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6. HOMENAJE

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6.1 · RAMÓN PÉREZ DE AYALA, CRÍTICO TEATRAL


Por Jesús Rubio Jiménez
 

 

De ser así, habría logrado cumplir lo que en su reflexión general sobre el teatro de don Benito había planteado: su carácter de autor popular –es decir, capaz de penetrar en la personalidad del pueblo español, requisito que consideraba indispensable para poder hablar de arte popular– y, a la vez, preocupado por los grandes problemas de la humanidad, es decir, escritor universal.

Las dificultades para la aceptación del teatro galdosiano nacían de la existencia de un público plebeyo, pero no popular, incapaz, por lo tanto, de comprender la tragedia y el drama, apto solamente para el melodrama, lo anecdótico. En su conferencia “Galdós y la tolerancia” (1929) concluía, tras analizar la falta de tolerancia en la sociedad española como consecuencia de la falta de diálogo:

Hay que llegar a que los jóvenes españoles duerman con un libro de Galdós bajo la almohada, que yazgan, en edad fecunda, con la tolerancia, madre del conocimiento. Entonces, España conquistará el mundo del espíritu. Pero no hasta entonces (Pérez de Ayala, 2003: 464).

Esta era para Pérez de Ayala la significación profunda del drama galdosiano y de su obra entera: una sucesión de parábolas en las que entran en confrontación diferentes moralidades particulares, pero buscando que al final de cada parábola se extraiga una lección de moralidad social tolerante. Era así como Galdós buscaba la eficacia social de su teatro, haciendo que tuviera una posible eficacia política sin que fuera en detrimento de su calidad ética, como han señalado una y otra vez Sobejano (1970, 1978, 1996) o Doménech (1974). No le importaba acercarse a los procedimientos del melodrama porque debajo de la anécdota siempre acababan aflorando los conflictos humanos más hondos, que los acerca al dominio de la tragedia. Haber visto con nitidez la tensión con que conviven melodrama y tragedia en el teatro galdosiano es lo que dota de mayor singularidad a las críticas teatrales ayalianas. Remiten a su manera de entender el arte escénico sostenida con tenacidad contra viento y marea, contra quienes no veían en el teatro sino una mera diversión.

Pero no solo estaba interesado en el gran maestro, sino que siguió los avatares del nuevo teatro con pasión, discriminando entre quienes teatralmente significaban algo y quienes no. El dramaturgo en el que creyó encontrar propuestas escénicas más avanzadas fue Valle-Inclán. Tardó más en escribir sobre su teatro por una sencilla razón: porque tardó más en ponerse en escena, como el de Unamuno. Siguió, sin embargo, sus escritos y acertó a ver que todo su mundo estaba concebido con una visión de la vida teatralizada. Aun sin extender a la totalidad de su vida y de su producción el concepto –un estudio de su teatralidad biográfica nos llevaría muy lejos–, resulta muy revelador para su teatro, del que decía. “toda su obra está concebida sub specie theatri. Estudiar a este autor como dramaturgo significa nada menos que desentrañar, trozo a trozo, la unidad genesíaca de toda su obra” (Pérez de Ayala, 2003: 155).

Destacaba como aspectos fundamentales a estudiar lo que llamaba: Resonancias, Clasicismo, Sentido de presencia, Dinamismo, Antipsicologismo y Diálogo. Como tantas veces, su proyectado estudio extenso del teatro valleinclaniano quedó sin ser realizado, pero la crítica posterior ha realizado con bastante detalle el estudio del Dinamismo –sobre todo referido a sus farsas y al esperpento–, el Antipsicologismo –que recalca la artificialidad consciente de sus dramas– y el Diálogo, confirmando que la hipótesis de trabajo de Pérez de Ayala era adecuada.

En todo caso, el planteamiento ayaliano se sustenta en una consideración no solo de lo literario sino de otros aspectos y por eso valoraba bien la importancia del dinamismo de la acción o el antipsicologismo, que es otra manera de referirse al naturalismo y otras formas de realismo mimético, negándolos. No menos sagaces eran sus apreciaciones genéricas sobre obras teatrales que había tenido ocasión de leer en el momento de redactar este ensayo, en particular: Voces de gesta (tragedia), La Marquesa Rosalinda (farsa), Cuento de abril (drama poético) y La cabeza del dragón (comedia infantil).

Con el termino Resonancias se refería a que “El autor es tanto más original […] cuanto más remotas son las resonancias que en él se concentran” y sugería estudiar “Resonancias del teatro helénico y shakesperiano” (Pérez de Ayala, 2003: 156). También en este aspecto ha habido contribuciones parciales importantes en la exégesis del teatro de Valle-Inclán, yendo más allá del debatido asunto de las “fuentes”. No se trata de estas sino de su capacidad evocadora, que en la dramaturgia madura de Valle-Inclán se fueron acentuando cada vez más. Quizás sea más fácil explicarlo con un ejemplo. En 1911 publicó en España Nueva su crónica “El rey Lear”, glosando la célebre pieza de Shakespeare. Tras resumir su contenido y aludir a su significación se acercaba a su trascendencia en otros autores diciendo:

Ved este King Lear, tema eterno y dijérase mágica levadura, que si cae en buena masa la infunde reciedumbre y excelencia, eternas también. Un artista le rinde homenaje; y como que le rey le dice en respuesta: “Dondequiera que me pongas allí estará lo más granado de tu cosecha”. Interpretadlo como queráis, reproducidlo como se os antoje; este rey Lear tiene una eficacia vital tan grande que, como él mismo aseguró, cada pulgada de su cuerpo es rey, y una sola se basta para saturar de magnificencia el caudal en donde lo disolvierais. Hacedlo, si os place, rey Lear de los ogros franceses, o de la estepa rusa, o de las montañas gallegas, o de las casas de huéspedes, o de la nobleza española; y sois quienes lo hacéis Zola, Turgueneff, Valle-Inclán, Balzac, Galdós. Aquí tenéis vuestras obras capitales: La tierra, El rey Lear de la estepa, Romance de lobos, Le Père Goriot, El abuelo.

Amigos míos, escojamos temas eternos. (Pérez de Ayala, 2003: 803).

Hace algunos años, estudiando desde los planteamientos ayalianos el primer teatro de don Ramón tuve ocasión de señalar cómo la literatura y las otras artes forman parte en su escritura no solo de la conciencia del narrador cuando se trata de relatos, sino que impregna la conciencia de los mismos personajes. Se ven a sí mismos referidos a modelos literarios, son vistos por los otros con el filtro de sus lecturas (Rubio Jiménez, 1997).

Cuando Pérez de Ayala se refría al Sentido de presencia de los personajes lo hacía a la “Visibilidad de las figuras” (Pérez de Ayala, 2003: 156), a cómo evocan a personajes de larga tradición literaria y no solo en los casos evidentes del donjuanismo de Don Juan Manuel Montenegro o El marqués de Bradomín, sino muchos otros como en el caso citado unas líneas más arriba del rey Lear. Además, ya desde su primer teatro, los personajes tienen tendencia a comportarse teatralmente, adecuando el gesto, poblando su discurso de referencias teatrales. Viven de y en la literatura y en las otras artes. Es decir, desde el comienzo su artificialidad es manifiesta. Su “arte sintetizante”, como llamó Greenfield a su búsqueda de armonía de contrarios, hará que en una misma obra se detecten conformando verdaderos pastiches diferentes modelos. Y como cultivó la reescritura y diferentes modalidades de autocita, aún se acentúan más su artificialidad y antinaturalismo consciente. Con la serie de términos con que Pérez de Ayala definió provisionalmente su plan de análisis estaba tratando de fijar un esquema operativo para dar cuenta de todo esto. Y de aquí que afirmara también que su dramatismo era de los modernos –Shakespeare, La Celestina, el teatro español– que se funda más en una expansión por el espacio por una coincidencia en el tiempo, participando en consecuencia “del afanoso caminar de la novela” (Pérez de Ayala, 2003: 157).

Respecto al diálogo, insistía en su falta de naturalidad, a la vez que en su excelencia, con dos registros que le llamaban la atención, lo que llamó “dialogo platónico, en que el locuente está creando expresiones inauditas, puesto que tiene que expresar ideas y sensaciones originales” y “el diálogo popular, en que la boca del individuo es como un tubo de órgano, que respira del mismo pulmón que a todos los demás tubos hace cantar u gemir, diálogo que traduce ideas, sentimientos y expresiones universales, acendradas y pulidas por los siglos, en el cual cada miembro o locución suena a proverbio, a letanía y a versículo. El héroe dramático debe acercarse a la elocuencia elevada de Platón, el coro, producirse en lenguaje de sabor milenario. Así en Sófocles. Pienso que esta intuición se trasluce en el diálogo de Valle-Inclán (como también en D´Annunzio), señaladamente en lo tocante al diálogo popular. (Influencia ruralista galaica y resonancia de la Celestina en Valle-Inclán)” (Pérez de Ayala, 2003: 157-158).

Son ideas que había explicado mucho mejor en 1913 tras una sugestiva lectura de El embrujado, insistiendo en que, aunque pareciera paradójico, su diálogo artístico producía una impresión de ser más natural que el diálogo espontáneo. Este resulta inartístico y lo que a Pérez de Ayala le interesaba era resaltar era justamente la calidad artística. Lo hacía recordando a los trágicos griegos, con su concisión tan alejada de esas mil complicaciones y tanteos que componen la conversación de todos los días, o sea, el diálogo preartístico:

En el diálogo de los trágicos griegos todas las frases, aun aquellas que traducen simples voliciones o el desarrollo de la acción, tienen un carácter sentencioso, como si pudieran ser convertidas en proverbios o saludables normas de conducta para la vida. Y aquí radica, precisamente, la sustancia del diálogo teatral (Pérez de Ayala, 2003: 947).

De esta manera dejaba abocetadas sugerencias que, insisto, solo hay que lamentar que no desarrollara más aplicadas al análisis de obras concretas. Las reticencias del teatro español para estrenar piezas de Valle-Inclán no le dio oportunidad de comentar espectáculos. Al igual que con Pérez Galdós, iba a achacar su ausencia de los escenarios no a la calidad de las piezas, sino al mal gusto del público, encabezado por unas autoridades arbitrarias capaces de prohibir las funciones del Teatro de la Escuela Nueva donde se iban a programar a Pérez Galdós, Unamuno, Grau o Valle-Inclán. Se quejaba de que “Los españoles estamos habituados a que las autoridades no razonen sus actos. Pues bien, el primer postulado de la vida política de la vida en comunidad es este: que el que obedece necesita saber a dónde conducen las disposiciones del que ordena” (Pérez de Ayala, 2003: 702). La vulgaridad de aquellas autoridades impedía acceder a estas nuevas dramaturgias y, por lo tanto, que se avanzara en la educación estética de los ciudadanos españoles.

Pérez de Ayala no tuvo escrúpulo alguno en apostar por el teatro de Valle-Inclán, consecuente con la reflexión que acabamos de exponer. Según él, era el dramaturgo verdaderamente moderno de su tiempo en España. Se representara o no, era un asunto diferente y por eso, hablando de la crisis teatral en 1927, no dudaba en escribir:

Aunque la mayoría de sus obras no se hayan representado, quiero mencionar a Valle-Inclán, porque presumo que, andando el tiempo, ha de reinar en la Talía universal como creador de un género suyo propio y se le conceptuará como uno de los autores más recios, refinados y progresivos de su tiempo. (Pérez de Ayala, 2003: 983).

En 1961 respondió a una encuesta sobre el teatro de Valle-Inclán. Seguía considerándolo “magnífico, superior”. Seguía sosteniendo que su vigencia dependía de la educación que tuviera el público, esto es, de que fuera realmente público y no plebe. Veía al público madrileño “intoxicado por estupefacientes dramáticos, unos de importación y otros de industria nacional, que le han venido infectando asiduamente, con miras a la taquilla. El único contraveneno sería la crítica. Pero en España no puede haber crítica, porque de madrugada, con urgencia, y a la media hora de haberse estrenado una obra teatral, ni el propio Aristóteles podría hacer una crítica” (Pérez de Ayala, 2003: 570).

 

 

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