«Un Desnudo Rojo coronado de espinas azules»:
dimensión crística e influencias de El pastor,
de Eduardo Marquina, en el teatro de Federico García Lorca
Irene Pérez Pérez
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2. «Vestida por la sangre gloriosísima de mi señor»: El pastor , Perlimplín y la dimensión crística
Si bien es cierto que Huerta Calvo y Peral Vega (2003) adscriben El pastor al rótulo de «drama rural», más nos interesa en estas páginas el aspecto temático que vertebra toda la obra ya señalado por ellos: la dimensión crística. El misticismo festivo y, en esta línea, la renovación de la Semana Santa se convierten en tópicos finiseculares: la mezcla de lo sagrado y lo profano, lo casto y lo demoníaco, que se imbrican íntimamente en un ambiente sacrílego y yermo como telón de fondo. Así, es común que a partir del nuevo siglo comencemos a ver temáticas como la perfilada en Jesús y el Diablo (1899), primer «poema dramático» —previo a El pastor (1901)— marquiniano, creado al alimón con Luis de Zulueta, cuyo título ya funde lo divino y lo satánico. La veta religiosa de la literatura finisecular no parece que vaya a ser abandonada por Eduardo Marquina y, aunque posteriormente la desarrolle en claves más tradicionalistas, también tuvo resonancia en los escritos sobre su producción teatral.
En cuanto a Lorca —de un catolicismo más heterodoxo—, ha sido ampliamente estudiada su vinculación con la religión cristiana desde que arrancase en su adolescencia con obras cuya potencial característica es «la reincidencia en el asunto religioso y, de forma muy especial, en la figura de Cristo» (Peral Vega, 2019b: 157); ejemplo de ello es Místicas (1917),Cristo. Poema dramático (1918) o la Oda al Santísimo Sacramento del Altar (1928), e incluso «Grito hacia Roma» (1929). En una entrevista para Giménez Caballero en diciembre de 1928, a la pregunta «¿A qué te gustaba jugar de chico?», Federico contestaba que «A eso que juegan los niños que van a salir “tontos puros”, poetas. A decir misas, hacer altares, construir teatritos…» (García Lorca, 2017b: 28). Si el poeta no pudo sustraerse al tradicional sentimiento católico andaluz, tampoco lo manifestó verbalmente en numerosas ocasiones 11, aunque sí traspasó con símbolos del Evangelio tanto sus obras como algunas de las declaraciones en relación con el ejercicio teatral en la misma línea en la que lo había hecho Marquina en su juventud.
2.1. Drama y Liturgia. Teorías teatrales de Eduardo Marquina y García Lorca
En 1908, Eduardo Marquina sistematizaba en Teatralia su ideario dramatúrgico, totalmente impregnado de ese carácter ritual:
Entre el autor dramático y su público hay siempre un sobreentendido tácito, que da una especie de gravedad ritual y religiosa a los espectadores teatrales. […] El dramaturgo, como un sacerdote, dice las palabras de la consagración, que dan carne y sangre al pan sin levadura. El pueblo se mira a sí mismo en la operación tremenda y milagrosa. […] Cada vez que se levanta la cortina de este templo, cuando el gran silencio de la curiosidad pone su plomo sagrado sobre la Multitud, pensad que la Raza va a proseguir consigo misma una conversación que interrumpió hace siglos (Marquina, 1998: 105).
El dramaturgo es un sacerdote, la representación teatral es un acto litúrgico y los espectadores son los fieles que asisten a la eucaristía en el templo, algo que sin duda potenciaría Lorca en la inconclusa Comedia sin título (1935), donde el Autor, desdoblamiento del propio Federico en un camino ya iniciado en El público, no se transforma en un sacerdote, sino en el propio «Dios hacedor de un nuevo orden, estético y moral, propio de este auto sacramental de carácter metadramático» (Peral Vega, 2018: 52). Asimismo, el Autor, «imbuido de una función mesiánica» (2018: 53), reproduce en su primera intervención un sermón, una elección de connotaciones evidentes.
También encontramos en el artículo de Marquina esa actitud mesiánica de la que hablaría el granadino décadas después. Si el dramaturgo adopta una postura profética y no complace al patio de butacas, este posee el albedrío de destituir al falso profeta: «Hemos oído en ocasiones, a públicos fieros pedir la muerte de un autor. Dejadles. O si algo queréis hacer en bien del Teatro, dadles el derecho a ejecutar por sus propias manos esa muerte. Es la vieja tradición: lapidar a los profetas falsos. Teatro: casa de Dios. Lo que allí pasa es divino: viene sancionado de antemano» (Marquina, 1998: 105). El credo dramático marquiniano finaliza con su compromiso al sacrificio por el teatro: «Mi vida entera por él; y si hubiera ocasión —¡ojalá así!—, mi sangre» (Marquina, 1998: 106).
Estas palabras del catalán llegarían siete años después de la escritura de su Pastor, lo cual sostiene que ya por entonces estaba interesado en la dimensión litúrgica y crística del drama. En esta misma línea de intencionalidad sacra pronunció Lorca el 25 de octubre de 1932 el discurso prologal de La Barraca, que llegaba al Paraninfo Histórico de la Universidad Central, sito en la calle de San Bernardo, para interpretar el auto sacramental de La vida es sueño, de Calderón de la Barca —nueva prueba tras sus primeras piezas teatrales de la dimensión teológica que adquirían sus preocupaciones dramáticas—:
Por el teatro de Calderón se llega al Fausto […] y se llega al gran drama, al mejor drama que se representa miles de veces todos los días, a la mejor tragedia teatral que existe en el mundo; me refiero al Santo Sacrificio de la Misa. […] En el teatro religioso de Calderón, que es un magistral teatro, el hombre ocupa un segundo plano. Todo tiende a él, pero él no es el drama; el drama lo llevan los símbolos, lo llevan los elementos de la naturaleza; el drama lo lleva, como en la misa, como en los toros, viejo espectáculo religioso donde se sacrifica un símbolo, el drama lo lleva Dios. […] El drama de Dios consigo mismo y con todo lo que ha creado (García Lorca, 1997b: 218-220).
Lorca, que «se había formado en una tradición simbolista», une esta a su «querencia por el imaginario católico» (Peral Vega, 2016: 15) y evidencia esta amalgama, sobre toda su producción, en una obra: Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín (1925), donde Cristo-Perlimplín acaba sacrificándose por la bella Belisa que, ajena a la fantasía de su esposo, no acaba de comprender la autocrucifixión redentora del cornudo (Fig. 8).
Si hablamos de redención, esta concepción eucarística del drama habría de darse también, no solo en el joven Marquina de El pastor, sino también en 1927, año del estreno de La ermita, la fuente y el río (Fig. 9). No se trata, por tanto, de una concepción puntual en la obra de los dos dramaturgos, sino totalmente motivada y prolongada. En lo que respecta a Marquina, imprime a El pastor la dimensión crística que calaría luego en Federico, pero el barcelonés sería menos sutil en comparación: el texto está plagado de símbolos crísticos y evangélicos nada complicados de descifrar; la obra está atravesada de nombres parlantes y de referencias bíblicas y culminada por un sacrificio anunciado.
11 Sí se refirió a ello en la entrevista otorgada a Ricardo García Luengo para El Mercantil Valenciano en noviembre de 1935: «Yo soy cristiano. Mi protagonista tiene limitado su arbitrio, encadenada por el concepto, que va disuelto en su sangre, de la honra españolísima» (García Lorca, 2017b: 434). Volver al texto