El teatro, siempre el teatro.
(El Teatro Independiente y la comedia en el siglo XXI)
Cristina Santolaria Solano
Página 5
Con música, la letra mejor entra
Tomando como ejemplo la exitosa e imitada Castañuela 70, en los últimos años, las gentes del TI han recurrido al modelo del teatro musical, normalmente, en su vertiente más popular (revista, copla, pasodoble, etc.), aunque modificados sus signos y, por supuesto su finalidad (Rodríguez 2003: 290), para realizar una dura crítica de las circunstancias político-sociales de la España del momento. En general, los montajes musicales acometidos por personas vinculadas al movimiento renovador del final del franquismo se sirven de la música y del humor para hacer más “digestiva” la disección del poder, pero también de los problemas de una sociedad que se deja manipular, e, incluso, de aquellos que, teóricamente, van de más comprometidos. Sus formas son antirrealistas, muchas veces farsescas e, incluso, grotescas, de modo que evidencian la falsedad de nuestro entorno.
Imitando la bisoñez técnica y artística de la obra de los 70, Juan Margallo y Moncho Alpuente estrenaron, en 1996, Castañuela 90. El desmadre nacional, con los “supervivientes”, según el programa de mano, de los antiguos Tábano y Las Madres del Cordero, ahora convertidos en Las Abuelas del Cordero (Fig. 22). En este montaje, frente al anterior, se hicieron evidentes los nombres de los autores, director, reparto, etc. Los tiempos son muy otros y la creación colectiva ya no se lleva. Este espectáculo se volvía a reír de todo, incluidos ellos mismos. Dejemos que sea Juan Margallo quien explique la evolución del espectáculo:
Mucho ha llovido desde entonces y ya no somos los que éramos, ni las cosas están como estaban y, sin embargo, mucho de lo que se decía sigue dando la risa, como si el tiempo no hubiera pasado o será que la condición humana tiende a repetirse o disfrazarse, porque es el caso que hemos tenido que hacer un esfuerzo para no incluir más de tres “sketches” y cuatro canciones de la vieja Castañuela 70 en la nueva Castañuela 90 […].
Si tantos ingredientes pasaron de una Castañuela a otra es porque muchas de las circunstancias que impulsaron el nacimiento de la primigenia pervivían un cuarto de siglo más tarde. Pese a ello, por el escenario aparecieron la OTAN, la corrupción del gobierno socialista, las pateras, la presión de Alemania en la Unión Europea,… todo contado con mucho humor, de modo que captaron a los públicos nostálgicos de la obra del tardofranquismo, pero también a las nuevas generaciones.
En 2009, y también como rememoración de un espectáculo de Karraka de 19841, se repuso Bilbao, Bilbao, al ritmo de revista musical y con buena parte de su elenco original, entre ellos el transformista La Otxoa (Fig. 23). Como señaló Ramón Barea, director del espectáculo y actualizador del mismo, se introdujeron temas de la actualidad bilbaína del siglo XXI, sin traicionar las historias que figuraron en el montaje de los 80. Como novedad, la música en directo. Y de fondo, la historia fundacional de Bilbao en la que se intenta “desdramatizar” un hosco paisaje que, en 2009, está marcado por la profunda crisis económica, sin que falten los banqueros, la curia, la ría, la contaminación, las fuerzas del orden o las “bilbainadas”.
De diferente estilo, pero revestida de una enorme carga crítica también enraizada en el momento presente, es la comedia Misiles melódicos, de José Sanchis Sinisterra, coproducida por varios teatros públicos en 2005 y dirigida por David Amitín. La música la puso Gabriel Sopeña. Por medio de una fábula inverosímil en la que se caricaturiza a los personajes y se enturbia o ridiculiza los mecanismos del poder, se pone al descubierto el negocio de las armas en nuestro país, un tema del que raramente hablan los medios de comunicación y en el que están involucrados, según Sanchis, casi todos los estamentos. Pero esta historia está presentada entre cuplés, milongas, rap o música clásica. Entre las risas, con un enfoque brechtiano, una dura realidad que nos parece inverosímil, pero que es muy real, aunque irreal sea el final de la comedia, cuando aparece el Séptimo de Caballería para impedir que se acabe con el negocio armamentístico.
Sin embargo, si alguien domina el arte de la comedia musical en la que no falta una cierta mirada crítica, ese es el colectivo Dagoll Dagom, nacido en 1974 pero cuyo lanzamiento definitivo se produjo cuatro años más tarde con Antaviana. En lo que va de siglo, la compañía ha repuesto algunos de sus grandes éxitos: El Mikado, La noche de San Juan y Mar i Cel, y ha estrenado Cacao (2000), con música de Santiago Auserón y en el que subyace el tema de los transterrados; Poe (2002); la opereta de Offenbach La Perritxola (2003); Aloma (2008), basada en la novela de Mercè Rodoreda y que pone en escena la doble moral burguesa; La familia irreal (2012), espectáculo en el que se punto de mira en la monarquía española (Fig. 24); Scaramouche (2016), sobre el heroico enmascarado que defenderá al pueblo francés de la tiranía de la aristocracia, y Maremar (2018), basada en Pericles, rey de Tiro, de Shakespeare, con música de Lluís Llach. La historia de Pericles es enmarcada como la narración que se le cuenta a una niña en un campo de refugiados para de enseñarle que la vida está llena de pérdidas y de naufragios, los mismo que, por otra parte, impulsan a seguir adelante. En su repertorio no falta el musical infantil, acometido, en 2021, con Bye, bye Monstre.
Unas notas definitorias más
He dejado para el final una serie de rasgos que, tangencialmente, se han ido viendo a lo largo de estas páginas. En primer lugar mencionaremos, como característica bastante recurrente, la presencia de personajes corales que comparten protagonismo, del mismo modo que, en los grupos independientes, “todos hacían de todo”, desde actuar a descargar la furgoneta. Pensemos en todas las obras de Els Joglars o de Dagoll-Dagom, de las que hemos hablado, y en las que, a veces, un reducido número de actores se multiplican en cientos de personajes. Y qué decir del sinfín de invitados que asisten a Campanadas de boda o al funeral de ¡Adiós, Arturo!, de La Cubana, incluido el público asistente a los espectáculos.
¿Y no fueron corales La cena de los generales o Los conserjes de San Felipe Neri, de José Luis Alonso de Santos? O las compañías que dieron vida a Lope y sus Doroteas, de Amestoy, y Fiesta de farsantes, de Alonso de Santos, o Clasyclos, de Margallo y Martínez. Y aunque el número de actores no pase de media docena, cómo comparten protagonismo los personajes de Bartolomé encadenado, de Sanchis, o ¡Hay motín, compañeras!, de Alberto Miralles. Sin duda estos modos de hacer tienen estrecha relación con el elevado número de personas que componían los grupos independientes, aquellos grupos en los que todo el mundo se responsabilizaba de las diferentes labores teatrales, tanto artísticas y técnicas, como logísticas. Como los actuales modos de producción imponen elencos mucho más reducidos, cruzarnos con elencos de entre cinco y diez actores es toda una heroicidad que solo se permiten aquellos locos por el teatro.
Derivado del entronque de estas comedias con los llamados géneros menores, es una constante en las mismas la presencia de unos personajes, y, por lo tanto, de un lenguaje, populares: por sus páginas desfilan cómicos, pobres cómicos de ayer y de hoy; pícaros, actuales y del pasado; perdedores de mil guerras, históricas y cotidianas; indigentes, reales o metafóricos, a los que la sociedad expulsa de su seno por todo tipo de causas; o personas mayores, que ya se sienten “fuera de juego”, etc. Todos ellos expresan, en un lenguaje realista y coloquial, unas preocupaciones concomitantes, o casi, con las del público que comparte sus historias. Y todos ellos, ya desde Buenalma o ¡Viva el duque!, son mirados con simpatía y comprensión por los autores. Los tonos farsescos, satíricos e, incluso, sarcásticos, son utilizados para la caracterización de los personajes que, de alguna forma, ostentan el poder o son presentados como los “triunfadores”.
A estas alturas a nadie se le escapa que la comedia escrita por todos aquellos que velaron sus armas en el mundo de las artes escénicas en el llamado TI, es una comedia crítica. Los autores se sirven de la risa como recurso que les permite acercarse a públicos amplios, pero no solo con la finalidad de hacerles “pasar el rato” de una forma divertida, finalidad también muy lícita, sino para abrirles los ojos ante lo que puede parecer una realidad amable y complaciente.
Finalizo señalando algunas otras comedias del grupo de autores aquí revisados, cuyos rasgos, en cierto modo, escapan de los arriba mencionados, con la excepción de esa enorme carga crítica que acabamos de señalar como determinante del teatro, cualquiera que sea su género, que practican. Digamos, por otra parte, que pese a su contundente contenido humorístico, se sitúan en un territorio “fronterizo”, muy en el filo de la navaja, del género que denominamos comúnmente comedia.
Los protagonistas de Margaritas para los cerdos, de Fermín Cabal, son una madre e hija que subsisten en la más absoluta indigencia pero que, además, son objeto de abusos por parte de otros personajes que viven casi en sus mismas condiciones, aunque ostentan un “mísero poder”. Esta obra breve de Cabal, que dice haber escrito porque le “salía de la bilis” (2015: 16), presenta una terrible y dolorosa situación en la que casi nadie es inocente, salvo la hija que, con su ingenuidad, que raya el absurdo con sus comentarios sobre el rey y el estamento político, incita a la carcajada, aunque una carcajada que deja un poso de amargura, la misma cómica amargura o demoledora comedia que se vislumbra en algunas de las Pequeñas piezas desoladas, de Guillermo Heras, donde, a veces, con grandes dosis de humor negro (Amor perro, Cosméticos, Abismo) presenta retazos de vida con sobredosis de realidad. Tremenda es, así mismo, la ficción o premonición ofrecida por Vitalicios, de José Sanchis Sinisterra, cuyo subtítulo Sainete negro, ya dice mucho sobre el texto (Fig. 25). Tres grises y tristes funcionarios, encerrados en el 5º subsuelo, Sección Asuntos Sub-legales, del Ministerio de Cultura, tienen encomendada la misión de “tachar” a los artistas, beneficiarios de subsidios, en una época de recortes económicos y de derechos sociales que no nos resultan ajenos. Una mirada demasiado ácida y una crítica demoledora compensadas por un humor kafkiano que nos “hace reír por no llorar”.
En este terreno fronterizo, aunque por diferente motivo, encuadraríamos Palabrarismos, de Ramón Barea, “espectáculo experimental de humor subrealista”, a medio camino entre el teatro y el cabaret literario, o también definido en el programa de mano de su estreno en 1995 como un “concierto de palabras” o un “desconcierto de palabras” (Fig. 26 y Fig. 27). Sea lo que sea, su forma es la de una conferencia en la que se desgrana la historia del lenguaje, sirviéndose de un sinfín de juegos de palabras, en los que los significados denotativos y connotativos se enredan y cruzan en un alarde de ingenio inteligentísimo y cómico. Los intérpretes, como hemos visto en casos anteriores, se sirven de las canciones para subrayar los aspectos más críticos, aspectos que se ceban, con frecuencia, en el uso del lenguaje por parte de los políticos. Juan Margallo y Petra Martínez, en Adosados, tomando como base la lectura de un periódico, “comentan” los temas de actualidad: la emigración, los tránsfugas, la seguridad ciudadana, etc., a la par que “hablan de lo que les da la gana” (la declaración de la renta o la historia de España). En un diálogo que roza el absurdo porque nunca sabemos quién es quién y qué defiende cada uno, se ofrece, en forma aparentemente improvisada, una crítica ácida cuya esencia en absoluto se ve desvirtuada por el componente cómico.
1 En 1975 Cómicos de la Legua ya había estrenado, también con dirección de Ramón Barea, Vivir por Bilbao.