de su obra, y es la de hacer accesibles las grandes obras substantivas al público, de una parte, y de otra parte, la preparación espiritual del público para que aproveche y asimile las grandes obras substantivas” (Pérez de Ayala 2003: 944).

Esto implicaba para él escribir en una posición verdaderamente incómoda. Veía al ensayista español como a un sastre, cortando, zurciendo y cosiendo el paño, acomodando el vestido al cuerpo que había de llevarlo. Es decir, en su caso, acomodándose al público español, acostumbrado más a vestir en bazares y aun en estado de desnudez edénica que a apreciar la crítica literaria seria. De aquí la dificultad de escribir crítica para él, acostumbrado como estaba al “corrillismo lisonjeador” y a “la pseudocrítica de circunstancias”, pero no a la crítica con alcance estético. No veía fácil censurar los vicios e introducir a la vez ideas estéticas, aunque sin pretensiones dogmáticas. Faltaba público bien dispuesto y abundaban en exceso los literatos españoles poco receptivos, demasiado convencidos de que se bastaban a sí mismos y es que “El literato español cree aún en la inspiración, así como el pueblo español cree aún en la piedra filosofal en forma de lotería nacional” (Pérez de Ayala, 2003: 944).

 

 

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