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6. HOMENAJE

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6.1 · RAMÓN PÉREZ DE AYALA, CRÍTICO TEATRAL


Por Jesús Rubio Jiménez
 

 

Los descartados en el nuevo canon: Pérez de Ayala contra Benavente

Pérez de Ayala iba escribiendo sus artículos sobre el teatro en gran parte al hilo de la actualidad, aunque siempre remitan a las ideas generales que hemos citado antes. Esto explica muchas de las ausencias –Jacinto Grau o García Lorca, pongo por caso– en sus ensayos. No coincidió su difusión con momentos en que ejerciera la crítica teatral.

No deja de ser sorprendente la insistencia y hasta el empecinamiento con que Pérez de Ayala trató negativamente la obra de Jacinto Benavente, por más que era el dramaturgo más aclamado de su tiempo o recibiera el premio Nobel, siendo jaleado por muchos otros críticos. Su distanciamiento de él obedece a razones ideológicas. Es evidente en asuntos clave de aquellos años como la diferente actitud que adoptaron al estallar la Primera Guerra Mundial, donde Benavente se decantó del lado de los germanófilos, mientras Pérez de Ayala fue uno de los más destacados aliadófilos. Benavente no solo se mostró públicamente a favor de Alemania, sino que convirtió los escenarios en púlpito de sus ideas políticas, estrenando en 1916 La ciudad alegre y confiada, donde presentaba a los aliadófilos –encarnados por Arlequín y los poetas– como vanos agitadores frente a quienes estaban dispuestos a defender heroicamente la ciudad como “el desterrado”, en quien se vio una referencia a Antonio Maura y su peculiar patriotismo acrítico y caudillista [fig. 6]. Al reseñar la obra en La esfera el 3 de junio de 1916, Pérez de Ayala censuró esto: que Benavente señalaba el mal de la ciudad, pero era bastante romo al indicar los remedios.

Pero también había una divergencia estética importante: Pérez de Ayala dio en considerar que su teatro era la continuación del naturalismo escénico, que él repudiaba y se cebó en desacreditar su naturalidad. Es llamativo que no se percatara de que su dramaturgia tenía muchos otros registros, como su temprana adopción de novedades simbolistas en las piezas de Teatro fantástico (1893) o cómo después fue tanteando muchos otros registros genéricos, que para nada caben dentro de las fórmulas de la naturalidad que él rechazaba. Así que se dedicó a machacar en el hierro de la naturalidad.

A Benavente no le faltaron valedores como Manuel Machado –que salió justamente en su defensa para protegerlo de los ataques del crítico asturiano– o Enrique Díez Canedo, pero los escritos de don Ramón crearon una barrera de prejuicios para su apreciación, que se mantuvo mucho tiempo. Solo en los años de la posguerra, Pérez de Ayala se avino a suavizar este tipo de afirmaciones cuando reeditó Las máscaras en 1940 con un nuevo “Prólogo” que ha sido comentado por Mariano de Paco (1980).

Respondiendo a los defensores de Benavente, fue justamente cuando escribió la serie de cuatro artículos “El teatro benaventino y mis críticas”, que publicó entre abril y mayo de 1917 en Nuevo Mundo, exponiendo sus reparos a la fórmula dominante del teatro de Benavente, la naturalidad, cuando ya se había avanzado tanto por el camino de la reteatralización como he anotado. Eran, en su opinión, los abusos del naturalismo y la degradación de la teatralidad los causantes de la crisis del teatro y no al revés. Y si al criticar La ciudad alegre y confiada o El collar de estrellas prevalecían las diferencias ideológicas –algo natural en alguien que defendía el carácter educador del teatro- al criticar obras como La malquerida desacreditaba frontalmente la fórmula literaria benaventina consistente en “fidelidad imitativo-alcarreña” volviendo a repetir sus argumentaciones sobre el convencionalismo inevitable de la obra artística:

La creación artística no se concibe que sea copia mecánica de la realidad exterior ni la realidad artística es tal realidad, por doblarse meticulosamente a imitar la realidad exterior. La realidad artística es una realidad sui generis. Las obras de arte son reales o no lo son, viven o no viven, en virtud de un don peregrino de que está dotado el verdadero artista, el don de crear, que no porque se ajusten o aparten del modelo imitado. Para juzgar de la realidad de una obra no necesitamos cotejarla con el modelo, ni siquiera se nos ocurre de primera intención que haya podido tener modelo (“El violín de Ingres”, España, 49, 30-XII-1915).

Y en otro momento:

La realidad artística es una realidad superior, imaginativa, de la cual participamos con las facultades más altas del espíritu, sin exigir el parangón con la realidad que haya podido servirle de modelo o de inspiración; antes al contrario, rehuimos ese parangón, que anularía la emoción estética y concluiría con al obra de arte, o la reduciría a un tedioso pasatiempo.

Sentados estos principios es cuando emitió su opinión sobre los dramaturgos contemporáneos en los que encontraba más logrado este realismo: Pérez Galdós y, en menor grado, los Álvarez Quintero y Carlos Arniches. Volveré sobre los últimos brevemente después. Como algunos se escandalizaron –sobre todo al publicarse en libro estas ideas en la primera edición de Las máscaras (1917)–, Pérez de Ayala sintió necesidad de responder y lo hizo al reseñar El mal que nos hacen. No iba contra Benavente, dirá, sino contra su teatro. Desde sus supuestos antirrealistas, no dudaba en escribir:

El teatro del señor Benavente es, en el concepto, justamente lo antiteatral, lo opuesto al arte dramático. Es un teatro de términos medios, sin acción y sin pasión, y por ende, sin motivación ni caracteres, y lo que es peor, sin realidad verdadera. Es un teatro meramente oral, que para su acabada realización escénica no necesita de actores propiamente dichos, basta con una tropa o pandilla de aficionados. (Pérez de Ayala, 2003: 97).

Esta es la conocida definición ayaliana del teatro benaventino como “valor negativo” por su mal entendida naturalidad, su medianía, perjudicial para la evolución teatral. Para Pérez de Ayala, el valor revulsivo del naturalismo había periclitado por sus propios excesos: escenarios falsamente realistas, actores carentes de capacidad declamatoria, personajes mediocres y cotidianos carentes de cualquier profundidad.

Había que evitar las fórmulas rutinarias tanto en la creación dramática como en la crítica. El teatro de Benavente era el resultado de esa inercia acomodaticia tan frecuente en la vida española, y como en esta la pereza mental y el afán de generalización eran habituales en el público y en la prensa, no era extraño que se aceptara como el no va más. Contra eso era contra lo que se rebelaba en “El teatro benaventino y mis críticas”:

Las más de las obras del señor Benavente no divierten ni conmueven al público. […] A pesar de que las obras no gustaban, algunos periodistas y escritores amigos del teatro del señor Benavente se obstinaban en sostener que las producciones de este dramaturgo son de mérito sobresaliente. En todas partes existe el fetichismo de la prensa, ya que no en materias políticas y sociales, que en esto se ha desacreditado por completo, sino en lo artístico.

En España este fetichismo es singularmente supersticioso, a causa del bajo nivel medio de cultura. Consecuentemente, el buen español semiculto que asistía a una representación de una obra nueva del señor Benavente, bien que le abrumase el tedio, sentíase cohibido y no osaba explayar su fastidio por no sentar plaza de zote. Esto no estaría mal, antes al contrario; el mejor síntoma de progreso en una sociedad es que la voz de los doctos determine una posición inhibitoria y de perplejidad en los ignorantes. Pero el buen español no puede detenerse en este punto, sino que se ve como constreñido a ejercitar sus facultades de generalización y de hipérbole. Si dijera simplemente: “opinan los entendidos que esta obra está bien, aunque yo declaro que no la entiendo. Procuraré ir entendiéndola con atención y buena voluntad”, si dijera esto, al buen español semi-culto se le figuraría que seguía sentando plaza de zote. Entonces el buen español decide mostrarse terriblemente versado en los más recónditos secretos del arte y exclama que la obra es “estupenda, maravillosa, colosal, como nunca se ha visto ni se verá”. Y de una en otra, lo que comenzó siendo mentira, disimulo y estupidez se trueca en enajenación. El señor Benavente ya no es un autor dramático como otros autores dramáticos, sino que es una cosa aparte, excepcional, es el Fénix, es todo el teatro. (Pérez de Ayala, 2003: 516-517).

 

 

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