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Regar la poesía dramática

Manuel Barrera Benítez

Página 3

En Pareja para la eternidad, la primera obra de teatro que dio a conocer y de la que se sentiría orgulloso toda su vida, Fernán-Gómez ahonda, al modo pirandelliano, tanto en el problema de la verdadera personalidad del individuo como en la problemática de la creación artística y lo hace a través de unos personajes que continuamente se analizan y luchan por no dejarse anular, rompiendo el concepto de cuarta pared y poniendo en entredicho la idea de Verdad a través de una actitud humorística que le permite la descomposición de las ilusiones dominantes y, por ende, la crítica.

Buscó con ella el autor la sintonía con el teatro europeo sin olvidar la esencia del teatro nacional ni de las nuevas corrientes de pensamiento, en un claro esfuerzo de modernización. Pero Fernán-Gómez –lo mismo que antes le había ocurrido, por ejemplo, a Unamuno– no fue capaz de lograr por aquellas fechas grandes textos dramáticos ni un modelo dramatúrgico influyente y fundacional de la estela a seguir; lo que comenzarán a vislumbrar, de algún modo, los comediógrafos de la denominada con posterioridad Otra Generación del 27, destacando entre ellos el trabajo de Miguel Mihura y de Enrique Jardiel Poncela:

Lo nuevo, el hecho diferencial básico en el teatro de humor de Jardiel Poncela con respecto al teatro cómico anterior –sainete arnichesco, juguete cómico, astracán de Muñoz Seca– radica, en primer término, en la atemporalidad del conflicto de los personajes y tipos, del “escenario”, superando así todo casticismo, regionalismo o populismo; en la destipificación del lenguaje, que no refleja categoría social alguna; en el encadenamiento de situaciones inverosímiles, a partir de una situación base igualmente inverosímil –el autor solía llamarla “corpúsculo originario” o “célula inicial”–, encadenamiento sometido, sin embargo, a una lógica rigurosa; en la dosificación de la comicidad en el lenguaje –chiste fonético, juego de palabras, equívoco, etc.– y en la diversificación de la comicidad de situación (Ruiz Ramón,1992: 274).

Pero con la prematura muerte de Jardiel, en 1952, y la normalización progresiva del teatro de Mihura, claramente depurado hacia la comedia burguesa de evasión, la renovación del teatro español por el humor llegaba a una suerte de callejón sin salida.

De este loable esfuerzo de renovación y del intento de estos dramartugos de hacer prevalecer un buen teatro cómico –aún con sus trompicones; sus grandes éxitos y sus estrepitosos fracasos– quedaría, no obstante, un gran poso de referencia para la posteridad y para el caso concreto de Fernán-Gómez supondrían una constante fuente de inspiración, pues no debemos olvidar la admiración y el respeto que siempre profesó nuestro dramaturgo al que consideraba su mentor teatral, Jardiel Poncela –“el hombre que más hizo por mí en mis comienzos” (Fernán-Gómez, 1999: 274)–, ni tampoco las adaptaciones que realizó de varias de las obras de Mihura, caso de Sublime decisión llevada al cine bajo el título de Solo para hombres (1960) Fig. 3 o de la película Ninette y un señor de Murcia (1965), a partir de la obra homónima del gran autor de Tres sombreros de copa Fig. 4.

Triunfaría entonces el denso teatro de acento trágico de Antonio Buero Vallejo, quien con el rotundo éxito de su Historia de una escalera, en 1949, lograría finalmente la feliz renovación a través del drama, abriendo la puerta a las sucesivas olas de dramaturgos realistas que jalonarán la segunda mitad del siglo XX y entre los que el propio Fernando Fernán-Gómez se reconocerá posteriormente; pues los postulados del teatro de Buero Vallejo –en perfecta sintonía con el teatro comprometido francés de la época– tuvieron gran predicamento y, más allá de la polémica entre posibilistas y rupturistas, sacarían definitivamente al teatro español del marasmo de la posguerra, abriendo un nuevo camino entre el realismo y el simbolismo, es decir, siguiendo la estela –ahora sí, por fin, tras varios intentos desde finales del siglo XIX– de la ambivalencia típica de los grandes dramaturgos naturalistas europeos: Ibsen, Strindberg, Chéjov...

El término “generación realista” es acuñado en 1962 por José Monleón en la revista Primer Acto (revista que Monleón fundó en 1956 y que cosntituye el mejor documento para la historia del teatro español durante el franquismo). Junto a Antonio Buero Vallejo y Alfonso Sastre, Monleón incluye los nombres de Ricardo Rodríguez Buded, Lauro Olmo, Carlos Muñiz y José María Rodríguez Méndez. En el mismo artículo califica a José Martín Recuerda de cultivador de un teatro literario. En este grupo generacional, Antonio Miralles incluye a Domingo Miras y Agustín Gómez Arcos y también, aunque lo considera un caso aparte, a Fernando Fernán-Gómez (: Ragué-Arias, 1996: 268).

El mismo Fernán-Gómez dejó constancia por escrito de lo que consideraba los muchos méritos del teatro de Antonio Buero Vallejo e incluso llegó a reconocerlo como su verdadero maestro en el terreno de la autoría teatral: “Pero mi maestro de verdad fue Buero Vallejo. Aquella alusión constante a los conflictos de nuestro tiempo, mientras narraba una anécdota de épocas remotas, me parecía el mejor medio para soslayar la censura cuando uno tenía algo importante que decir” (Fernán-Gómez, 1987b: 92).

Llegamos así, tras años de alejamiento de la escritura propiamente teatral (pero nunca del teatro) a la que podemos denominar segunda etapa dramática del autor, el período de madurez que el propio autor definiría como la mejor etapa de su vida, “la primavera en pleno otoño”:

La década de los setenta y la de los ochenta son también los años más ricos, teatralmente hablando, para Fernán-Gómez, su “primavera en pleno otoño”. Sin renunciar a su personalidad, recorre los caminos más transitados también por otros muchos autores de la época: se adentra en el teatro histórico, indaga los problemas de la vida cotidiana, utiliza la ironía y el humor como ingredientes para la crítica social y se lanza al mundo de las versiones teatrales de obras pertenecientes a otros géneros.

Su faceta de escritor a partir de los años setenta ha ido ocupando un espacio propio y público en gran parte propiciado este hecho por su reencuentro con el amor, su mejor verano (“un poco tardío, pues me llegó en pleno otoño”) tras su relación con Emma Cohen (Barrera Benítez, 2008: 75).

Por eso, aunque siempre se le considere como autor atípico e inclasificable, podríamos afirmar que Fernando Fernán-Gómez encaja perfectamente –tanto cronológica como ambientalmente– en el bloque de dramaturgos señalado por César Oliva que se dieron a conocer en torno al período 1973-1977, “con escasos o poco significativos estrenos anteriores y que sí lograron un puesto en la escena española tras la consolidación de la democracia” (Oliva, 1989: 433). Sin olvidar que Fernán-Gómez también presenta una fuerte conexión –por edad y generación– con otros autores colocados por el mismo crítico en un grupo anterior: los que estrenaron antes del período señalado y sufrieron los rigores de la censura, los realistas y el nuevo teatro español.

En cualquier caso, Fernando Fernán-Gómez entra en ese grupo de autores que se iniciaban o consolidaban como dramaturgos durante los años setenta y, así, a partir de 1975 asistimos al verdadero despertar de Fernando Fernán-Gómez como dramaturgo. Después de más de veinte años conteniendo la vocación (o desarrollándola por otras vías, como la dirección de teatro o cine), escribiría a partir de ahora –coincidiendo con la efervescencia de un país que daba, de manera brillante y entusiasta, carpetazo a casi cuarenta años de dictadura– sus mejores obras de teatro, las de mayor éxito y repercusión.

No editó ni estrenó las obras que componen el conjunto de Relámpagos (Las grandes batallas navales, Anuncios, El lenguaje, Pájaros enloquecidos y Amor por metros cuadrados), que suponen el retorno decisivo al teatro de un creador que ingresa en la edad madura en tiempos de la primera democracia y del posmodernismo y que, como tal, religará el cierto desencanto del mundo –propio de la edad en que se encontraba– con la idea posmodernista imperante entonces de dominio del subjetivismo, la arbitrariedad y el relativismo.

Pero con obras como La coartada Fig. 5 (accésit al Premio Lope de Vega en 1976) y, sobre todo, con Las bicicletas son para el verano Fig. 6, Fig. 7 y Fig. 8 (con la que al año siguiente conseguiría dicho premio) alcanzó enorme éxito; lo que le dio la seguridad para desarrollar y estrenar otras como Los domingos, bacanal; Ojos de bosque Fig. 9, Fig. 10 y Del rey Ordás y su infamia Fig. 11 y Fig. 12. Escribe Mª José Ragué Arias:

Fernando Fernán-Gómez se revela como autor dramático en 1982 con Las bicicletas son para el verano, obra que parece ser, en cierto sentido, un ejemplo de la validez de la obra de la generación realista en nuestros días. Las bicicletas son para el verano, escrita en 1976 y estrenada en 1982, es una nueva visión de aquella mítica Historia de una escalera de Buero Vallejo que en 1949 señaló el inicio de la nueva generación del teatro moderno español. No era esta la primera obra del autor, pero sí la que le valió el reconocimiento público y el premio Lope de Vega. La obra es la crónica de los perdedores de la Guerra Civil a partir del retablo que ofrecen las familias que constituyen la historia de una escalera, sus distintas generaciones. El tiempo transcurre para unos personajes de la clase media en el Madrid asediado durante la guerra. La comida va convirtiéndose en una obsesión que deja aflorar a la superficie los defectos y virtudes de los personajes, unos personajes que siguen vivos en el Madrid de 1982 cuando se estrena la obra en el Teatro Español bajo la dirección de José Carlos Plaza (Ragué-Arias, 1996: 38).

Se dio, pues, aquí su mayor contribución al ya no tan yermo páramo de la poesía dramática española, que vivía un verdadero resurgir, destacando entre las razones de ese boom teatral, de esa gran eclosión (además de la recién estrenada democracia o como consecuencia de ella): la abundancia de festivales teatrales –como el Festival de Otoño de Madrid–, la creación de grandes compañías nacionales –como la Compañía Nacional de Teatro Clásico bajo la dirección de Adolfo Marsillach–, la apuesta por un repertorio amplio y diverso –incluidos grandes textos no representados hasta la fecha, como El público de Lorca–, la reconversión del Centro de Documentación Teatral, la nueva regulación de los estudios de Arte Dramático o la gran política de premios teatrales y subvenciones, según ha sido ya estudiado en publicaciones muy diversas por numerosos analistas como José García Templado (El teatro español actual), Eduardo Galán (Reflexiones en torno a una política teatral), Fermín Cabal (La situación del teatro en España) o Alberto Miralles (Aproximación al teatro alternativo); por citar solo algunos ejemplos, además de los ya señalados anteriormente. Yo mismo, haciéndome eco de todo ello, también lo referí en mi libro Teatro para el siglo XXI. Los autores de la Nueva Dramaturgia Malagueña al ver que un efecto parecido se producía en el ámbito local.

Y entramos, así, en el final de siglo, la década de los noventa, donde parece que se remansan las estructuras tras la marea posmodernista y se consolidan las nuevas apuestas y generaciones de dramaturgos que, ya sin complejo alguno, riegan el florido campo de la que siempre fue, históricamente hablando, una rica literatura dramática, la del país de La Celestina o el descomunal Siglo de Oro.

Y, como si de un nuevo Lope de Vega se tratase, Fernando Fernán-Gómez ya no se dedicó exclusivamente a recoger flores de aquí y de allá (dejándose llevar por el impulso de que lo que la naturaleza acierta sin el arte es lo perfecto), sino que, aceptada su madurez, se dedicó a cultivar con esmero las escogidas plantas, valores ahora más tradicionales y seguros: el terreno más que abonado de la picaresca y el humor, por un lado, en la década de los noventa, y el no menos fértil del Quijote de Cervantes, que Fernán-Gómez versionaría recurrentemente durante los últimos años de su vida, ya a comienzos de este nuevo siglo XXI.

Fernando Fernán-Gómez tocó, pues, todas las tendencias dramáticas propias de las trayectorias que se consolidaban durante la democracia: la de los versionadores de obras pertenecientes a otros géneros, la del teatro histórico, la que abordaba sobre todo los problemas de la vida cotidiana y la del teatro de humor. Y, con frecuencia, mezcló todas o varias de esas tendencias en muchas de sus obras revelando la coexistencia de diversas formas o estilos y sin apartarse nunca de su habitual mirada distanciada, su natural escepticismo y su fina ironía.

En los últimos años de su vida, el prestigio de Fernando Fernán-Gómez como dramaturgo fue respaldado, además, por los diferentes premios de teatro recibidos, entre los que destacan, además del ya logrado Premio Nacional de Teatro, el Max a la mejor adaptación teatral por su Lazarillo de Tormes en 1998 y el Max al mejor autor teatral en castellano durante tres años consecutivos por: Defensa de Sancho Panza Fig. 13 en 2003, Las bicicletas son para el verano en 2004 Fig. 14 y Morir cuerdo y vivir loco Fig. 15 y Fig. 16 en 2005; gran satisfacción para un autor que diferenciaba con claridad el drama del teatro, la categoría dramática de la categoría escénica, lo que expresó con nitidez en su emblemático ensayo Impresiones y depresiones:

Se ha dicho muchísimas veces, y nadie lo pone en duda, que una obra teatral no adquiere su verdadera identidad hasta que no sube al escenario y allí los actores le dan vida, la convierten en acción, en drama. Si esto no ocurre, la obra no llega a ser teatro, se queda en literatura dramática. Pero también se ha dicho, y no con menos razón, que en el escenario es donde el autor, que permanece fuera de él, puede ser traicionado; y perder la obra su entidad (Fernán-Gómez, 1987b: 104).