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Regar la poesía dramática

Manuel Barrera Benítez

Página 4

2. La esencia del autor teatral

Resulta, pues, indiscutible que cuando Fernando Fernán-Gómez se decidió a escribir por primera vez optó por el teatro y que cuando lo hizo por segunda vez y definitiva, también; que cuando no escribió teatro, tampoco se olvidó de él, cultivándolo a través del cine, la radio o la televisión, esas nuevas vías de la teatralización que permitían que la literatura dramática se fuera erigiendo como eje, al constituir la esencia de todo su trabajo creador, un punto de partida y un final de su larga y diversificada trayectoria profesional; y que su sima más profunda –como la de cualquier verdadero apasionado del teatro– se hallaba en su vocación de pensar y de sentir en forma dramática, en la representación, apostando una y otra vez en sus creaciones de cualquier signo por la temática teatral y con frecuencia afectando a la estructura misma de sus producciones, eminentemente teatrales en el más amplio y profundo de los sentidos; todo ello en consonancia con lo que ha escrito Eduardo Pérez-Rasilla sobre los dramaturgos del último cuarto del siglo XX:

Sus piezas aparecen impregnadas por el humor y por la ironía, y el relativismo sustituye a la visión absolutista de la verdad única, el postmoderno juego del culturalismo y la intertextualidad es una de las consecuencias que derivan de esta manera de entender la literatura dramática. Así, nada tiene de extraño que la metateatralidad se convierta en un elemento recurrente y que se escriban abundantes piezas sobre teatro dentro del teatro (Pérez-Rasilla, 2003: 28-56).

Aun así, pese a todo lo expresado más arriba, soñaba Fernando Fernán-Gómez –como se ha dicho– con el nacimiento de ese nuevo manantial que regase el yermo de la poesía dramática, consciente de la paulatina pérdida de importancia e identidad del autor teatral en nuestro tiempo y de la falta de verdadera ilusión y emoción entre los espectadores. Él mismo confesó en numerosas ocasiones no asistir apenas al teatro durante las últimas décadas de su vida, como así lo dijo, por ejemplo, en la conferencia pronunciada el 13 de abril de 1999 en la Filmoteca Española:

Y doy una última información para jóvenes y extranjeros: me considero retirado del teatro hace dieciséis años.

Reconozco que todos estos datos no son muy útiles para aumentar la cultura del auditorio, pero, por lo menos, les ayudarán a conocer a una persona.

Según acabo de recordar, soy un actor retirado del teatro. Solo volvería a él como actor por necesidades económicas, no por otra razón. Me gusta escribir para el teatro. Admiro a los actores de teatro. Me habría gustado ser escenógrafo (lo que más me atrae del teatro es la literatura teatral y los decorados). Pero solo el hambre me obligaría a subir a las tablas (Fernán- Gómez, 2021: 257).

Fernando Fernán-Gómez era consciente de que lo que define la participación en teatro es la relación entre ilusionismo y distancia estética y también de que estas no constituyen dos formas alternativas o excluyentes, sino que la relación entre ellas es copulativa. Por encima de todo, el autor se consideraba un ilusionista que trabajaba para expresar y comunicar sus referentes interiores hallando, con frecuencia, la máxima ilusión no en el disimulo de la teatralidad, sino en la potenciación de esta, pues –como escribe Anne Ubersfeld– “el ‘teatro en el teatro’ dice no lo real, sino lo verdadero” (Ubersfeld, 1989: 37).

Sus historias no siguen una progresión lineal ininterrumpida, sino que se fragmentan en cuadros narrativos autónomos –recordando el montaje de secuencias cinematográficas– y su teatro –como su cine– tiene el pudor de la estética: “Huyo de lo demasiado bonito […] En seguida me parece que he caído en el anuncio” (citado por Umbral, 1996: 30).

Aunque le preocupaba, sobre todo, la dispositio u ordenación de los acontecimientos (“una de las pocas cosas que sé: que, según Aristóteles, lo más importante en la poesía dramática es la ordenación de los acontecimientos; que eso la diferencia de la lírica, de la épica” –Fernán-Gómez, 1987: 90–), resulta evidente su tendencia a la estructura circular, al final no cerrado o a la diversificación de finales, creando la sensación de continuidad, de vida en movimiento, de amalgama de tiempos diversos que se superponen en la mente del personaje que, siempre desde el presente, vive no solo en este tiempo, sino también en el pasado y en el futuro, en una especie de retorno, de eco de vida, que avanza en una suerte de girar ahondando. Escribía el propio autor hablando de Del rey Ordásy su infamia en Edad Media y modernidad:

El efecto –que no solo en esta obra, sino en muchas otras, algunos pueden considerar defecto– de dos o tres finales superpuestos al que podría considerarse primer final, o posible desenlace, es totalmente deliberado. Y pretende difuminar el final, dar un poco la sensación de que no hay final definitivo, de que nada termina y de que podrían, si se tratase de la vida real y no de un espectáculo, seguir superponiéndose finales uno a otro hasta llegar al infinito. O al “eterno retorno”. No un “eterno retorno” en el sentido filosófico, sino una modestísima vuelta atrás se insinúa en el último final, cuando el trovador recita el mismo romance que recitó al principio” (Fernán-Gómez, 1985: 55-56).

Sus personajes presentan una clara tendencia a la creación a partir del oxímoron, entendido no como mera figura retórica, sino como principio de procedimiento básico y fundamento de la teatralidad, debido a su naturaleza esencialmente dialógica, de unión de contrarios. En la novela Capa y espada Fig. 17, por ejemplo, dice de Juan de Tassis, conde de Villamediana: “como todos los hombres geniales, aunque es varón, tiene también algo de mujer y algo de niño” (Fernán-Gómez, 2001: 196). Se trata, pues, de personajes que tienden a la caracterización múltiple –más sustanciales que funcionales, nunca rectilíneos–, vehículos para plantear el problema de la identidad personal y también el de la relatividad de la verdad.

Fernán-Gómez reflexionaba sobre cómo, en la realidad, nadie quiere ser conocido de manera cierta y que por eso en evidencia nos encontramos mal, mientras que con máscara nos sentimos menos ridículos. Dice en El actor y los demás Fig. 18: “Existe una convención, una regla del juego, según la cual las máscaras no se ven, no existen. Pero el oficio de farsante consiste en exhibirlas, en anunciarlas; y no solo en eso, sino, lo que es más grave, en demostrar que un ser humano puede quitarse una y ponerse otras” (Fernán-Gómez, 1987a: 49).

Huía, sin embargo, de ofrecer lecciones morales y se preocupaba más por los efectos sobre el lector-espectador, convencido de que el que una obra sea ideológicamente correcta no implica que suponga logro estético alguno. Aunque consideraba que la política es, en gran medida, teatro (pues ofrece cotidianamente dramas, comedias, farsas e incluso tragedias, sainetes y hasta esperpentos) y que el oficio de comediante y la profesión de político tienen mucho que ver (y que quizá por ello, históricamente, los políticos, que se parecen demasiado a los cómicos, hayan prohibido con frecuencia el teatro), temía a la política arguyendo no entenderla y detestaba también la carencia de aliento poético de los políticos.

Rehuyendo la antinomia folletinesca de buenos y malos, retrató finamente las contradicciones humanas y hurgó en las pequeñeces y las mezquindades de nuestra vida cotidiana, situándose –como Chéjov o como Valle-Inclán– entre la melancolía y la ironía, entre la elegía y la sátira; captando la gran paradoja de las costumbres –cuya obligación consiste precisamente en cambiar–; volcándose sobre los grandes temas y motivos de la tradición –reconociendo humildemente su labor como continuador de ella– y presumiendo de una especie de humorismo doméstico muy en sintonía con la obra de Wenceslao Fernández Flórez, Arniches y los comediógrafos de la denominada otra generación del 27. A su juicio, eran tres los “elementos característicos de nuestra amada nación, de nuestra singular cultura: el disparate (Goya, Ramón Gómez de la Serna), el esperpento (Valle-Inclán, Solana) y la tragedia grotesca (Arniches, Tejero)” (Fernán-Gómez, 1995a: 282).