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Regar la poesía dramática

Manuel Barrera Benítez

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4. Conclusión

En conclusión, el teatro –en todos sus sentidos– ocupa un lugar trascendental en la carrera de este polifacético humanista cuya obra se revela con una fuerte coherencia y profundidad dramáticas a pesar de que, con frecuencia, la forma dramática misma, crucial, sea puesta en entredicho en su dimensión más tradicional, pues sustituye y reemplaza actualidad por pasado, diálogo por monólogo o lo interpersonal por lo personal; entendiendo la literatura como un uso especial del lenguaje, pero también como una forma de entendimiento humano y sin desvincularse nunca del todo del sistema clásico –consciente de que sin él su obra no hubiera existido.

Su mirada, irónica y distanciada, resulta siempre personal, interesante, profunda; pues presta atención a la complejidad del mundo moderno en un admirable equilibrio con lo clásico, ofreciendo el teatro como lo que es: interpretación de la realidad, no realidad misma ni sustituto de ella. Declaraba a Jesús Angulo y Francisco Llinás:

Si cuando Tejero asaltó el Congreso de los Diputados hubiera triunfado el golpe de una manera definitiva, hoy sería narrada aquella peripecia como una hazaña épica. Y el narrador suprimiría los momentos ridículos. Como el hecho no tuvo consecuencias demasiado brillantes, se narra en sus justos términos: como un sainete bufo (Fernán-Gómez, 1993: 189-191).

Fernando Fernán-Gómez mantuvo intacta hasta el final de sus días la idea de esa trivialidad cierta de que la vida es teatro, como se deduce, por ejemplo, de su última novela, El tiempo de los trenes, altamente teatral en todos los sentidos y dedicada “a todos los jóvenes que hoy aspiran a ser actores y actrices” (Fernán-Gómez, 2004). El autor, que demostró ya su amor por el teatro y por la escritura dramática con tan solo diecisiete años (El guiñol de Papá Dick), jamás se rindió en su empeño de regar por todos los medios posibles la poesía dramática, un género que le permitía el desarrollo de las palabras escritas con la intención de que fuesen habladas y también el estudio del lenguaje no verbal, cuyos significados serían imposibles al margen del englobante que supone el discurso teatral; pues, si bien el lenguaje constituye el sistema más importante de la comunicación humana y es el más preciado por el autor, sabía perfectamente que las palabras no lo son todo, sino que solo establecen el comienzo de la comunicación.

La poesía dramática se revela, pues, como la esencia de todo su trabajo: un punto de partida y un punto final en su larga trayectoria, en la que desarrolló todas las vías de la teatralización, desde el mero juego de imaginación del que gustaba de pequeño –cuando inventaba historias que interpretarían las personas que conocía– hasta su labor como excelente dramaturgo profesional o guionista y dramaturgista para la radio, el cine o la televisión; una poesía dramática siempre incardinada en su tiempo, pero sin olvidar la fuerza que el teatro puede extraer de la colisión de épocas y del anacronismo.

Su interés por el teatro era tan grande que lo impregnaba todo. Daba igual cuál fuera el origen de la anécdota. Dominaba en él la necesidad de la visión dramática y, en consecuencia, su capacidad de dotar de forma teatral a aquello que previamente no la tenía, conectando así con la esencia del barroco español –que veía en el teatro no un modo más de expresión artística, sino el protoarte de su tiempo– y, una vez más, con su admirado Cervantes –quien, a pesar de ser uno de los grandes fracasados del teatro español, jamás renunció a su pasión por el teatro ni a su deseo de ocupar un destacado puesto entre los dramaturgos de su tiempo y en la propia historia del teatro.

En definitiva, el teatro posibilitaba también a Fernando Fernán-Gómez crear un cauce en el que discurriera su declarado amor por la oralidad de los textos (la palabra escrita con la intención de que fuese hablada), un cauce con frecuencia desbordado por su sorprendente y fino humor y por lo acertado de su ironía crítica, rasgos todos ellos que salen fortalecidos en ese jugueteo constante con el lenguaje, de comicidad simple, vitalista y, sobre todo, muy teatral, como en la mejor tradición costumbrista española, siempre salpicada de ironía, tragicómica y grotesca; siempre a la búsqueda de la intensa exigencia comunicativa con el receptor, en una ósmosis constante entre lo hablado y lo escrito, utilizando preferentemente las estructuras del idioma común y respetando las construcciones fáciles para reproducir el ritmo del pensamiento, pero sin renunciar a su amor por la palabra escrita ni a la recuperación de la poesía en el lenguaje, añorante tal vez de esas otras épocas históricas en las que la poesía dramática ocupó la cima de la jerarquía poética, dio sus mejores frutos y cultivó las más hermosas flores de unas huertas y unos jardines muy agradecidos por el alegre riego de quienes los mimaron con el fin de producir el milagro musical de las palabras:

El secreto de las conciencias solo puede revelarse en el milagro musical de las palabras. ¡Así el poeta cuanto más oscuro, más divino! La oscuridad no estará en él, pero fluirá del abismo de sus emociones que le separan del mundo. Y el poeta ha de esperar siempre en un día lejano donde su verso enigmático sea como diamante de luz para otras almas de cuyos sentimientos y emociones solo ha sido precursor. El poeta debe buscar en sí la impresión de ser mudo, de no poder decir lo que guarda en su arcano, y luchar por decirlo, y no satisfacerse nunca (Valle-Inclán, 1995: 88-89).

También Fernando Fernán-Gómez –como Valle-Inclán o como Lorca, que siempre defendieron la importancia de un teatro poético, de verdaderos escritores especializados no en el verso sino en lo específicamente dramático– mimó y regó con cariño y tesón nuestra poesía dramática. Trabajó con esmero para que quedaran evidentes las virtudes de sus obras e invocó a la suerte para que sus pequeños defectos pasasen inadvertidos, sin perder la esperanza de que tanto el público de su tiempo como la posteridad encontrasen los valores deseables en cuanto cultivó.

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