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La loca de la casa:
a la luz de los arquetipos de los cuentos tradicionales

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4.3. La relación entre Victoria y Pepet

Visto esto, Huguet nos va a ofrecer un aspecto diferente en el acto segundo: “ese mismo hombre, tan fiero y de tan ruda forma, parecía un niño contándome su ilusión de entroncar con los Moncadas, de juntar las dos razas, las dos firmas…” (Acto segundo, escena III, 153). La falta de compasión y el amor a la riqueza por sí misma tienen un punto flaco: el deseo de ascensión social.

Con ello, Galdós va desenvolviendo al personaje de la corteza con la que lo ven todos (recordemos que la acotación nos ha descrito su vestimenta en términos subjetivos y no, como sería de esperar en un texto de esta índole, objetivos): su carácter monolítico encuentra en la ambición social una grieta que lo hace débil. Así, tras el desprecio que manifiesta por los hijos de la Marquesa, ambos con profesiones liberales (“De estos que todo lo esperan de los libros, los discursos… Se morirán de hambre si no pescan una dote” [Acto primero, escena X, 141]), vamos a ir viendo, poco a poco, cómo la ambición social desata el aspecto más tierno de la bestia. Así, en la escena en la que Victoria lo acepta como prometido, él destaca este deseo:

Poseer aquello mismo que antes estuvo tan por encima de mí, ¡qué mayor gloria! […] Yo que fui, y quiero seguir siendo, pueblo, deseo que el pueblo se confunda con el señorío porque así se hacen las revoluciones… sin revolución. (Acto segundo, escena XII, 168).

Por este camino, Pepet va a ir mostrando más y más su lado humano: cuando Moncada le anuncie que Victoria está embarazada y, si no arregla sus desavenencias con ella, puede perder a su hijo, Cruz se nos muestra como nos había contado Huguet:

¡Un hijo, tener un hijo! Pues, ¿para qué me he casado yo? ¿Por qué trabajo, por qué soy como soy…? […] Y realizaré el sueño de mi vida, pese a quien pese. Victoria y yo seremos fundamento de una gallarda generación y perpetuaré mi nombre, unido al de Moncada; y mis hijos serán condes, duques y marqueses, y vivirán con el esplendor que a su rango corresponde, y aumentarán las riquezas ganadas por su padre, y tendrán inmensa propiedad, tierras sin fin, granjas, montes, valles, provincias, casas, palacios, barrios, ciudades, y nuestra casa, nuestra firma, será la primera de Barcelona, y de Cataluña, y de España, y del mundo entero. (Acto cuarto, escena XII, 210).

Como un niño que imagina una fantasía oriental, Pepet plantea la solución al cuento inicial, al doble estado de carencia del acto primero, con un nuevo estado de carencia: un hijo no es un logro sino en la medida en que sirva para colmar su fantasía. ¿No está describiendo aquí Galdós la básica insatisfacción del ser humano, repartida en dos generaciones?

De esta forma nos acercamos al final de la obra, donde Victoria comprende en un aparte que él:

No puede vivir sin mí… Eso ya es algo… ¿Será cierto, Dios mío, que yo tampoco puedo vivir sin él, sin esa rudeza que me lastima, cuando trato de domarla?… Sí, es ley de vida, ley también de educación, amar a los que corregimos. (Acto cuarto, escena XVI, 215).

Esta escena XVI y la siguiente y última suponen un giro hacia la comedia, anunciado ya en el desahogo citado de la escena XII, con apartes y sorpresas que recuerdan a los diálogos del mejor Arniches. Este giro, de gran dificultad para los actores, en especial para él, no es fruto de la reelaboración que le pidieron los actores: “en una noche hice de nuevo la escena final, encomendada exclusivamente a las dos figuras de Victoria y Pepet” (Memorias, 385), sino que procede de la versión inicial (Fig. 5). Precisamente es el cierre del cuento que él inició en la escena XII lo que le propone Victoria al convencerle para que acabe la construcción del asilo de Jordana:

VICTORIA.− Han de ser dos [torres], y de piedra, y grandes, grandes…, y en los cimientos de la iglesia, una cripta…

CRUZ.− ¡Una cripta!

VICTORIA.− (Cariñosamente.) Sí, en la cual labraremos nuestros sepulcros, el tuyo, el mío y el de nuestros hijos; y cuando, muy viejecitos ya, cargados de años y de méritos, nos muramos…

CRUZ.− Nos enterrarán allí…

VICTORIA.− Sí…, yo así ( Indicando la actitud de una estatua yacente.) tú, a mi lado.

CRUZ.− Eternamente juntos…

VICTORIA.− Nuestros huesos, que las almas… En el cielo estará la mía.

CRUZ.− La mía también…, ¿eh?, ¿qué crees?… Me colaré como pueda… Sobornaré a San Pedro…

VICTORIA.− Sí, bueno estás tú para sobornar. En fin… (Acto cuarto, escena XVI, 218-219).

A este fragmento siguen unas intervenciones en las que se materializa la lucha entre el dragón y la doncella, convertida ya en “ángel”, y que fueron suprimidas de la versión estrenada. Es obvio que esta supresión hace que la escena gane en consistencia teatral, pero los personajes pierden un momento de desarrollo que hace más verosímil (aunque parezca contradictorio) el final de la obra:

CRUZ.− (Trastornado.) Victoria…, me fascinas…, me enloqueces, me… Pero no, no puedes conquistarme, no me conquistarás.

*VICTORIA.− ¿A que sí?

CRUZ.− (Sentado, indicando confusión y abatimiento.) No, no.

VICTORIA.− (Cariñosamente, pasándole la mano por los hombros.) Si mi monstruo es mejor de lo que parece y…

CRUZ.− (Con abatimiento.) Eso me agrada, sí.

VICTORIA.− ¿Qué?

CRUZ.− Que me llames tu monstruo…

VICTORIA.− Mi monstruo, sí… sí… Sí, aunque no quieras, mío has de ser por los siglos de los siglos. Y ahora, has de prometerme terminar esta casa de Dios.

CRUZ.− (Luchando y casi sin fuerzas.) Victoria, por piedad… ¡Ay, no puedo más…! Remátame de una vez…

VICTORIA.− ¿Convencido?

CRUZ.− (Con abatimiento.) Eso me […] do… No me conozco…, no sé lo que me pasa… Mujer mía, yo te suplico por lo que más quieras: por San Pedro, y San Juan, y San Francisco, y todos los santos, que no me atormentes más… Mira que entrego el alma…

VICTORIA.− (Acariciándole.) Monstruo mío querido, cálmate… (Acto cuarto, escena XVI, primera versión, 71).

Sin embargo, todavía queda un último asalto de Victoria; la famosa finca del Clot que la Marquesa da ya por perdida y que la protagonista piensa regalarle cuando se convierta en madrina del hijo que va a tener. De nuevo en este punto (seguimos en el fragmento suprimido) Victoria reitera las expresiones “monstruo querido” y “dragoncito mío”, que culminan en lo que sería el final simbólico del combate: “Sin esa concesión no volveré a tu lado… Pobre monstruo mío, te morirás de pena sin mí…, y yo…, yo, ¿a qué negarlo?, yo sin ti, también.” (Acto cuarto, escena XVI, 71) 9.

En este punto Cruz reivindica su papel como padre y “jefe de la familia”, momento de paso al registro realista que Galdós aprovecha para retomar el texto momento de la conocida respuesta de Victoria: “Dios me ilumina y me dice que las madres dominan el mundo” (Acto cuarto, escena XVI, 219).

Lo que sigue, la promesa de mantener en secreto la conquista de Cruz, descubierta por él mismo en la escena final (“teniéndome por indomable, me agradan los latigazos de la domadora” (Acto cuarto, escena última, 220), nos conduce a un aspecto que creo subyace a todo lo anterior: el buen entendimiento de la pareja protagonista (frente al fracaso del noviazgo entre Daniel y Victoria) resulta de su oposición, oposición que, descubierta tras la boda, tiene en mi entender un inequívoco contenido sexual (Fig. 6).

La relación entre los dos protagonistas muestra ser un juego de dominación mutuo que abarca también el aspecto físico y que se va mostrando por aquí y por allá, las suficientes veces como para dejarlo claro al espectador: de nuevo como en la creación de Juanito Santa Cruz, Galdós nos deja ver por entre la trama. Antes me he referido a la sensualidad inherente tanto al deseo de martirio de Victoria como al reconocimiento de su fuerza por parte de Cruz. Esta sensualidad va a aparecer como rasgo secundario, mucho menos destacado que la ambición social de Pepet, pero ya en la escena VII del acto primero, cuando hace su aparición y Victoria no ha aparecido todavía, el protagonista cuenta a doña Eulalia:

CRUZ.− Cosas de la niñez… Acuérdome bien de las dos niñas y aún me parece que las estoy viendo: tan monas, tan lindas…, frescas, tiernecitas, como los tallos nuevos de las plantas cuando retoñan en primavera. Las miraba yo como a seres de raza superior, a los cuales no podía tocar, y me creía indigno hasta de fijar en ellas mis ojos. Bien grabadas conservo en mi memoria algunas impresiones de aquel tiempo. Verá usted: una tarde hallábanse las dos en la alcoba de su papá. ( Señalando a la derecha, hacia lo alto.) Yo pasaba por el jardín, llevando la carretilla… Me decían mil cosas: “Pepet, bestia, zángano, borrico”, qué sé yo… Mandome el jardinero que abriera un hoyo junto a la pared, a plomo de la ventana, y mientras cavaba, las dos niñas se entretenían en echarme salivitas… Aún me parece que siento el golpe del salivazo tibio… aquí, sobre mi cogote.

EULALIA.− Una broma inocente.

CRUZ.− No, si me agradaba… ya lo creo que me sabía muy bien. Algunas tardes tiraba yo de un carrito en que ellas se paseaban y yo relinchaba… y…

EULALIA.− Que llegaba usted a creerse caballo.

CRUZ.− Que lo era realmente… yo estoy en que lo era. Paréceme aún que veo a Gabriela y a Victoria dándome trallazos y tirándome de las riendas. Eran monísimas entonces… (Acto primero, escena IX, 139).

No es extraño que el personaje que, por aspecto y comportamiento, se acaba de presentar como una bestia antisocial, muestre su lado flaco de forma tan abierta, tan primitiva. Lo sorprendente es que demuestre de forma clara su placer en la sumisión que, recitado en escena por un adulto, supone la actualización más absoluta de ese papel dominado con el que, evidentemente, desahoga el carácter dominador que exhibe habitualmente.

Si a esto unimos lo que hemos visto antes sobre Victoria, lo que resulta es una relación en la que ambas partes disfrutan de la doma del contrario, algo que, en realidad, puede parecerse bastante al respeto mutuo y muestra, en su primitivismo, un final también de cuento: ambos están dispuestos a ser felices y comer perdices a pesar de las dificultades entre sus formas de entender la vida hagan pensar, cuando se cierra el libro o se sale del teatro, que les quedan muchas asperezas que limar si quieren llegar a descansar juntos en la cripta que le ha planteado Victoria a Pepet.

9 Al suprimir todo esto, Galdós sacrifica la parte simbolista en favor de la realista naturalista. En este caso, no me atrevo a generalizar, tendría razón Caudet. En realidad, creo que estamos lejos todavía de ver el alcance del componente simbolista en la obra de Galdós. Volver al texto