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Regar la poesía dramática

Manuel Barrera Benítez

Página 5

3. Qué será del teatro

Planteado todo lo anterior, ¿qué deseaba expresar el autor cuando escribía aquello de “aguardamos el nacimiento de un nuevo manantial que riegue el yermo de la poesía dramática”?

Yo veo parte de la respuesta no tanto en la verdad absoluta de lo expresado (que supondría que la literatura dramática española contemporánea es un verdadero desierto, verdad discutible si tenemos en cuenta la gran cantidad de nuevos dramaturgos, la variedad de estilos y tendencias y la excelencia de nuestros autores) cuanto en la expresión subjetiva del autor queriendo significar y hacer patente su deseo vehemente de que lo más preciado por él –la poesía dramática– no se viese nunca debilitado ni puesto en entredicho por ningún otro medio de cuantos han competido con lo teatral a lo largo de nuestra historia más reciente (especialmente, la de los últimos cien años) y hoy –añadiríamos– agravado por un exceso de digitalización, reuniones y relaciones telemáticas y confinamientos que impiden que se produzca presencialmente la verdadera magia del teatro, la insustituible experiencia de gozar y aprender (no solo intelectualmente) de la comunión teatral.

Fernán-Gómez era muy consciente de la competencia del cine –algo más que evidente, por ejemplo, en el guion radiofónico-novela-película El viaje a ninguna parte: “La competencia del cine ya era muy dura para los espectáculos teatrales”, dice Carlos Galván ya en el primer capítulo de la novela. “Yo no trabajo literatura dramática, Galván. Tiene poca salida”, le dice su amigo, el librero Juan Conejo, en el último de los capítulos (Fernán-Gómez, 2001, 19: 213).

También era muy consciente de la competencia de otros medios de comunicación y, en especial, de la televisión –con la que el espectáculo dejó de ser acontecimiento para convertirse en algo cotidiano que tiene lugar en el salón de nuestra propia casa–; asumiendo, sin complejos, la necesidad de renovación teatral, pues dejaba de tener sentido el teatro de décadas anteriores, según comentaba a su amigo Haro Tecglen: “Desde por la mañana, la radio y la tele nos están contando lo que en épocas anteriores no se podía contar de ninguna manera, y por eso el teatro era una coartada” (Fernán-Gómez, 1997: 58).

Fue precisamente el crítico Haro Tecglen, hace ya casi cuarenta años, quien subrayó cómo Fernán-Gómez se salía en sus obras de la sintaxis dramática más ortodoxa, utilizándola de una manera no convencional: “Esta sintaxis se hace universal en nuestro tiempo por las nuevas vías de la teatralización: el cine, la televisión, el vídeo, el spot publicitario” (Haro Tecglen, 1985: 19). Es decir, que para el propio Fernando Fernán-Gómez era más que evidente que la teatralización había dejado en parte de tener su centro indiscutible en el teatro-teatro y recorría con fuerza las denominadas por su amigo otras o nuevas vías de la teatralización, entre las que habría que citar hoy ya no solo las mencionadas entonces, sino todo un mundo de nuevas posibilidades que se ofrecen también en medios como el videojuego.

Está claro, pues, que Fernando Fernán-Gómez entendía la poesía dramática en sentido amplio. De hecho, la cita completa que preside este artículo dice: “La gente del teatro y del cine aguardamos el nacimiento de un nuevo manantial que riegue el yermo de la poesía dramática” (Fernán-Gómez, 1995a: 167) y es indiscutible que el cine influyó siempre en el teatro de Fernán-Gómez, tanto en su estética en general como en el sentido predominantemente realista de su teatro.

En esta línea, Fernán-Gómez afirmaba no saber la utilidad concreta del género y aseguraba haber escrito siempre textos literarios influidos tanto por el cine como por el teatro. Muy rotundas sonaban las palabras con las que repondía a un joven escritor que le pedía consejo:

Le digo la verdad: que yo de teatro sé muy poco, menos que cualquier crítico, que cualquier profesor de instituto, que cualquier empresario, que cualquier animador cultural… La experiencia me ha enseñado muy pocas cosas útiles, porque todo cambia tan de prisa… Cuando escribo obras de teatro me cuesta muchísimo estrenarlas; incluso me ocurre como a él, me es difícil saber si son obras de teatro o no lo son (Fernán-Gómez, 1987a: 90).

No establecía ninguna profunda diferencia entre obra de teatro y guion cinematográfico (excepto la denominación que el creador pusiera en la primera página, debajo del título) y consideraba el cine no como algo distinto a la poesía dramática y mucho menos como algo opuesto a ella, sino como un modo de expresión de esta, quizá –para él y para el tiempo que le tocó vivir– el más eficaz de todos.

Era como si aspirase a eliminar la diferencia teatro-cine y cualquier diferencia genérica. Escribía Umbral en el prólogo a El viaje a ninguna parte:

Fernando escribió para la radio una novela cinematográfica sobre el teatro, reuniendo así todos los géneros narrativos posibles, como es habitual en él, que sin duda practica la filosofía, aunque nunca se la haya formulado, de que el género es el hombre (Umbral, 1991: 1).

En cualquier caso, sabía Fernando Fernán-Gómez que el arte dramático no tiene fuerza para contrarrestar otras influencias más poderosas. Así lo expresaba en El actor y los demás: “No puede la poesía dramática –ya sea en el cine, en el teatro o en la televisión– convencer a un espectador de que modifique su conducta moral” (Fernán- Gómez, 1987a: 36) y opinaba que actualmente, como a principios del siglo XVI, estamos en un momento de transición teatral en el que es obvio que se desea algo distinto –aunque todavía no sepamos qué.

Según Fernán-Gómez, deberían ser los poetas, los cómicos y los hombres de teatro en general quienes tendrían que buscar y encontrar las respuestas necesarias, quizá –como se desprende de su parábola El nombre del teatro– acercando el teatro más a la vida, haciéndolo más atractivo para el público y no necesariamente imponiéndolo como un producto de prestigio histórico, presumible índice del nivel cultural de los países.

Por eso, aunque se debatía constantemente, en una suerte de bamboleo continuo entre lo popular y lo culto, lo libresco y lo castizo, entre la necesidad de agradar –pues se negaba a concebir un espectáculo que aburriese al espectador– y la nostalgia del intelectual –que buscaba solo el favor del público escaso, pero profesional–, vencía siempre en él la necesidad de transmitir algo vivo, la necesidad de teatralizar y contar las cosas como si estuviesen ocurriendo en ese preciso momento: “A mí me gustaría llegar al espectador y, al mismo tiempo, hacer aquello que a mí me gusta” (Fernán- Gómez, 1993: 226).

Y, como se ha dicho, a pesar de haber vivido la época posmoderna, Fernando Fernán-Gómez creía necesario tomar partido por unos valores en detrimento de otros. En este sentido, le preocupaba que los dramaturgos del futuro inmediato estuviesen sin ideas para fundamentar su obra. Y aquí tal vez podríamos encontrar otra posible y plausible interpretación de eso del yermo de la poesía dramática.

En este sentido, supo soportar los embates del teatro eminentemente espectacular. Echaba de menos el teatro de palabra y su reconciliación con la imagen, así como esas otras épocas, ya pasadas, en que el teatro se nutría clara y directamente de disciplinas tan rigurosas como el psicoanálisis, el marxismo o el existencialismo y lo mismo se alimentaba de la ética ibseniana que de los complejos freudianos sin riesgo de ser declarado trasnochado. Escribía, por ejemplo, en Desde la última fila Fig. 19:

El pensamiento de Freud era en sí teatral, se prestaba a sorpresas, demostraba que los cuerdos eran locos, y los locos, cuerdos.

[...]

El existencialismo, sobre todo la angustia existencial, aportó a la poesía dramática, además de los bellos melodramas de Sartre, el teatro del absurdo, en el que, a través del esperpento y el disparate, el azar y la necesidad, volvían por sus fueros al margen de toda coherencia, y con Samuel Beckett llegaban a alturas trágicas (Fernán-Gómez, 1995a: 166).

En cualquier caso, recuperó Fernán-Gómez la importancia de la imaginación para el teatro, la necesidad de un teatro que, como el mejor de los clásicos, no lo dé todo hecho, sino que provoque la colaboración activa del espectador y que, sin olvidar la exégesis utópica de la realidad, sin dejar de estar incardinado en ella, sin dar la espalda a nuestro mundo, se dirija y afecte, al mismo tiempo, a todos nuestros sentidos… Porque era de los que creen que “una pregunta puede abrir un camino, y una respuesta muchas veces lo cierra” (Fernán-Gómez, 1995a: 21).

También intentó evidenciar la confusión que sufrimos –y en la que incurre incluso el diccionario– mezclando los conceptos de memoria y fantasía, como se desprende de este pasaje de una de sus más emotivas novelas, en la que por cierto vuelve a religar la noble y guerrera fantasía con la traidora realidad y a considerar al escritor como un fisgón:

—“Fantasía. Facultad que tiene el ánimo de reproducir por medio de imágenes las cosas pasadas o lejanas, de representar las ideales en forma sensible o de idealizar las reales”.

Doña Benigna y Mariana se miraron perplejas un instante, varios instantes. Al cabo del prolongado silencio, Mariana dijo espontáneamente:

—No he entendido nada. Me he quedao como estaba: a la luna de Valencia.

—Sí, mujer… –mintió con voz dudosa doña Benigna. Está bastante claro –y leyó de nuevo–: “Facultad que tiene el ánimo de reproducir por medio de imágenes las cosas pasadas o lejanas…”.

Interrumpió Mariana.

—Pero eso ¿no es la memoria?

—¿Qué quiere que le diga? Me parece que no le falta a usté razón… (Fernán-Gómez, 1995b: 243-244).

Sus textos –caracterizados por contener una reflexión general sobre el ser humano, por poner el acento en la palabra poética y la importancia del lenguaje (era claramente un enamorado de la palabra que aspiraba a través de ellas –y a pesar de ellas– a comprender el género humano) y por estar siempre interesados por temas de los que todavía hoy en día se tiene muy poca información científica (el amor, la creatividad, la autorrealización)–, apuestan por un modelo humanista con algo de pesimismo existencialista, muy reconocible este último matiz en esa especie de neohumanismo de raíz agnóstica y atea –como el de Sartre– que le llevaba a subrayar las tendencias más irracionales de la conducta humana y las dificultades de autorrealización en nuestra masificada, burocrática y deshumanizante sociedad. Y, sin embargo, su doctrina no era finalmente pesimista, sino que se revela en ella –como en la obra de Albert Camus– ese fuerte compromiso que da sentido y valor a la vida.

Fernán-Gómez erigió al ser humano en el centro de su universo creador, intentando deducir sus potencialidades interiores. Y, así, es frecuente que sus personajes se dediquen a buscar el mejor modo de vida posible dentro siempre de una época de profundos cambios en la que se cuestionan las costumbres, creencias y tradiciones y en la que, como consecuencia, la persona –como los hombres y mujeres de nuestro presente– vive confusa, víctima de una tensión espiritual y emocional profunda.

El dilema humano, que con frecuencia se resuelve bien abandonando la búsqueda de la propia identidad y encontrando más o menos satisfacción en la identificación y conformidad a ciegas con el grupo, permite, sin embargo, la lucha por la definición del propio ser, algo reservado a aquellos que tienen el suficiente valor para romper todo tipo de ataduras y aceptar la consiguiente soledad que ello implica. Y, en este sentido, nada es de extrañar la añoranza profunda del deseo expresado por Fernando Fernán-Gómez; deseo de los auténticos, como escribía en El arte de desear, de aquellos que no son de otros, sino verdaderamente nuestros, como su constante deseo de escribir (Fernán-Gómez, 1992: 233-237).