«Un Desnudo Rojo coronado de espinas azules»:
dimensión crística e influencias de El pastor,
de Eduardo Marquina, en el teatro de Federico García Lorca
Irene Pérez Pérez
Página 2
«A los ojos del joven Lorca, Marquina había de ser, ante todo, el autor de El pastor (1901), un drama de honda belleza que ha pasado desapercibido por la crítica y que, en la dimensión crística de su protagonista, Andrés, establece hilos de intertextualidad muy lejos aún de haber sido explorados con Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín». Peral Vega (2019a: 287) retomaba así en su conferencia «Madrid en las cartas de Federico» —enmarcada en el Congreso Internacional Federico García Lorca: 100 años en Madrid (1919-2019)— la censura ante el escasísimo interés que ha suscitado El pastor en relación con el Perlimplín lorquiano a tenor del elemento redentor de sus protagonistas. Nada se había vuelto a decir al respecto desde las líneas que para la Historia del teatro español (2003) escribieron Huerta Calvo y el propio Peral Vega:
el sacrificio de Andrés y Deseada los acerca a la figura de Cristo y, en ese sentido, la relación entre Marquina y Lorca vuelve a resultar transparente, sobre todo en el componente redentor de uno de los personajes más complejos del poeta granadino: Perlimplín, fantoche cornudo que, al igual que Andrés y Deseada, entrega su propia vida para dejar la puerta abierta a su mujer, Belisa (2003: 2290).
Quizá resulta extraña la concepción del abanderado del «drama poético del Imperio» (Huerta Calvo y Peral Vega, 2003: 2289) como influencia de peso en el teatro lorquiano, más aún si tenemos en cuenta el lirismo de este en contraposición a los textos ideologizantes de aquel drama histórico del primer tercio del siglo XX. No es, sin embargo, este teatro politizado el que nos interesa, sino el simbolismo de El pastor —y otros dramas rurales de Marquina— y su resonancia en los textos del granadino, no solo en las tragedias rurales, sino precisamente en el primer Lorca.
1. «El Teatro necesita poetas»: Marquina y el «teatro poético»
La cuestión del «teatro poético» ha sido en numerosas ocasiones esquivada por la complejidad que entraña la propia terminología. Cuesta Guadaño (2017) arroja generosa luz sobre la polémica y sitúa su inicio en el fin de siècle, cuando el sinfín de posibilidades formales de expresión literaria comienza a emborronar las fronteras existentes entre teatro, poesía y narrativa, pero también a nutrir a la literatura de obras preñadas de combinaciones productivas. El mestizaje que nos interesa en este artículo es aquella forma literaria prototípicamente dramática en cuanto a su estructura, a la que se subordina el discurso poético. Sin embargo, la novedad no llega con el teatro en verso —frecuentísimo ya en los Siglos de Oro y en el Romanticismo—, sino con ese teatro netamente prosaico y a la vez poético que dirigía la nueva «orientación de lo lírico y de las diferentes formas de poetización del drama» (Cuesta Guadaño, 2017: 24).
La poética de la prosa inunda el teatro y lo revoluciona con su experimentación, pues confluye en este momento con el proceso de reteatralización y renovación frente al realismo. Dentro de España, al igual que en el resto del panorama 1 europeo, el fenómeno no fue unidireccional, pues existirían a una misma vez dos modalidades: aquel «teatro poético» en verso heredero de una tradición hispánica y, por otro lado, el drama poético en prosa —de inspiración simbolista—, donde el concepto de «poesía» suele responder a una puesta en escena caracterizada por la interrelación de diversos lenguajes artísticos. Sin embargo, las «Festas modernistes» celebradas en Sitges en 1893 no sentaron del todo precedente y, a pesar de los numerosos intentos de crear un «Teatro de Arte», las innovaciones se vieron relegadas a un segundo plano 2 —exceptuando la sólida empresa teatral de los Martínez Sierra, sita en el Teatro Eslava de Madrid entre 1916 y 1926— en pro de la modalidad del teatro versificado, respaldado en el plano actoral —acostumbrado al divismo— e institucional y, por consiguiente, mucho más exitoso en taquilla.
El inicio del debate del «teatro poético» en España llegaría en 1907 con Gómez Carrillo y Jacinto Benavente y con El Imparcial y el Heraldo de Madrid como altavoces, respectivamente. Por su parte, Benavente convoca a los líricos en «El teatro de los poetas», a quienes llama a la escena de manera mesiánica, pero no con la intención de plantear que el teatro hubiese de hacerse en verso, sino que era necesaria una poetización de la escena —«vengan también la fantasía y los ensueños» (Benavente, 1909: 102)—, un aniñamiento de esta para desprejuiciar al espectador. Lo que Benavente andaba pidiendo era la vuelta del lirismo y, antes de la gran oleada de obras en verso de carácter patriótico, alentadoras del espíritu nacional exacerbado, sí hubo un crecimiento sustancial en dramas calificados como líricos 3. No obstante, el mensaje del autor de Señora Ama fue tildado de tautología en tanto en cuanto se consideraba que los dramaturgos habían sido siempre poetas. En la escena española cabían tanto Salvador Rueda y su teatro en verso como el prosaísmo marquiniano en un texto tan lírico como Benvenutto Cellini (Rubio Jiménez, 1993: 29-32) e incluso la ambivalencia de los primeros dramas de Valle-Inclán.
Así, mientras se discutía la vigencia o no de un «teatro poético» en prosa, de ensueño y fantasía, se había ido forjando un corpus compuesto por los estrenos más sonoros del teatro en verso firmados por Francisco Villaespesa —La leona de Castilla (1913)—, Enrique López Alarcón — La tizona (1915)— y, por encima de todos ellos, adalid del «teatro poético» en verso, Eduardo Marquina, con títulos paradigmáticos como Las hijas del Cid (1908) (Fig. 1), Doña María la Brava (1909) (Fig. 2) o En Flandes de ha puesto el sol (1910) (Fig. 3), así como textos posteriores en los que despertó —coadyuvado por el régimen franquista— el furor patrio; hablamos de La Santa Hermandad (1937) o María la viuda (1943) (Huerta Calvo y Peral Vega 2003: 2289-2291).
El interés por el verso fue lo que permeó en la historiografía posterior, de manera que se ha reservado la denominación de «teatro poético» para los textos estrictamente versados, olvidando un abundantísimo patrimonio restante atrapado en papel. La progresiva nacionalización de los temas vino de la mano de una cada vez más notable veneración al patriotismo triunfalista y a la raza, a lo genuinamente hispánico y cristiano, «sobre todo en su misión imperial» (Huerta Calvo y Peral Vega, 2003: 2288).
Ya a la altura de 1908, Marquina había revelado en «Sobre el teatro popular» sus preceptos dramatúrgicos en lo concerniente a los conceptos Destino, Raza o Pueblo, superiores a todo intento de fantasía, que ya desprecia: «el Pueblo, la Raza, constituyen el personaje descomunal y contante de todo nuestro Teatro», «Y no me habléis de símbolos, imbéciles. […] Cada personaje lleva en su alma los fantasmas estupendos que creó el pasado» (Marquina, 1998: 104, 106). Si bien es cierto que escritores falangistas posteriores considerarían sutil y sosegado el nacionalismo de Marquina 4, la realidad es que se erigió como fiel representante del teatro del Imperio, sustancialmente ideológico.
A pesar de contribuir exitosamente al «teatro poético» en su veta triunfalista, sus inicios modernistas y contestatarios no corrieron la misma suerte. Prueba de ello es que El pastor. Poema dramático —donde Dimas, el pastor nómada, encarna la figura del joven Marquina, con ínfulas revolucionarias y carácter anarquista (Palenque, 2012: 476)— nunca se tuvo en cuenta en los estudios del «teatro poético», cuando ya en 1901 —seis años antes del inicio de la polémica—, acuciaba con su subtítulo a esa otra rama del ensueño y el símbolo. Nada benévola fue la recepción en prensa de la obra: tan solo dos días después del estreno, el Heraldo de Madrid se ensaña con los personajes, «símbolos poéticos ajustados a la tesis anarquista de la obra» (apud Hernanz, 1994: 173).
No podemos obviar, por tanto, al Eduardo Marquina de la primera fila de poetas modernistas: además de sus traducciones de Baudelaire y Verlaine, sus primeros escritos en Pèl & Ploma —revista modernista por antonomasia— y sus tertulias junto a Picasso, Miquel Utrillo, Santiago Rusiñol o Ramón Casas (Palenque, 2012: 469-470), compuso entre Barcelona y Madrid títulos con aquellos «elementos simbolistas y revolucionarios» (Cuesta Guadaño, 2017: 237) de principios de siglo como Las vendimias. Primer poema geórgico (1901), Églogas (1901) y Elegías (1905) en poesía, y Agua mansa (1902), La vuelta del rebaño (1903) y Rincón de montaña (1905) en teatro. Aún así, fruto de los primeros fracasos ante el público — El pastor aguantó únicamente cuatro noches en cartel— y la crítica es el «giro comercial» (Hernanz, 1992: 91) y la defensa en su epílogo a la única edición de El pastor: «No me he propuesto con esta obra resolver nada trascendental, ni quebrar moldes, ni reformar nada de nuestro Teatro. […] No me creo con fuerzas para meterme a redentor» (Marquina, 1902: 73). La brecha en su biografía se abre en 1906-1907, tras instalarse en Madrid: la fecundidad literaria se erigirá sobre otras «coordenadas ideológicas» y se sucederán «los estrenos de sus dramas histórico-legendarios y dramas rurales en verso, los aplausos y los premios» (Palenque, 2012: 470, 476) que le harían abjurar de su teatro de juventud.
A juzgar por la polémica recepción de las primeras publicaciones de Marquina y las reminiscencias de El pastor en la obra lorquiana, aducimos su importancia dentro de la historiografía teatral y, sin embargo, lo que encontramos es un inmaculado vacío referencial que toma como punto de partida de la obra marquiniana el año 1908 5.
1.1. Marquina visto por Lorca: correspondencia y alusiones
En su ensayo Un lector llamado Federico García Lorca (2016), García Montero reconstruye la biblioteca del granadino, donde hallamos un ejemplar de las Elegías (1905), que interesaría al joven Federico porque, «junto a una sencilla emoción, aparece algún decadentismo de erótica mezclada, en tópico modernista, con la liturgia» (Valbuena Prat, 1968: 211). Aunque para García Montero «el modernismo blando y convencional de Marquina […] queda lejos de la espesura literaria que atrae a García Lorca» (2016: 144), el hecho de que Federico albergase este título en su biblioteca antes de su llegada a Madrid 6 es sintomático del interés por aquel que habría de ser su cicerone: Lorca llega a Madrid en la primavera de 1919 y ya el 2 de mayo es invitado por Marquina al estreno de La honra de los hombres que Jacinto Benavente estrenaba en el Teatro Lara (Peral Vega, 2019a: 287). Un entusiasmado Federico escribía estas palabras a sus padres sobre Eduardo Marquina, a quien le unía ya una relación de protección y admiración: «Ayer estuve todo el día con Marquina que se portó conmigo como si me conociera de toda la vida. Me llevó a su casa donde estuve almorzando con él […] y quedamos citados para pasado mañana que pasaremos el día juntos» (García Lorca, 1997a: 57).
Eduardo Marquina se convertía así en su padrino en las esferas literarias, de manera que no es extraño encontrar su epistolario trufado de referencias y agradecimientos al barcelonés, que habría de estar convencido del talento de Federico como para sumergirlo con tal rapidez en el panorama teatral 7 (Fig. 4). También sería Marquina el que propicie la relación entre el joven Lorca y el afamadísimo empresario teatral Gregorio Martínez Sierra, que le estrenaría en marzo de 1920 El maleficio de la mariposa (Fig. 5) y seguiría apostando por él —y su Mariana Pineda— a pesar del «hermoso pateo» (García Lorca, 2017b: 57) que sufrió aquella noche —análogo al de El pastor veinte años antes—.
Marquina se presenta como «embajador intelectual» (Hernanz, 1995: 265), pero la postergación del estreno de Mariana Pineda ensombreció algunas de las alusiones hacia él en las cartas de Lorca a su familia 8, especialmente a partir del verano de 1926: Federico, ansioso, escribe a Eduardo Marquina con el fin de tener noticias del estreno. Ante el silencio del catalán, Lorca, ya desesperado —afirma estar retenido por sus padres, que le niegan el traslado por el gasto que supone su vida madrileña 9—, le ruega a Melchor Fernández Almagro que interceda por él y presione al «sinvergüenza y fresco de Marquina» (1997a: 384) para que agilice los preparativos del montaje. Si Federico creía que había «mala fe en todos. Marquina se pone la careta queriendo protegerme pero no lo creo. Por todas partes gentuza y cretinismo» (1997a: 385), este pensamiento debió de esfumarse en cuanto se estrenó la obra: la fotografía de ambos junto a Lola Membrives en el Madrid de 1934 —a pesar del antitético desarrollo ideológico y literario de ambos— da buena cuenta de la mutua admiración y respeto que se profesaron desde la llegada de Federico a la capital hasta el brutal desenlace de la vida de este (Fig. 6).
Insiste Peral Vega en lo limitado de la nómina de personalidades que recogen de manera explícita las cartas de Federico —Juan Ramón Jiménez, Benavente, Tomás Borrás, Jacinto Grau, etc.—, y es precisamente ese «carácter fuertemente restrictivo» el que «otorga un valor añadido a la cita expresa» (2019a: 291).
La relación entre ambos excedería el montaje de Bodas de sangre en marzo del 1933 con Eduardo Marquina como director artístico a la cabeza de la compañía Díaz de Artigas (Gibson, 2011: 854-855), y los dos serían representados por Lola Membrives en América a partir de 1935 (Fig. 7). Asimismo, acudirían a homenajes y se mostrarían juntos ante la prensa cuando sus relaciones laborales lo requiriesen, sin olvidar los elogios que uno y otro manifestaron a terceras personas —incluso cuando la situación económica de Marquina empalidecía y la de Lorca prosperaba 10—, siempre en privado, en lo que entendemos como la forma más sincera y afectuosa de admiración.
1 Cuesta Guadaño (2017) dibuja un panorama teatral europeo que parte de la eclosión en París de la réaction idéaliste, que nació a la vez que el simbolismo con el objetivo de barrer el positivismo naturalista de la escena europea finisecular. El estudioso apuntala un amplísimo y complejo panorama de renovación teatral sostenido teóricamente: desde la réactión idéaliste en Francia hasta Fernando Pessoa en Portugal, pasando por Maeterlinck y el simbolismo belga, el «teatro poético» de Gabriele D’Annunzio, el ámbito germánico con Hugo von Hofmannsthal y el teatro simbolista anglosajón, con W. B. Yeats como máximo exponente. Volver al texto2 A la innovación inherente en los textos y la dificultad que supone la representación de un teatro de ensueño como principales causas del veto al simbolismo en la escena se sumaron «la falta de medios técnicos», «la desconfianza de los empresarios», «la ausencia de directores en España […] con una concepción moderna de la puesta en escena» y «la falta de educación de [los] espectadores» (Cuesta Guadaño, 2017: 40). Volver al texto
3 Ejemplo de ello son Romance pastoril (1908), de Rafael López de Haro, Alma remota. Drama sinfónico (1910), de Antonio G. Linares o La reina Silencio (1911), de Ramón Goy de Silva, entre otros. Volver al texto
4 En Madrid, de corte a cheka (1938) —novela paradigmática de la literatura falangista— Agustín de Foxá traza el catálogo de personalidades que convivieron en el Madrid de la Guerra Civil. Muñoz Seca o Valle-Inclán, Jardiel Poncela, «Tono» o Mihura son literaturizados en la novela y de Marquina se dirá: «Arriba alborotaba Valle-Inclán, comentado el último estreno de Marquina. “Ese señor sólo hace merengues”». Volver al texto
5 Basten los ejemplos de Cejador y Frauca — Historia de la lengua y literatura castellana, 1972—, Valbuena Prat — Historia de la literatura española. Tomo V. Del realismo al vanguardismo , 1983—, Pedraza y Rodríguez — Manual de literatura española. Vol. VIII. Generación de fin de siglo , 1986— o César Oliva —Teatro español del siglo XX, 2002—. Volver al texto
6 La Fundación Federico García Lorca avala la presencia de Eduardo Marquina en la biblioteca personal de Federico: por un lado, la ya mencionada, Elegías en Renacimiento, donde aparecen anotaciones a lápiz de la fecha, «31-X-914»; por otro lado, confirman la existencia de una traducción de Marquina de Los grandes burgueses: memorias para contribuir a la historia de la sociedad , de Abel Hermant, que data de 1920, publicada en la editorial Estrella. En cambio, aseguran que El pastor (1902) no figura en la colección. Volver al texto
7 «Con frecuencia veo a Marquina y el otro día al leerle mi obra teatral La viudita se entusiasmó muchísimo y me dijo que si vengo 15 días antes se hubiera estrenado en Pascuas» (García Lorca, 1997a: 63), «Martínez Sierra está entusiasmado como empresario, pues dice que la obra puede tener un éxito como el Tenorio de Zorrilla. Ayer comí en casa de Marquina y me dijo que se cortaba la mano derecha, con la que escribe, si esta obra [Mariana Pineda] no era un clamor en todos los países de habla española» (1997a: 254) Volver al texto
8 Lorca llega a bautizar con el nombre del dramaturgo al oso de peluche de Ana María Dalí: en el epistolario cruzado entre Lorca y Dalí, Víctor Fernández (ed.) incluye una fotografía del pintor y su hermana sosteniendo a Osito Marquina. Sirva como ejemplo «Le darás muchos besos al osito. Hace cuatro días me lo encontré fumándose un puro en el monumento de Colón» (García Lorca, 2013: 101). Volver al texto
9 A Marquina: «Yo no sé qué hacer y estoy fastidiado porque como mis padres no ven nada práctico en mis actuaciones literarias están disgustados conmigo» (García Lorca, 1997a: 365). A Fernández Almagro: «Mi familia, disgustada conmigo porque dicen que no hago nada, no me dejan moverme de Granada. […]. Aquí, a pesar de todo, me ahogo» (1997a: 384). Volver al texto
10 Margarita Xirgu adelantó el montaje de Yerma en diciembre de 1934 pasando por encima a La Dorotea de Marquina, que en aquel tiempo se quejaba pasar «necesidad»: «mi actitud desde que he sabido que Federico va a estrenar pronto, no ha sido otra que alegrarme sinceramente por Federico y prepararme a festejar con entusiasmo el éxito que le deseo y que seguramente alcanzará. Ni remotamente me ha pasado por la imaginación el decirle a Federico “quítate tú, para ponerme yo”» (apud Hernanz, 1995: 271-272). Volver al texto