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«Un Desnudo Rojo coronado de espinas azules»:
dimensión crística e influencias de El pastor,
de Eduardo Marquina, en el teatro de Federico García Lorca

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3. «La tierra y yo. Mi llanto y yo»: otros ecos en el ruralismo dramático

Lorca era bien consciente de que la tragedia rural era un género bastante prolífico en la escena española desde principios del siglo XX: un conflicto amoroso —tremendamente impulsivo y primario— protagonizado por gentes del campo que se debaten entre el deber y el deseo, lo prohibido y lo casto, en un ambiente que eleva a la máxima potencia las pasiones humanas llevando al extremo a los personajes y abocándolos a la destrucción cruenta y visceral que contesta a un conflicto generalmente de honra —fortísimamente arraigada, por otra parte, en la imaginería popular—. Sin embargo, no fecharía su primera composición de este cariz hasta 1933, con Bodas de sangre. En el caso de las tragedias rurales Marquina, según Mario Hernández, no llegarían más que al «convencionalismo dramático […] cuyo final se vuelve previsible a partir de una justicia poética», mientras que Federico «entendía que la realidad era superior a la ficción» (1989: 23-24). Por otro lado, Yerma, la Novia o Adela no dejan de tener «un claro antecedente en el drama poético rural de Marquina, donde la carga dramática de las piezas escénicas gira en torno a personajes femeninos» (Hernanz, 1995: 266), como por ejemplo en La ermita, la fuente y el río (1927) o Salvadora (1929). Nos encontramos, por tanto, con un referente y una vía dramática rural que Lorca toma como modelo con el fin de dar sus propias pinceladas: García-Posada hablaba así «de relación en tanto que estímulo, de incitación», pero «no en términos de dependencia» (1980: 59) entre Lorca y Marquina.

3.1. Pasiones y sexualidad violenta. El drama rural en Lorca y Marquina

Si Marquina ya había tenido mucho que ver con el primer estrepitoso estreno de García Lorca de 1920 y en el posterior de Mariana Pineda en 1927, no solo volvería a tender puentes con la subida a las tablas deBodas de sangre, esta vez en 1933 20, sino que también se establecen lazos de unión con El pastor.

El que para José-Carlos Mainer es «el más lírico de los tres dramas» —recordemos la triada rural de Lorca: Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba— y «el que más conserva la huella de los mejores dramas rurales de Benavente y Marquina, que Lorca conocía bien» (2010: 588), tiene su primera reminiscencia de El pastor en el ineludible triángulo amoroso, tan predilecto de este género. Sin embargo, lo que nos interesa especialmente es que entre los vértices de los triángulos de una obra y otra podemos atisbar simetrías: Magdalena-Novia, ambas de carácter penitente, se muestran enamoradas del robusto carácter de Dimas-Leonardo, equidistantes en lo que respecta a una naturaleza pasional e indómita; sin embargo, las jóvenes están comprometidas con hombres a quienes no quieren; Andrés y el Novio son diametralmente opuestos a sus contrincantes, pues uno y otro tienen un proceder pusilánime impulsado por una personalidad lastimera. Sin embargo, frente al sacrificio redentor de Andrés y el consiguiente éxito del plan de fuga de Magdalena y Dimas en El pastor, la huida de la Novia con Leonardo será inútil: la Novia, que se ha autoimpuesto la norma apolínea, vuelve al pueblo, «sin azahar y con un manto negro» (García Lorca, 1989: 167). Su rendición pasional tendrá como resultado la muerte de los vértices masculinos del triángulo: Novio y Leandro se ejecutarán recíprocamente con un cuchillo, lo que demuestra la violencia que caracteriza a los dramas rurales y que también permeará el asesinato por estrangulamiento perpetrado por Tomás el Rico en El pastor.

Siguiendo a Hernanz, los prototipos de los que parte Lorca son «seres femeninos que se debaten entre el instinto y el deber, encorsetados por la honra, en una atmósfera asfixiante» (1995: 266), y es precisamente esta la relación la que se ha establecido entre la Novia y Deseada, deLa ermita, la fuente y el río (1927) 21, en cuanto a sus dimensiones de heroínas trágicas, al igual que ocurrirá con Yerma. Hablamos en ambos casos de mujeres-símbolos de la pasión embravecida y el deseo insatisfecho e imposible.

El amor, aleatoriamente injusto, se despierta en Deseada, que se enamora perdidamente de un imposible: Manuel es el novio de su hermana menor. La joven se debatirá entre la contención que supone proteger maternalmente a Lucía y el dar rienda suelta al erotismo desbordado que siente por Manuel. Lucía y Deseada, huérfanas, son amparadas por Lorenzo —‘coronado de laureles’— que pretende a Deseada y que, a su vez, ha sido protector de Manuel desde niño. Para Huerta Calvo y Peral Vega, esta obra «culmina el proceso de ambientación decadentista iniciado por Marquina con El pastor» (2003: 2290), pues Deseada —que se sacrificará por su hermana— se corresponde con aquel Andrés que habría renunciado a su vida por la felicidad de Magdalena (Fig. 17).

Al final del segundo acto, Lorenzo le reprende a Manuel por su conducta para con Lucía, que no comprende el rechazo de su novio ni las palabras de Lorenzo: «¡No quieras ver / a quien te engaña y te deja / por una mala mujer!» (Marquina, 1996: 241). Es entonces cuando el joven, angustiado y confundido ante sus sentimientos por las dos hermanas, hiere de gravedad a Lorenzo. Deseada recupera ligeramente la esperanza al pensar que Manuel se ha enfrentado a quien la ha injuriado, hasta que advierte la verdad más cruel: el muchacho le hace saber que la reyerta tuvo su razón de ser en la defensa de la propia dignidad y no por ella: «¡Si tú eras lo de menos, / mujer, en aquel instante! […] Manda el orgullo» (1996: 267). Deseada, agonizante, « ocultando en todo el diálogo el desgarro de su alma, como puede» (1996: 265), da fin al drama con una trágica escena y, en acotación, « sube por la escalerilla y desaparece dentro del molino» (1996: 269) .

En este caso, Deseada, totalmente despreciada por Manuel, decide apartarse para que su hermana Lucía pueda casarse con él, al igual que Andrés decide ofrecerse en sacrificio en El pastor. Deseada se arroja al molino, evitando así que el rumor de su idilio con Manuel se extendiese entre los murmuradores y causase la infelicidad de su hermana.

Deseada se nos muestra con una pasión telúrica y un deseo ardiente —«¡Pasa… y se enciende al pasar / la tierra bajo sus pies!» (1996: 209)— que nace del propio ruralismo en la misma medida en la que nacía la atracción tempestuosa por Leonardo en la Novia:

¡Porque yo me fui con el otro, me fui! (Con angustia) Tú también te hubieras ido. Yo era una mujer quemada, llena de llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra salud; pero el otro era un río oscuro, lleno de ramas, que me acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes (García Lorca, 1989: 168).

Además de esta dimensión de heroína trágica que la acerca a la Novia, no podemos hacer oídos sordos del conflicto entre hermanas enamoradas de un mismo hombre que remite inmediatamente a La casa de Bernarda Alba (1936) y, si García-Posada tilda el suicidio de Deseada como la «reacción final […] más trágica de todos los personajes marquinianos» (1980: 57), tampoco Lorca lo habría pasado por alto para configurar la muerte de la más joven de las hermanas Alba: Adela rompe la convención, no se doblega ante el luto impuesto por Bernarda ni ante el futuro matrimonio de su hermana Angustias con el hombre al que desea. Decide ante ello quitarse la vida. El enfrentamiento entre lo ortodoxo y lo normativamente aceptado frente a lo heterodoxo, lo pulsional y lo báquico dará paso al desenlace trágico: Adela se ahorca en su cuarto puesto que es el único medio de obtener la libertad tras haber sucumbido a su deseo sexual —aniquilador, característico de los dramas rurales— por Pepe el Romano, cuando piensa que tras la muerte del amante no podrá volver a disfrutar de él. Así, la tragedia termina con la mentira de Bernarda en la casa de la ocultación y la opresión. No hay palabras que puedan tapar el deseo desbordado o enmascarar la «¡deshonra de nuestra casa!» (2009: 151):

Bernarda.— ¡Descolgarla! ¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestirla como si fuera doncella. ¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen! Avisad que al amanecer den dos clamores las campanas. […] Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! (A otra hija.) ¡A callar he dicho! (A otra hija.) Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio! (2009: 153)

Con el sacrificio de Adela no estamos ante la ofrenda de Andrés o de Perlimplín, sino que la pequeña de las hijas de la tirana se convierte en redentora de sí misma: se salva de su propia vida, condenada con tan solo veinte años al luto y a la privación de libertad entre cuatro paredes encaladas.

Si antes hemos comparado a la Deseada marquiniana con la Novia por su carácter pasional, quizá su muerte la acerque más a la de Adela por lo dionisiaco y báquico de ambos suicidios. Asimismo, la manera en la que Bernarda intenta imponer la mentira, verbalizándola delante de sus hijas —meras espectadoras de la tragedia— tendrá su molde exacto en La ermita, la fuente y el río: a la muerte de Deseada, condicionada por el fatalismo de los dramas rurales, le sucede el hallazgo de su cuerpo por parte de Lorenzo y Flor de Harina. Los dos hombres recogen el cuerpo y pactan la mentira que comunicarán al pueblo para evitar la censura. Serán ellos los únicos conocedores de la verdad del suicidio por amor, al igual que las hermanas Alba, Bernarda y las criadas sabrán la del fin de Adela, cuya muerte es doblemente reprobable a ojos de los vecinos: Adela, además de haberse suicidado, no ha conservado su virginidad —«Dichosa ella mil veces que lo pudo tener» (García Lorca, 2009: 153)—. El parlamento final de los dos dramas es de una simetría extraordinaria, ambos incluso gobernados por un «¡Silencio!»: «¡Silencio! / […] / Ven óyeme… No ha querido / matarse… Para la gente, / el mismo caso habrá sido / que el de tu hija: un accidente / Vio una flor… queriendo asirla / Más de la cuenta avanzó; / perdió el pie; el agua se abrió / gozosa de recibirla, / y así acabó, en un momento, / sin querer, sus amarguras…» (Marquina, 1996: 270-271).

Aparte de la pugna entre hermanas por el amor del hombre y de los fúnebres finales que comparten La ermita, la fuente y el río y La casa de Bernarda Alba, ambas obras están protagonizadas por personajes femeninos enarbolados con nombres tremendamente parlantes, como ya veríamos en El pastor. En concreto, Deseada comparte con Bernarda el antagonismo entre lo que indica su nombre y su personalidad: Deseada —¡Nadie, nadie me desea! (1996: 200)— es requerida por Lorenzo y por el corro de amigos de Manuel, pero repudiada por él, que prefiere a la ‘luz’, la inocente Lucía.

Por último, es reseñable y debemos indicar el hecho de que tanto en el uso del coro griego como el del lenguaje, incuestionablemente lírico 22 y totalmente imposible —los personajes proceden de un bajo estrato social; véanse Señora Ama (1908) o La Malquerida (1913), de Benavente— en ambos autores los hace desmarcarse del resto de dramas rurales de la época. A pesar de que la relación entre las tragedias lorquianas y las griegas hayan generado abundante bibliografía, será únicamente Beatriz Hernanz la que relacione el coro griego de las tragedias rurales de Federico con el que también se deja ver en las de Eduardo Marquina: personaje colectivo «portavoz de la opinión pública, con una labor informativa y agonal, en el sentido dramático más genuino de la tragedia griega» (1995: 26). Además de García-Posada (1980: 57), que alude al coro de pueblerinos amigos de Manuel que le incitan a la conquista de Deseada, la editora de La ermita, la fuente y el río recalca en su edición la especial importancia, también en el segundo acto, del coro de vecinas de Deseada, principales murmuradoras que anticipan al espectador, junto a los muchachos, el conflicto que aguarda (Hernanz, 1996: 42) (Fig. 18).

Sin embargo, el coro que señala Hernanz como evidente, no será tan personal como el que Lorca retomará en Bodas de sangre en las muchachas que en cantan «Despierte la novia / la mañana de la boda; / ruede la ronda / y en cada balcón una corona» (García Lorca, 1989: 113) en los leñadores que informan sobre la huida de Leonardo y la Novia mientras « se oyen lejanos dos violines que expresan el bosque» (1989: 153), o en el coro de las muchachas que augura el final mortuorio: «Amante sin habla. / Novio carmesí. / Por la orilla muda / tendidos los vi» (1989:162). (Fig. 19, Fig. 20)

3.2. Otras relaciones con el teatro coetáneo

Una trayectoria análoga —aunque siempre exitosa— a la de Marquina fue la de Jacinto Benavente: del «afán renovador y estetizante de la primera época» pasa a «purgar sus veleidades republicanas y a congraciarse con el régimen de Franco» (Huerta Calvo y Peral Vega, 2003: 2272). Benavente, que se había posicionado a la cabeza de la renovación teatral finisecular con su Teatro fantástico (1892), no dejaba de explorar las vías que aseguraban una probada eficiencia comercial. Así, buscó «en los ambientes campesinos el caldo de cultivo apropiado para que se desarrollasen las oscuras pasiones de sus personajes» (Serrano, 2002: 27) y si en Señora Ama (1908) encontramos a Dominica —para Virtudes Serrano, cada mujer en Lorca será un desarrollo de una de las aristas de Dominica —, «la mujer más fuerte de todo el teatro benaventino según el propio autor» (Serrano, 2002: 34), será La Malquerida (1913) la que podemos equiparar a las tragedias del de Fuente Vaqueros. Los personajes de este drama —Acacia, Esteban y Raimunda— son «de rancia estirpe trágica» y apelan en el argumento a «condicionamientos que la honra impone y [a] la paradójica presencia del pueblo ausente a través de sus murmuraciones» (Paco, 1996: 35), similar a la latente en La casa de Bernarda Alba (Fig. 21).

En este caso, la muerte de Raimunda, como la de Deseada, la de Andrés o la de Perlimplín, se convierte en un símbolo del orden social: viuda y madre de Acacia, Raimunda contrae matrimonio con Esteban tras la muerte de su esposo. Su nuevo marido es rechazado públicamente por su hija, pero no será hasta el final cuando Raimunda averigüe el verdadero motivo: «¡Máteme usted! Es verdad, es la verdad. ¡Ha sío el único hombre a quien he querío!» (Benavente, 2002: 211). Finalmente, tras destapar el sentimiento de Acacia y tras un forcejeo con Esteban, Raimunda resulta herida de muerte y pronuncia antes de morir las palabras que redimen a la hija: «¡Ese hombre ya no podrá nada contra ti! ¡Estás salva! ¡Bendita esta sangre que salva, como la sangre de Nuestro Señor!» (2002: 212), que serán ligeramente modificadas cuando Lorca las ponga en boca de Marcolfa ante la muerte de Perlimplín: «Belisa, ya eres otra mujer… Estás vestida por la sangre gloriosísima de mi señor» (García Lorca, 1996: 288).

En este mismo tiempo, los hermanos Álvarez Quintero perseguían a la altura de 1901 —fecha próxima a la del estreno de El pastor— una acción sencilla y natural a pesar de que las sendas dramáticas estaban delimitadas hasta cierto punto, pues un lirismo demasiado acentuado podía condenar a los autores al vituperio por parte del espectador. En 1901 estrenaron Las flores, que los desligaba del carácter sainetesco con el que habían acostumbrado al público en tanto en cuanto fue identificada con las corrientes idealistas23, de modo que suponía un abismo en relación con las obras que habían puesto en escena hasta entonces. La noche del ensayo general, la obra obtuvo «aplausos sin fin, elogios, ditirambos…» que nada tendrían que ver con los alborotadores que estropeaban los fragmentos más relevantes en la noche del estreno. El éxito iniciático sucumbió ante el pateo del estreno y la crítica y el público prestaron atención únicamente a la impresión de la primera función: se representó «la comedia veinte o treinta noches con el teatro vacío» (apud Paco, 2010: 70-71). A pesar de la apatía de los espectadores en el estreno en Madrid, certifica Mariano de Paco el caluroso recibimiento que tuvo Las flores en Barcelona y Zaragoza, incluso en Hispanoamérica, así como la proposición de Manuel de Falla de musicalizar la comedia en 1911 (Paco, 2010: 71).

Hemos de recordar aquí la pésima acogida que tuvieron tanto el joven Marquina de El pastor, un año después, como el Lorca modernista de El maleficio de la mariposa, cuando ya habían pasado dos décadas desde los primeros intentos de intrusión del drama simbolista en la escena española, que, en opinión del público, seguía unos derroteros poéticos inusuales, ya que no se servía del verso para sostener el lirismo. Mariano de Paco relaciona esta misma suerte con los estrenos, unas décadas después, de Sinrazón (1928), de Ignacio Sánchez Mejías, y El hombre deshabitado (1930) y Fermín Galán (1931), de Rafael Alberti (Paco, 2010: 71), y es que ni los más afamados poetas estaban exentos del rechazo del público, iletrado en materia de innovación, desconocedor del ensueño y la metáfora que supone la realidad a través de la literatura y dependiente siempre de los duendes que tapan y destapan el engaño.

20 Ante la negativa de Lola Membrives de encarnar a la Novia, la protagonista final sería Josefina Díaz de Artigas. En aquel entonces, Eduardo Marquina se encargaba de la dirección de la compañía Díaz de Artiga, la cual contaba entre su elenco con Manuel Collado como primer actor, quien trece años antes había brindado su cuerpo a Alacrancito el Cortamimbres en El maleficio de la mariposa (Gibson, 2011: 854). Volver al texto

21 Precisamente es en la «Introducción» de Manuel García-Posada al Teatro de Federico García Lorca, 1, donde el estudioso hace un repaso por los dramas rurales de Marquina en busca de los tres rasgos principales de toda tragedia rural: el protagonismo femenino, la violencia y la pulsión sexual desbordada (García-Posada, 1980: 55-57). Volver al texto

22 Lorca declaraba el 29 de noviembre de 1933 a La Nación que «el teatro no es ni puede ser otra cosa que emoción y poesía» (2017b: 236), y en 1934: «Yo he abrazado el teatro porque siento la necesidad de la expresión en la forma dramática. Pero no por eso abandono el cultivo de la poesía pura» (apud García-Posada, 1980: 11). En esta misma línea, el 7 de abril de 1936, Felipe Morales —«Comentarios, artículos, literatura. Conversaciones literarias. Al habla con Federico García Lorca», La Voz— atestiguaría uno de sus discursos más citados: «El teatro es la poesía que se levanta del libro y se hace humana. Y al hacerse, habla y grita, llora y se desespera» (García Lorca, 2017b: 458). Volver al texto

23 En una carta que acompañó a la edición del texto, Rafael Altamira manifiesta lo brillante de la obra, la cual identifica con la corriente idealista finisecular más que con la tradicional: «No conozco en nuestra literatura dramática de estos últimos años (y probablemente de muchos más que no son últimos) una obra de más honda, sana y natural poesía. […] Teniendo toda esa poesía, que penetra hasta lo más hondo del alma, ¿qué falta hace quepasen cosas (como dice la gente) más de las que pasan?» ( apud Paco, 2010: 71). Volver al texto