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«Un Desnudo Rojo coronado de espinas azules»:
dimensión crística e influencias de El pastor,
de Eduardo Marquina, en el teatro de Federico García Lorca

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2.2. Dimas, Andrés y Perlimplín: una dimensión crística

José de Laserna en El Imparcial utiliza la terminología religiosa en clave sarcástica para destacar que el «apóstol de la montaña predica a las gentes del llano el nuevo evangelio social —inspirado en las doctrinas anárquicas más radicales—» (apud Hernanz, 1994: 178). Para Hernanz, el dramaturgo «no es un teólogo ni tampoco un pensador que reflexione de forma filosófica sobre el tema religioso. Es simplemente un poeta que utiliza el tema religioso como un asunto más de los problemas humanos que le preocupan» (1994: 146), que en El pastor bien podría ser el sacrificio por el prójimo.

En el primer acto presidirán el escenario los connotativos «restos de una cruz de piedra, con escalones por donde trepan plantas silvestres» (Marquina, 1902: 7). Magdalena afirma que va a casarse con Andrés, de quien comienza a esbozarse un perfil de hombre bondadoso y pusilánime a partes iguales a quien ella no ama. Al mismo tiempo, la melancólica muchacha piensa en Dimas, pastor enigmático, en una descripción eróticamente salvaje, totalmente antagónica a la de Andrés.

Huerta Calvo y Peral Vega resaltan la dimensión crística que Andrés adquiere en el drama por su noble sacrificio libertador al final de este (2003: 2290), pero lo cierto es que no es el único personaje aderezado con rasgos cristológicos; es Dimas quien manifiesta más claramente la reproducción de Cristo a juzgar por la fuerte impronta profética que posee. La primera similitud es clara: es un pastor que protege, alimenta y guía a su rebaño —«me encontré solo, en medio de unos campos, / con un rebaño que bullía en torno», «llamé al rebaño y me siguió: el rebaño / que me seguía por amor» (1902: 40)—. En la misma línea, Jesús dice: «Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen, […] y pongo mi vida por las ovejas» (Jn. 10, 14-15), sus fieles.

Encontramos a un Dimas exhausto que llega hasta la fuente donde Magdalena calma su sed dándole de beber —con decadente sensualidad y erotismo finisecular—: «Magdalena toma con las dos manos la jarra y el pastor bebe, a pequeños sorbos, en ella. Magdalena estará en pie esbelta y noble» (Marquina, 1902: 16). Creemos pertinente trazar una tímida línea entre esta escena y la acontecida en dos ocasiones en los textos canónicos. En primer lugar, el pasaje de Jesús y la mujer de Samaria en el que Jesús, «cansado del camino, se sentó así junto al pozo. Era como la hora sexta. Vino una mujer de Samaria a sacar agua; y Jesús le dijo: Dame de beber» (Jn. 4, 6-7). En segundo lugar, más recuerda esta escena —recordemos la ruinosa cruz que preside la fuente— a la análoga de Cristo pidiendo agua en la cruz: Dimas le pide a Magdalena «beber el agua del lugar hermoso / recogida en el fresco de tu herrada» (Marquina, 1902: 16), mientras Cristo, ya crucificado, «dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed. Y estaba allí una vasija llena de vinagre; entonces ellos empaparon en vinagre una esponja, y poniéndola en un hisopo, se la acercaron a la boca. Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo: Consumado es» (Jn. 19, 28-30) 12.

A raíz de este acto misericordioso de Magdalena —desconsolada por lo prohibido de sus amores con el pastor— de calmar al sediento, Dimas queda prendado de ella; sin embargo, habrán de enfrentarse a los contratiempos que suponen el compromiso con Andrés y, por otro lado, la acusación de asesinato que Tomás el Rico verterá sobre Dimas.

El pastor marcha mientras Magdalena lo observa «con los ojos llenos de lágrimas» (1902: 20) —como si de una virgen dolorosa 13 se tratase—, enjugadas ante la llegada de Andrés. Magdalena rechaza el intento del joven de cargar con el cántaro a la vez que confiere a la herrada el carácter de reliquia en tanto en cuanto Dimas-el pastor-Cristo ha bebido de ella: «¡No! Déjamela a mí: quiero llevarla, / aunque me canse: nunca más ¿entiendes? / la fiaré a ninguno! ¡Es mía, es santa!» (1902: 22).

Una nueva reminiscencia bíblica asoma con la irrupción en escena Tomás el Rico: trasunto de Poncio Pilato o de Herodes y cegado por su furia hacia Dimas y su desobediencia —«no respeta / propiedad, ni maizales, ni sembrados» (1902: 26)—, lo acusa de asesinato y pone recompensa a su cabeza. Si bien la ira en Tomás surge ante el carácter mesiánico que ha adquirido Dimas frente a sus trabajadores, Jesús sería acusado por su carácter profético, por proclamarse Hijo de Dios, y sentenciado a muerte por el gobernador romano de Judea: «Les habló otra vez Pilato, queriendo soltar a Jesús; pero ellos volvieron a dar voces, diciendo: ¡Crucificadle, crucificadle! […] Entonces Pilato sentenció que se hiciese lo que ellos pedían» (Lc. 23, 20-24).

Al inicio del segundo acto, Dimas le ofrece al padre de Andrés un cordero sacrificado por ser el dueño de la Cartuja que alberga la fuente donde sació su sed. La importancia del cordero en la tradición judaica radica en su condición de animal sacrificial: el cordero era una ofrenda de sacrificio durante la Pascua, de expiación de los pecados como símbolo de la renovación del hombre y de la prefiguración de Cristo 14.

Andrés, enterado de los sentimientos de Dimas y Magdalena y sabiéndose perdedor de antemano de cualquier disputa con el pastor, queda dominado por la rabia y lo amenaza de muerte, pero su ensañamiento choca contra la serenidad sacrificial de Dimas: «Y cuando me hallen les daré mi cuerpo» (Marquina, 1902: 51). Este matiz de la dimensión crística del pastor será más evidente en el tercer acto del drama, cuando el mensaje mesiánico de Dimas haya germinado en los trabajadores del llano: «cada hombre ha sido / para mí, como campo sin cultivo, / donde he sembrado las semillas mías. / Siempre me rodeaban! / hubo algunos / que prometieron imitarme / […] / todo este llano / florece ya con mis ideas» (1902: 63).

Mientras Tomás rabia porque nadie es capaz de matar al libertino, ni siquiera Andrés por su causa personal, este se muestra «completamente» decidido a dar su cuerpo en ofrenda para redimir a Dimas y, sobre todo, a Magdalena. Nos acercamos así al clímax de la dimensión crística de Andrés y Dimas. En la escena VII del tercer acto, Andrés se presenta ante los enamorados para ayudarlos a escapar e informarles del sacrificio que planea: «soy necesario; hago mi obra: sirvo / para el logro de un triunfo, estoy contento / […] recordaréis al débil, que no siendo / bueno para triunfar, para seguiros, / se puso entre vosotros y los hombres / que asesinan, y supo dar el pecho / y la sangre y la vida por salvaros» (1902: 67-68); a esto contesta la negativa de Dimas, que evidencia así la doble dimensión crística de la obra marquiniana: «No, Andrés; no, hermano: ¡nunca! No: tu muerte / me horroriza. ¡Tal vez soy yo quien muere!» (1902: 68). Es incuestionable el hecho de que la «obra» de los dos personajes tiene un sentido mesiánico, de modo que volvamos esta vez no solo a los textos canónicos, sino también a los apócrifos, para cerrar el círculo de la dimensión crística en El Pastor.

Andrés es uno de los doce apóstoles de Jesús y hermano, a su vez, del apóstol Pedro (Mt. 10, 2). El martirio de san Andrés será la muerte por crucifixión, a la manera de Cristo, pero en este caso, en una cruz en forma de aspa que se convertirá en un símbolo dentro de la iconografía cristiana cuando se represente al santo 15. San Andrés predicó la palabra de Cristo16 y murió por ello, y de análoga manera nuestro Andrés asumirá la ideología de Dimas en su sacrificio redentor: «las ideas necesitan sangre / para extenderse y germinar» (Marquina, 1902: 70). Presente en el holocausto de Andrés estará, por un lado, Magdalena, trasunto de la ferviente discípula de Jesús (Jn. 19, 25; Mr. 15, 40; Mt. 27, 55-56), y Dimas, por otro. Aunque tomemos a Andrés como acorde representación de Cristo puesto que es el que finalmente se sacrifica, no podemos olvidar la identidad cristológica del pastor. Ahondando en su simbología, recalcamos que Dimas lleva por nombre el del «Buen Ladrón», quien, según los evangelios apócrifos, murió crucificado a la derecha de Jesús, mientras que a su izquierda moría simultáneamente Gestas.

Excepto el Evangelio según Lucas (Lc. 23, 42-43), los evangelios canónicos no reparan en exceso en la figura de los ladrones. En cuanto a los evangelios extracanónicos, —Evangelio de Nicodemo17—, es allí donde encontramos la referencia al nombre: «Y mandó en seguida que se lo crucificase […] con dos malhechores, cuyos nombres eran Dimas y Gestas» (Nicodemo, IX, 12). Posteriormente: «Jesús salió del Pretorio y los dos ladrones con él. Y cuando llegó al lugar que se llama Gólgota, […] crucificaron igualmente a los dos ladrones a sus lados, Dimas a su derecha y Gestas a su izquierda» (X, 1). Así, en el capítulo XXVII —«La llegada del Buen Ladrón al Paraíso»—, observamos a un Dimas redimido por la muerte de Cristo:

3. Y él, respondiéndoles, dijo: Con verdad habláis, porque yo he sido un ladrón, y he cometido crímenes en la tierra. Y los judíos me crucificaron con Jesús, y vi las maravillas que se realizaron por la cruz de mi compañero, y creí́ que es el Creador de todas las criaturas, y el rey todopoderoso, y le rogué, exclamando: Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu reino. Y, acto seguido, accediendo a mi súplica, contestó: En verdad te digo que hoy serás conmigo en el Paraíso (XXVII, 3).

Finalmente, será Andrés el elemento sacrificial, ajusticiado por parte de un enajenado Tomás el Rico, que tendrá que soportar el triunfo de Dimas sobre su pueblo y la huida de este con su hija Magdalena.

Rescatando el comienzo de este artículo, la dimensión mesiánica de Perlimplín ha sido sucintamente más estudiada que la de El pastor (Martín, 2013; Peral Vega, 2004; Ucelay, 1996), a pesar de la poca bibliografía que ha generado en comparación, por ejemplo, con los dramas rurales. En una recodificación del cornudo entremesil, Perlimplín se nos presenta como un hombre de más de cincuenta años que ha pasado su vida entre libros a la manera quijotesca, cómico en su vocabulario aniñado y ridículo en lo que a su virginidad respecta. La trama urdida por la perversa criada Marcolfa tiene como resultado la absoluta convicción de Perlimplín de querer casarse con Belisa 18. El inicio del segundo cuadro en esa primera noche de casados nos presenta una habitación desproporcionadamente enorme, con cinco balcones que han dado paso a cinco hombres con los que Belisa le ha sido infiel al títere lorquino. Por otro lado, la cama, hiperbólica, está rematada por un «dosel y penachos de plumas» (García Lorca, 1996: 260) que, en lugar de cama conyugal, bien pudiera ser un paso de Semana Santa —nueva mezcla de lo sacro y lo profano—, más si tenemos en cuenta el carácter cristologizado de Perlimplín: se trata del lugar donde irremisiblemente quedará condenada su inocente personalidad de niño que no puede aprehender el deseo de Belisa. Perlimplín ha sido burlado y el público, que se congracia con el engaño, siente la pulsión de mofarse del que aparece «con unos grandes cuernos de ciervo en la cabeza» (1996: 269). Sin embargo, se produce la ruptura del horizonte de expectativas del espectador que, contrariamente a lo que la tradición ha enseñado, no puede reírse de una escena que se ha «revestido de un componente trágico» (Peral Vega, 2004: 693) a través de descarnados versos de desamor pronunciados por Perlimplín. El pelele es ahora un personaje sufriente, un héroe trágico (Fig. 11).

A partir de entonces, ya en el cuadro tercero, Perlimplín muda de cornudo ignorante a cornudo consentidor y vengador en una escena copada de reminiscencias bíblicas: encontramos « la mesa con todos los objetos pintados como en una “Cena” primitiva » (García Lorca, 1996: 274) que simboliza el conocimiento por parte de Perlimplín-Cristo de la traición de su Judas, encarnado por Belisa (Peral Vega, 2019b: 168). Así, con la ayuda de la plañidera Marcolfa, traza una realidad paralela en la que metamorfoseará en el misterioso «joven de la capa roja» del que Belisa quedará prendada (Fig. 12, Fig. 13).

Preparado ya para su dionisiaco sacrificio, pasamos al cuarto cuadro: en el «Jardín de cipreses y naranjos» (García Lorca, 1996: 280) —a saber, jardín de la vida y la muerte—, Perlimplín ha acordado una cita entre Belisa y el enigmático joven que llegará «envuelto en su capa roja» (1966: 281). Convertida en símbolo, la capa roja es a un tiempo mortaja de Perlimplín y sangre que redime a Belisa. Apunta Martín lo crucial de la prenda porque se corresponde con aquella «clamys coccinea con que fue cubierto Jesucristo cuando fue condenado a la crucifixión. […] La capa roja no viste, sino que pone al desnudo el carácter cristológico de los personajes que la revisten» (2013: 377): «Y desnudándole, le echaron encima un manto de escarlata» (Mt. 27, 28). Será Marcolfa quien apuntale las referencias crísticas que pueden escapársele a un lector más pendiente de la trama farsesca que del símbolo: «Ahora le amortajaremos con el rojo traje juvenil con que paseaba bajo sus mismos balcones» (García Lorca, 1996: 288) (Fig. 14).

Tras comprobar su triunfo en la declaración de amor de Belisa por el joven, Perlimplín enloquece de entusiasmo y sale corriendo, pero enseguida vuelve con un puñal de esmeraldas clavado en el pecho ante una horrorizada Belisa que no comprende la verdadera identidad de su enamorado. Entonces, Marcolfa recoge al hijo muerto como si de una Pietà se tratase, como una virgen dolorosa que recalca la dimensión cristologizada del personaje que ha liberado a Belisa: «Belisa, ya eres otra mujer… Estás vestida por la sangre gloriosísima de mi señor» (García Lorca, 1996: 288).

12 Con plena fidelidad al Evangelio lleva a escena García Lorca la Pasión y muerte de Cristo en la figura del Desnudo Rojo en el quinto cuadro de El público (1930), desde el comienzo hasta su final (Peral Vega, 2019b: 170) (Fig. 10):


Enfermero.—Ahora te daré la hiel y luego, a las ocho, vendré con el bisturí para ahondarte la herida del costado.

Desnudo.—Padre mío, aparta de mí este cáliz de amargura. […] Tengo sed. […] Padre mío, perdónalos, que no saben lo que hacen. […] Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

Enfermero.— Te has adelantado dos minutos.

Desnudo.— Es que el ruiseñor ha cantado ya. […] Todo se ha consumado (García Lorca, 2017a: 188-198). Volver al texto

13 Si recordamos que la acción tiene lugar cuando ya ha anochecido, no sería raro pensar en una estética prerrafaelista, común en el simbolismo, debido al decadentismo y lo oscuro de la escena. Marquina se detiene en la cara de Magdalena, repleta de lágrimas, en un atisbo de iconografía mariana —muy común en el prerrafaelismo— que casaría con la simbología crística que atraviesa El pastor. Volver al texto

14 Especialmente relevante por su trascendencia es la ofrenda del considerado padre de la fe, Abraham, quien, siguiendo el mandato de Dios, fue a sacrificar a Isaac; sin embargo, comprobada su fidelidad, el ángel de Jehová lo detiene y lo exime de darle la muerte: Abraham ve un cordero enredado entre zarzas al que ofrecer en su lugar. Asimismo, este cordero del Génesis será la prefiguración de Cristo: Jesús será el cordero degollado y su crucifixión es la muerte por los pecados de su rebaño. En el Evangelio de Juan, Jesús ya es llamado Cordero de Dios: «Y mirando a Jesús, que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios» (Jn. 2, 36). De igual manera, en el Apocalipsis figura un cordero reinante, no sacrificial, sino una recodificación en un cordero adorado y entronizado en una transfiguración del Reino de los Cielos. Esta imagen del cordero —conocida como Agnus Dei— ha sido no poco prolífica en las artes plásticas: el cordero con aureola tiene su máxima representación en elPolíptico de Gante o La adoración del Cordero Místico (1432), de Jan van Eyck, donde ocupa el panel central inferior, de grandes dimensiones. Volver al texto

15 Tenemos nuevamente un motivo bíblico bastante prolífico en el arte: contamos con la composición del italiano Caravaggio, La Crucifixión de San Andrés (1607), la del flamenco Rubens, El martirio de San Andrés (1639), la obra homónima del español Murillo (1675-1682) y la del taller de Domenichino, también del XVII, así como con el Martirio de San Andrés (1628) y el San Andrés (1631) de José de Ribera. Volver al texto

16 «Los hechos de Andrés», en M. R. James (ed.) El nuevo testamento apócrifo. Oxford: Clarendon. 1924. Volver al texto

17 «Evangelio de Nicodemo», Los Evangelios Apócrifos, ed. Edmundo González Blanco, Creación, 2008 [digitalizado en http://escrituras.tripod.com/Textos/EvNicodemo.htm (última consulta: 27/12/2019)]. Volver al texto

18 Con su canto erotizado —«¡Amor! ¡amor! / Entre mis muslos cerrados / nada como un pez el sol» (García Lorca, 1996: 259)— la joven ha seducido a Perlimplín: al final del primer cuadro, el títere lorquiano experimenta su primera erección —«¿Y qué es esto que me pasa?… ¿Qué es esto?» (1996: 259)—, absolutamente imposible pero ficcionalmente efectiva porque refuerza su condición de pelele inocentón. Volver al texto