«Un Desnudo Rojo coronado de espinas azules»:
dimensión crística e influencias de El pastor,
de Eduardo Marquina, en el teatro de Federico García Lorca
Irene Pérez Pérez
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2.3. Preludio eucarístico: confluencias entre El pastor y Perlimplín
a. «Por encima de la necesidad»: descubrimiento de la verdad a través del amor
Mientras Andrés y Perlimplín descubren lo que es el verdadero amor a través del engaño de sus respectivas amadas, Dimas tropieza con la realidad a partir de la germinación de sus sentimientos por Magdalena. Para Hernanz, «Marquina desarrolla un concepto neoplatónico de ser amado: el universo se hace comprensible. El conocimiento de la verdad se hace posible gracias al amor» (1994: 181). El agreste pastor entiende que «hoy sé que hay otras fuerzas por encima / de la necesidad: hoy sé que agrada / sentarse sin fatiga, y conversar / sin pedir nada y encontrar mujeres / sin abatirlas… / […] necesito / reducir todo a ti; todo el cariño / que siento por las cosas de la tierra!» (Marquina, 1902: 17). Algo parecido le referirá a Andrés cuando este le diga que ha puesto «su alegría en el amor / de una mujer» (1902: 46): «No: yo también he puesto mi alegría / en el amor de una mujer y siento / que mi existencia se ha llenado toda / de doble claridad» (1902: 48).
Dimas explica así el hallazgo del amor y, de manera análoga, Perlimplín
—que no se muestra importunado ante la indolencia de su mujer— explica a
Marcolfa el descubrimiento de la vida a través del amor que le profesa a
Belisa: «Pero yo soy feliz, Marcolfa. […] Feliz como no tienes idea. He
aprendido muchas cosas y, sobre todo, puedo imaginarlas…» (García Lorca,
1996: 275), y más tarde, «Antes no podía pensar en las cosas
extraordinarias que tiene el mundo… Me quedaba en las puertas… En cambio
ahora… el amor de Belisa me ha dado un tesoro precioso que yo ignoraba…
¿Ves? Ahora cierro los ojos y… veo lo que quiero» (1996: 280-281).
A tenor de la concepción litúrgica de ambas obras no es de extrañar la
importancia que se le confiere a la eucaristía y a la dicotomía
alma-cuerpo. El hecho de que Perlimplín quede fascinado a nivel carnal no
hace más que acentuar la ya pronunciada dualidad de la obra en lo que
respecta al alma y el cuerpo. En el cuadro segundo, Perlimplín reconoce no
haber amado a Belisa hasta que vio su cuerpo por el ojo de la cerradura, y
«entonces fue cuando sentí el amor, ¡entonces!, como un hondo corte de
lanceta en mi garganta» (1996: 263). Sin embargo, el fantoche lorquiano
había podido vislumbrar el erotismo del cuerpo de una Belisa insinuante que
cantaba en el balcón: «¡Amor! ¡amor! / Entre mis muslos cerrados / nada
como un pez el sol» (1996: 259). Para Eutimio Martín, el pez que nada entre
los muslos de Belisa mantiene su naturaleza —dual— crística a la vez que la
fálica, tan constante en la obra literaria y dibujística de Federico
(Martín, 2013: 379), de modo que la carne y el espíritu quedan fijados
desde el principio del Perlimplín, e incluso en el propio
subtítulo de la obra: «Aleluya erótica en cuatro cuadros» es la unión de lo
sacro —aleluya, de origen hebraico, significa ‘alabad con júbilo a
Dios’— con lo carnal.
Para Martín, el mensaje protesta contra la dicotomía católica del cuerpo y
el espíritu, pues Lorca entendía la eucaristía de manera armónica y no
castradora: frente a san Pablo y su «el amor de las cosas de la carne es la
muerte del alma. […] Si hacéis morir por el espíritu los actos de la carne,
viviréis», el granadino diría que «el amor de las cosas de la carne» es la
vida del alma y no la muerte, de modo que habría que vivir «por el espíritu
las cosas de la carne» (apud Martín, 2013: 379). En palabras de
Peral Vega, Lorca insistiría en que «cualquier posibilidad de trascendencia
se mide en el placer y no en su culpabilización» (2019b: 157) 19. El granadino propone
en Amor de don Perlimplín esta dicotomía del alma y el cuerpo que
necesitan ser fundidos: Perlimplín es «un viejo ridículo de alma pura,
virginal» mientras que Belisa, «magníficamente bella, no es más que un
hermoso animal sin alma. Indiferente como tal a su propia crueldad»
(Ucelay, 1996: 194-195), encarna la lujuria (Fig. 15, Fig. 16), pero
Perlimplín logra que con su creación antagónica sucumba y obtenga a través
de sí mismo el alma de la que carece.
Numerosas son las referencias en la obra al alma del vejete y el cuerpo de
Belisa. La primera es la ya mencionada sensual aparición de Belisa en su
balcón seguida de la de la noche de bodas. Posteriormente, serán los
duendes que impiden al público ser testigos del engaño los que nos informen
de que, en esos instantes de recién casados, «el alma de Perlimplín, chica
y asustada como un patito recién nacido, se enriquece y sublima» (García
Lorca, 1996: 266). Tras caer en la cuenta del engaño de su mujer,
Perlimplín crea su alter ego, joven y esbelto, y le escribe a
Belisa cartas irresistibles para hablarle, precisamente, de su cuerpo,
puesto que desprecia el alma, «patrimonio de los débiles» (1996: 278). Así
consigue que ella «ame al joven más que a su propio cuerpo» (1996: 281),
dejando atrás la lujuria, de modo que le da un alma y el fantoche
lorquiano, atormentado, «quedaré libre de esta oscura pesadilla de tu
cuerpo grandioso. (Abrazándola.) Tu cuerpo… que nunca podría
descifrar…» (1996: 286).
Perlimplín se inmola y agoniza en los brazos de Belisa ante el desconcierto
de ella, pero se siente dichoso porque «¡Belisa ya tiene un alma!» (1996:
287). Ella afirma quererlo «con toda la fuerza de mi carne y de mi alma»
(1996: 289), pero Perlimplín ya ha verbalizado su último deseo: « (Moribundo.) ¿Entiendes?… Yo soy mi alma y tú eres tu cuerpo…
Déjame en este último instante, puesto que tanto me has querido, morir
abrazado a él» (1996: 287-288). La imposibilidad de amor entre Belisa y
Perlimplín se funda en el cuerpo como parapeto y, en cierto modo, tan débil
como Belisa ve a Perlimplín es visto Andrés por Magdalena en El pastor.
Si bien es cierto que las referencias a esta pugna son más reducidas en la
obra de Marquina, estas son igualmente reveladoras. La primera la
encontramos en Magdalena, que, fiel a la concepción neoplatónica del amor,
entrega su alma a Dimas —«toma del cuerpo el alma mía, amor» (Marquina,
1902: 19)—, y es precisamente el alma lo que le requiere Andrés: «tienes el
alma / lejos siempre de mí: ¡yo, que entraría / con las manos unidas y los
labios / llenos de rezos, en el alma tuya, / no he podido encontrarla un
solo día / con las puertas abiertas!» (1902: 21). Pero el débil cuerpo de
Andrés, estéril en sus propuestas de amor, no es lo que Magdalena desea,
sino la sensualidad agreste del pastor: «grande, / con la cara morena y con
las greñas / revueltas por el viento: allí, perdido / en la enorme quietud
de las montañas, / amenazando al llano, daba gloria / mirarle desde lejos y
temerle» (1902: 12).
Por último, ante la inminencia de su muerte Andrés les hace entrega de su
alma a Magdalena y Dimas para expiar sus pecados, desgajándola así del
cuerpo. Igual que Perlimplín le da su alma a aquella a quien redime con su
muerte, Andrés se la da a los jóvenes: «no me será difícil / morir después
que os alejéis: mi alma / con vosotros se marcha: aquí no queda / más que
un montón de carne inútil» (1902: 69).
Contrariamente a lo que el espectador podría aguardar, Andrés y Perlimplín
no quedan relegados al risible papel de cornudo —Andrés ni siquiera lo es—
que tradicionalmente había llenado los teatros del público burgués, sino
que se han convertido en héroes trágicos. Lo que encontramos al final del
segundo acto no es al Andrés pusilánime y triste que Marquina pinta al
comienzo de la obra, sino que, quizá a causa del decidido discurso del
pastor, se enaltece y se conduele del rechazo de una mujer: «nada se
impone; nada triunfa; solo / lo que es indiferente y no halla obstáculos /
parece victorioso: hay algún fuerte / a condición de que ninguno ponga / su
fortaleza a prueba: ¿y tú imaginas / que he de imponer mi amor?» (1902:
47). A diferencia de Dimas, de espíritu triunfador, Andrés es «la víctima /
de mis pasiones propias, bestias duras / se ceban en mí mismo antes que en
nada, / y cuando son ya grandes y comienzan / a imponerse, rugiendo a mis
hermanos, / es porque han devorado mis entrañas / y asoman ya sangrientos
los hocicos / sobre la ruina de mi cuerpo muerto» (1902: 47-48).
En el caso de Perlimplín, señalamos el acusado revestimiento de madurez de
su lenguaje a partir del tercer cuadro, e incluso desde el final del
segundo, cuando detiene la risa del público con el sangrante monólogo
versado de desamor, que le insufla así un empaque trágico: «Amor, amor /
que estoy herido. / Herido de amor huido, / herido, / muerto de amor. /
Decid a todos que ha sido / el ruiseñor. / Bisturí de cuatro filos /
garganta rota y olvido. / Cógeme la mano, amor, / que vengo muy mal herido,
/ herido de amor huido, / ¡herido! / ¡Muerto de amor!» (García Lorca, 1996:
272).
Si al final del segundo acto se nos muestra un Andrés vengativo, rabioso y
encolerizado ante la identidad del verdadero amor de Magdalena, al final lo
veremos ya imperturbable. Andrés no se convierte en un pelele frente al
público, que lo sabe engañado, sino que se hermanará con el Perlimplín
lorquiano en el sentido de que ambos descompondrán el horizonte de
expectativas del espectador y aparecerán, ya no como personajes
vilipendiados, sino como héroes trágicos dolientes que adquieren un nuevo
registro al verbalizar desconsoladamente su amor vencido: «Porque también /
me ha arrebatado a mí toda mi vida, / y no he sabido, a mi pesar, matarle»
(Marquina, 1902: 57).
«Según la inveterada costumbre, el marido burlado, de no ser ignorante,
había de ser consentidor o vengador. Perlimplín, que es consciente de su
situación, va a seguir a un tiempo las dos posibilidades contradictorias,
dando así al traste con las reglas del juego» (Ucelay, 1996: 199). Tanto
Perlimplín como Andrés están configurados como los cornudos entremesiles
—ignorantes, consentidores y vengadores— que pretenden ser vengadores como
el cornudo de la tragedia siglodeorista en tanto en cuanto deben
limpiar su dignidad con la sangre del agresor, pero ambos encuentran otra
manera de «venganza».
Tras descubrir que Dimas y él aman a la misma mujer y etiquetándose como
vencido en este triángulo amoroso, observamos un Andrés colérico —«para
mayor venganza, estará viendo / toda la crueldad de tu agonía» (Marquina,
1902: 49)— que poco tiene que ver con su aquiescencia posterior, una vez ha
decidido consentirlo y sacrificarse: «No temas, Magdalena: soy yo solo; /
yo arrepentido, yo vencido y muerto» (1902: 66).
Por otro lado, Perlimplín va a jugar a dos bandas entre la venganza y el
consentimiento mientras urde su plan sacrificial. Desde el comienzo del
tercer cuadro, Perlimplín es consciente de las cinco infidelidades de su
mujer, sin embargo, actúa con sosiego mientras construye su dimensión
crística. Frente a Belisa procede de manera ingenua —«Yo sé que tú me eres
fiel y lo sigues siendo» (García Lorca, 1996: 276)—, pero, aún dentro de su
candidez, con la malicia que da comienzo a la «venganza» de ir haciendo
crecer en el pecho de Belisa su amor imposible por el joven desconocido:
«Te puedo decir con toda sinceridad que su belleza me deslumbró. Jamás he
visto un hombre en que lo varonil y lo delicado se den de una manera más
armónica» (1996: 277). Aún así, la ilusión vengativa de Perlimplín es
transparente: «Pues en vista de que le amas tanto yo no quiero que te
abandone. Y para que sea tuyo completamente se me ha ocurrido que lo mejor
es clavarle este puñal en su corazón galante. ¿Te gusta? […] Ya muerto, lo
podrás acariciar siempre en tu cama tan lindo y peripuesto sin que tengas
el temor de que deje de amarte» (1996: 285-286). Para Ucelay, también
Belisa queda burlada (1996: 202) en el momento en el que Perlimplín se
suicida, esto es, apuñala al joven de la capa roja del que ella se había
enamorado de oídas, a través de la descripción de Perlimplín:
Belisa.—Es verdad que me ayudaste a quererlo.
Perlimplín.—Como ahora te ayudaré a llorarlo (García Lorca, 1996: 285).
Llegados a este punto, la única manera que tiene el drama de resolverse de
manera acorde a toda la dimensión litúrgica de la que ha sido preñado es
con una ofrenda redentora a la manera del Cordero de Dios. En El pastor, Andrés dará su cuerpo —no su alma— para que Dimas y
Magdalena puedan huir: «supo dar el pecho / y la sangre y la vida por
salvaros» (Marquina 1902: 68). Para Huerta Calvo y Peral Vega se trata de
un «acto de generosidad supremo que los vecinos, esclavos de un código
ortodoxo que vitupera al cornudo, vengan con la muerte de Andrés» (2003:
2290).
En Amor de don Perlimplín, Perlimplín lo hará para liberar a
Belisa de un matrimonio infeliz y del apelativo «malcasada» en
agradecimiento por haberle enseñado a amar (Ucelay, 1996: 202). Será él
quien dé muestras de sus planes tanto a Belisa, que lo entiende de manera
metafórica —«como soy un viejo quiero sacrificarme por ti. Esto que yo hago
no lo hizo nadie jamás. Pero ya estoy fuera del mundo y de la moral
ridícula de las gentes. Adiós. […] (Grandioso, en la puerta.) ¡Más
tarde lo sabrás todo! ¡Más tarde!» (García Lorca, 1996: 279)—, como a
Marcolfa —«¡Oh, inocente Marcolfa!… Mañana estarás libre como el pájaro…
Aguarda hasta mañana» (1996: 282)—. Belisa ha expiado sus pecados a través
de Perlimplín y queda redimida sin comprenderlo frente a la madre dolorosa,
Marcolfa, que sostiene el cuerpo inerte de Perlimplín-Cristo.
Por otro lado, a pesar de que Dimas dé indicios en El pastor de
posible elemento sacrificial, primero frente a Magdalena —«Y cuando me
hallen les daré mi cuerpo» (Marquina, 1902: 51)— y luego frente a Andrés
—«tu muerte me horroriza. ¡Tal vez soy yo quien muere!» (1902: 68)—, será
este último quien se ofrezca. Al igual que Perlimplín va gestando la idea
mientras habla con su criada, Andrés ya estará «completamente» decidido en
su diálogo con Tomás —«La victoria es morir y dar muerte / y aniquilarlo y
acabarlo todo / y poner fin a este luchar constante / de un mundo hermoso
que no llega a serlo! / La muerte es nuestra salvación (Sarcasmo.)
» (1902: 61)—. Andrés-Cristo muere para redimir a Magdalena de su engaño y
para no condenarla a un matrimonio, como el de Belisa, infeliz: «murió
porque sabía / que las ideas necesitan sangre / para extenderse y germinar;
murió / para aplacar con su cadáver solo / la sed de la justicia de los
hombres / y hacer que no evitara el cumplimiento / de la Justicia Eterna»
(1902: 69-70).
En la acotación final de Perlimplín «suenan campanas» que anuncian
el final del acto litúrgico. Llegamos a los extremos de los lazos que hemos
intentado trenzar entre ambas obras y queda el lector redimido, por fin, de
tantos tintes mesiánicos.
b. «Yo soy mi alma y tú eres tu cuerpo»: el dualismo antropológico
c. «Herido de amor huido»: el personaje sufriente
d. «Como ahora te ayudaré a llorarlo»:
cornudo consentidor y vengador
e. El «Santo Sacrificio»
del cuerpo