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6. HOMENAJE

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6.1 · RAMÓN PÉREZ DE AYALA, CRÍTICO TEATRAL


Por Jesús Rubio Jiménez
 

 

Pérez de Ayala no dedicó un ensayo específico a esta novela, convertida poco después por Galdós en su primer gran drama, pero en el texto citado, está en germen una perspicaz propuesta de análisis de sus asuntos medulares: el drama vivido por sus personajes centrales para asumir su particular situación moral tal como han destacado los mejores estudios que se le han dedicado (en particular, Sobejano, 1970).

Su plan de trabajo para realizar un estudio extenso del teatro galdosiano se quedó sin llevar a cabo, pero Pérez de Ayala escribió ensayos sobre algunos dramas galdosianos, por lo que cabe preguntarse si sus análisis los realizó acogiéndolos bajo esta visión general de su poética o si, por el contrario, la traicionó y se traicionó, lo que restaría importancia y tino a su mapa de ruta para transitar por el teatro galdosiano.

Un recuento de los ensayos dedicados a los dramas sobre los que más escribió, permite hacer las comprobaciones necesarias. En primer lugar, que se trataba de crítica beligerante contra el público incapaz de apreciar más que el melodrama y, sobre todo, contra la crítica que no cumplía su misión de educar a aquel público ampliando su gusto y que se quedaba en lo superficial. De aquí que, al comentar el estreno el 28 de febrero de 1910 en el teatro Español de Casandra [fig. 2], acusara a los plumíferos de la prensa de no haberse enterado del alcance del drama, una acusación que se reiteraría en otras ocasiones (Pérez de Ayala, 2003: 21). No en vano consideraría con el tiempo este ensayo el origen y la clave fundamental de su teoría teatral.

En este drama, doña Juana, marquesa de Tobalina, en una decisión inesperada, testa a favor de la iglesia y de Rogelio, hijo natural de su marido, pero con la condición de que este abandone a su amante Casandra y permita que sus dos hijos sean educados, lejos de su madre, en un ambiente con valores religiosos. Cuando Casandra lo sabe, mata a la anciana antes de que pueda modificar su testamento. Su odio a la opresora conlleva su propia ruina.

Actualizaba Galdós un viejo tema griego para introducirlo en el debate de su tiempo, suscitando intensa polémica con sus peculiares tesis (Hualde Pascual, 2003). Frente a quienes tacharon la obra como “pesada”, Pérez de Ayala manifestó en la revista Europa el 6 de mayo de 1910, que le producía “la sensación de una gigantesca majestad y magnífica grandeza” oír a doña Juana Samaniego por su entereza y la firmeza de sus convicciones (Pérez de Ayala, 2003: 21).

Incidía en que lo fundamental era mostrar cómo Galdós contraponía diferentes mundos morales –“Yago y doña Juana Samaniego son microcosmos, pequeños universos morales, representan un sentido de la vida” (22-23)– y que era sustancial la confrontación entre el mundo contemplativo de ella y el mundo activo de sus sobrinos. Dos mundos que entraban en colisión, porque la actitud contemplativa de la primera suponía la extinción de la especie, mientras el vitalismo de los segundos, su propagación. El fondo del drama era la confrontación entre la esterilidad social y la fecundidad social, pero los criticastros no se enteraron y se limitaron a señalar que la obra resultaba “pesada”.

Continuaban vivos los prejuicios que habían acompañado los estrenos de los dramas galdosianos desde Realidad en 1892 y que se agudizaron en casos como Los condenados, cuyo estreno dio lugar a una sonada polémica y a que don Benito escribiera un duro prólogo contra la intolerancia de cierta crítica, acusándola de ignorante y adocenada, incapaz de valorar lo nuevo. Cuando se repuso este drama en 1915, Pérez de Ayala no perdió la ocasión de insistir en sus comentarios precisamente sobre este asunto en España el 9 de abril (Pérez de Ayala, 2003: 465-469). Más que sobre Los condenados, hizo un apuntamiento de su concepto del teatro, a la par que volvía a atacar la crítica teatral dominante porque era incapaz de apreciar el verdadero alcance de la pieza. Y hasta retomó algunos párrafos de Troteras y danzaderas donde había expuesto su idea de la tragedia, donde consideraba que era imprescindible se presentara un proceso de purificación que preparara para la tolerancia y la justicia (Amorós, 1973).

Para Pérez de Ayala, Los condenados pertenecía a este género. Cada personaje era una fatalidad enfrentado a otros, y lo que se dirimía en escena eran las contradictorias maneras de ser en España, abocadas al choque. Con lo cual –añado– nos acercamos al dominio del melodrama y a lo que este tiene de enfrentamiento de personajes que encarnan ideas opuestas. La crítica debiera indicar, en opinión de Pérez de Ayala, este mensaje, en lugar de perderse en detalles anecdóticos, y que el dramaturgo inclinaba en la solución dada al conflicto a la tolerancia y a la justicia, transmitiendo un hondo contenido ético. Un proceder que le salvaba de caer en el melodrama.

Por si su argumentación no hubiera quedado clara, volvió a reiterarla en las semanas siguientes en Nuevo Mundo, empeñado en mostrar que la reposición de Los condenados era un acontecimiento nacional, porque suponía una revisión de la espiritualidad española, siendo el resto anecdótico, aunque críticos como Ignotus en La Correspondencia de España eran incapaces de verlo, limitándose a realizar apreciaciones de gusto, quedándose en lo superficial (Pérez de Ayala, 2003: 471-473 y 475-478). Trataba de colocarse en el mismo horizonte en el que siempre consideraba a Galdós: como creador de conciencia con sus grandes personajes (476). Su idea del escritor canario era que, al estar dotado con el don divino de la creación, concentraba un caudal de experiencia y sapiencia casi imposible de acumular en una sola vida, y la vertía en sus creaciones, insuflándoles a sus personajes una grandeza que les otorgaba un peculiar sentido, resultando que Los condenados “se resuelve en una emoción religiosa pura, que es la emoción estética más alta” (477). Galdós formaba parte del grupo de escritores universales que él consideraba fundamentales –no andaba lejos de los planteamientos de Carlyle en Los héroes y de las ideas de Clarín sobre los hombres de calidad– y en consecuencia interpretaba sus obras por elevación, sin perder el tiempo en detallar su argumento y yendo a estratos más hondos.

El carácter militante de los artículos teatrales de Pérez de Ayala sobre Galdós hace que un elevado porcentaje de su espacio lo ocupen diatribas contra el mal gusto del público y la incapacidad de cierta crítica para orientarlo y mejorarlo, mostrando su genialidad creativa. Y solo otra parte es crítica dramática, dedicada a mostrar a los lectores los conflictos que Galdós proponía a los espectadores para su educación cívica. Ya no se trataba de dramas de costumbres contemporáneas, sino de verdaderas parábolas dotadas de un sentido trascendente. De aquí que recurriera a la presentación modernizada de la tragedia Alceste de Eurípides para ofrecer a través de la reina de Tesalia un “ejemplo y cifra de abnegación sublime”, un “alma candorosa y poética que ilumina las edades remotas”, válida ahora para sus contemporáneos, según confesó en la nota “A los espectadores y lectores de Alceste”, publicada en El Liberal cuando la estrenó (citado en Merino, 2007).

Un asunto recurrente de la obra galdosiana, y en particular de su teatro, que había alcanzado una de sus mejores formulaciones en La loca de la casa, el crítico asturiano lo analizó en “El liberalismo y La loca de la casa” (Pérez de Ayala, 2003: 39-58) [fig. 3]. Ofreció allí rehilados, una vez más, los asuntos que vengo exponiendo, partiendo de una admirada presentación de don Benito como “el más grande español de nuestros días” (39), equiparable a Cervantes, a quien lo comparaba, presentándolos a ambos como dos altas montañas mellizas separadas por tres siglos (40). Volvió a exponer su tesis acerca del novelista y dramaturgo como ser excepcional y dotado de genio y en consecuencia capaz de crear (45). Más aún, afirmaba que el espíritu liberal y la facultad de crear vienen a ser lo mismo (46), ya que buscan ambos la parte positiva de las cosas, mientras que el espíritu conservador no es creativo sino censor.

En la concepción de todas las grandes obras se muestra operativo algún aspecto del espíritu liberal. Para ejemplificar esta tesis eligió La loca de la casa porque mostraba bien los mecanismos del espíritu liberal entendido como una fuerte aspiración hacia una colmada plenitud y resultando sus mejores representantes aquellos que llevan más lejos su propia fatalidad (42-43).

En La loca de la casa se muestra destacado el aspecto económico del liberalismo llevado a su extremo en Pepet, quien, con su gran egoísmo, no piensa sino en acumular riquezas, ya que “El egoísmo es la voluntad de vivir, de robustecer y afirmar la propia personalidad” (51). La manifestación más elemental de este egoísmo es el apetito, que es la base de la salud física, el cuidado por la robustez del cuerpo, la Eugenesia. Sin el egoísmo germinador y voluntarioso no puede darse civilización próspera, y sin ella no hay cultura del espíritu, sólida y satisfactoria. El progreso moral consistiría en no engañarse y en no engañar, precisamente por egoísmo, ya que de la mentira vendría el fracaso.

Para Pérez de Ayala, Pepet es sincero, digno, honrado, esclavo de su palabra que le hace ser rígido en su comportamiento para no traicionarla. Pero Pepet “no presentía el tránsito del egoísmo al altruismo; de la moral social a la moral de conciencia. No había llegado a desentrañar la gravedad de que el bien propio es solamente síntesis y trasunto del bien común. Pepet se precipitaba, sin sospecharlo, en el ostracismo, en el aislamiento, en la irreligiosidad” (56).

 

 

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