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Galdós dramaturgo

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2. POÉTICA DRAMÁTICA

El teatro es esto. Las obras de uno y otro género, así las muy pensadas y con cariño escritas, como las compuestas a vuela pluma, no son más que la mitad de una proposición lógica, y carecen de sentido hasta que no se ajustan con la otra mitad, o sea el público. (Pérez Galdós. Prólogo a Los Condenados, Teatro, 1, p. 421).

Además de ser autor teatral, Galdós dejó constancia de sus convicciones sobre poética dramática y opinó públicamente sobre aspectos distintos de la actividad teatral propia y la ajena en distintos momentos y con diferente extensión e intensidad. Era normal que así fuera. Fue Galdós un intelectual destacado de una época en que esa figura se había afianzado como personalidad social que cree en el poder de la verdad del artista por encima de gustos, directrices e imposiciones, y que se apoya en la dimensión colectiva que adquieren los fenómenos ideológicos y sociales; en una época en que se hace indispensable la opinión crítica como reflexión estética, moral y cívica. La crítica literaria profesional y especializada había despertado como resultado de la necesidad de expresión de las controversias de los nuevos tiempos (clásicos y románticos), del floreciente estudio académico de la literatura, que se había consolidado como institución social. La crítica literaria académica ejerce de mediadora autorizada entre autores y lectores; pero sobre todo lo ejerce la periodística, vivaz y directa, al calor de la demanda social de noticias sobre las obras literarias, actuando como modo de comunicación (de publicidad, diríamos) nada desdeñable.

Galdós dejó oír su opinión teórica y crítica sobre el Teatro de su tiempo en diferentes contextos: 1) en la prensa, como cronista o reseñador especializado, principalmente en los años tempranos en que buscaba su camino profesional en Madrid2; 2) en entrevistas públicas o en declaraciones privadas (cartas) a sus amigos (Clarín, Narcis Oller, Pereda, Pardo Bazán…); 3) en su cometido como Director artístico del Teatro Español (1912-13), pues un modo de crítica supone decidir (con relativa libertad) sobre qué va a representarse3; y 4), en menor medida aunque no menos atractiva, enredada la opinión propia en los entresijos de la creación ficcional. Este último apartado abunda en ejemplos. Recordemos el panorama interesado de la escena española que dibuja Gabriel Araceli en La corte de Carlos IV (1873) (¡cuánto sabe de teatro el jovencísimo protagonista!): su agrado respecto a El sí de las niñas, obra a la que, como chorizo, debía silbar y que, sin embargo… «la comedia me parecía muy buena, sin que yo acertara a explicarme entonces en qué consistían sus bellezas»; su rechazo a las traducciones dramáticas tan “detestables” como el Otello de Teodoro La Calle; su admiración de actores eminentes como el gran Isidoro Máiquez, o a creadores tan encomiables como “el restaurador de la comedia española, don Leandro Fernández de Moratín” («en mi opinión (…) entre los primeros prosistas castellanos») (Teatro, 2, p. 168 y 307-8). Recordemos a aquel genio dramático (“condensación artística, diabólica hechura del pensamiento humano”; Máximo Manso, dixit) que se llamó Alejandro Miquis, cuyos sueños de renovación del género teatral manipuló Galdós con especial conocimiento de causa, para frustrarlos en un equivocado romanticismo, tan quimérico como los sueños de gloria para aquel su primer drama histórico, El grande Osuna:

Porque Alejandro era autor dramático. Tenía tres dramas, ya desechados por su propio criterio, y uno flamante, nuevecito, que era su sueño, su gloria, su ambición, sus amores. (…) ¡Misión altísima la suya! Iba a reformar el Teatro; a resucitar, con el estro de Calderón, las energías poderosas del arte nacional. Como los más puros místicos o los mártires más exaltados creen en Dios, así creía él en sí mismo y en su ingenio, con fe ardientísima, sin mezcla de duda alguna, y para mayor dicha suya, sin pizca de vanidad. (B.P.G. Arte Naturaleza y Verdad, 8, p. 176).

Recordemos la emoción de Pilar Loaysa (De Oñate a La Granja) ante el estreno de El trovador («¡Qué bonito drama, qué versos primorosos!»), una obra que esconde “una médula revolucionaria dentro de la vestidura caballeresca”, valores igualitarios en los que no cree la dama pero convincentes –dice– desde el vehículo del “fingido mundo del teatro (…) cuando el artificio que las expone es de buena ley” ( Ib. t. 19, p. 443). Recordemos los comentarios de Tarsis, en las páginas de El caballero encantado, contraponiendo a la literatura dramática española («convencional, encogida, sin médula pasional») la francesa o la extranjera en general, aunque su papel de parásito social le lleve a abominar igualmente del «teatro clásico, con su Lope y con su Tirso» (Rodríguez Puértolas, p. 96). Recordemos, por fin y para cerrar estos apuntes, el comentario del “espectador de los nuevos tiempos” que protagoniza El tacaño Salomón (1916), cuando ironiza sobre los personajes «de esos dramas policiacos que están ahora tan en boga en los teatros de Madrid» (Galdós. Teatro 4, p. 95). </p>

Mayor interés, para conocer la poética teatral de Galdós, muestran las declaraciones directas sobre el tema que dejó en los prólogos teatrales que acompañaron la edición de algunas de sus obras: Los condenados, Alma y vida y las novelas dialogadas El abuelo y Casandra; además de las explicaciones a la edición que no se representó de La Loca de la casa. En ellos voy a detenerme.

Los prólogos de Los condenados y de Alma y Vida coinciden en contener buena dosis de ataque a sus críticos en un marco común de disgusto ante la Prensa del género en la época: dolorido el primero, más contundente y severo el segundo: duros ambos. Una prensa –acusa– carente de seriedad, rica en tópicos rutinarios; también arcaica, asertiva, dogmática y ridículamente sentenciosa, que se funda en juicios personales no siempre acreditados por el saber, y que olvida su papel de educadora de la sociedad.

Pero, al hilo de responder a esa prensa, manifiestan estos dos prólogos principios personales de poética teatral del mayor interés. De modo sucesivo en ambos, y ante la auténtica realidad que es el rechazo del público, afronta Galdós el análisis de las posibles claves que esconde tras su «rugoso entrecejo» la siempre enigmática esfinge que domina el teatro ( Galdós. Teatro 1, p. 422), en la escena y fuera de ella. Serían esas claves: 1) la falta de lógica teatral; 2) la lentitud de la exposición o la longitud de las escenas; 3) una cimentación «puramente espiritual», una «acción psicológica» con profusión de imágenes religiosas en desacuerdo con «los gustos dominantes»… (Ib., p. 425). Explicando y arguyendo reconoce Galdós, con un punto de sarcasmo, la autoridad de quien tiene las llaves del templo de Talía y con una lógica inapelable y fatalista vivifica o mata las obras; pero defiende con nitidez sus puntos de vista, envuelto su discurso en el tono coloquial tan característico de su escritura; e invita a una conversación amistosa «de la cual ellos y yo saquemos provechosa enseñanza» (p. 282): ni la transparencia es siempre elemento de belleza –asevera el creador–, ni es condición del Arte la claridad «en clave de acertijo» (p. 291), que es la que garantiza el éxito; y está en su derecho el autor –afirma– si prefiere presentar las ideas o las imágenes envueltas en el mismo «celaje lírico» en que las incubó su mente; las ideas: «aquel vago rostro de facciones claras o nebulosas, no menos bellas cuando son indefinidas». Una obra (se refiere a Alma y vida) que nace «del pensamiento melancólico del nuestro ocaso nacional», dejaría de ser asunto poético si fuese claro: «Oscuro puede interesar; transparente no» (p. 292). Contra las exigencias de «la ley estrecha de la brevedad» y de la prisa a la que obliga el teatro convencional y que atenta contra la verdad de los caracteres y la lógica de la acción, ya se había quejado en la nota-prólogo que acompañó a la versión amplia de La loca de la casa4. Añade ahora (en el prólogo de Alma y vida) la queja ante la desidia de las clases gobernantes hacia el teatro, contrariamente a lo que ocurre en Europa en que el género viene a ser «admirable terreno común, donde los sentimientos y las ideas dominantes pueden ser gozadas de grandes y pequeños en armoniosa concordancia» (p. 293). Y se duele igualmente de las rencillas entre los artistas de distinto rango, y del atraso y la escasez de recursos de las artes auxiliares (escenografía, ambientación, etc.).

Evidentemente, preocupa al autor el fracaso ante el público y reflexiona en voz alta sobre las causas posibles de ese desacuerdo sin compartir ninguna: ¿marcha calmosa de la exposición?; ¿falta de lógica teatral?; ¿cimentación puramente espiritual y poco efectista?; ¿profusión de imágenes de carácter religioso? Tal vez –ironiza–, reside el desacuerdo entre autor y público en el cansancio de este ante «las pesadeces» de un escritor con «aficiones analíticas», cuando aquél anhela una escena con «emociones fáciles, de ideas claras, de accidentes alegres o patéticos, presentados con arte y brevedad (…)»5.

La apuesta narrativa de El abuelo, la “novela en cinco jornadas” de 1897, en pleno ardor teatral, y el Prólogo que la presenta, significa una de las más atractivas de las afirmaciones galdosianas de una poética literaria englobadora: la defensa del procedimiento dialogal para la novela, que atenúa lo narrativo y lo descriptivo, precisamente, «como forja expedita y concreta de los caracteres», para subrayar la impresión de la verdad espiritual. Se alza así Galdós contra las denominaciones absolutas; y más que conocida es su defensa de la hibridez de estas y de los géneros literarios, del siguiente texto de ese Prólogo:

(…) En esto (las denominaciones), como en todo lo que pertenece al reino infinito del Arte, lo más prudente es huir de los encasillados y de las clasificaciones catalogales de géneros y formas. En toda novela en que los personajes hablan, late una obra dramática. El Teatro no es más que la condensación y acopladura de todo aquello que en la Novela moderna constituye acciones y caracteres. (Arte, Naturaleza Verdad, t. 18, p. 246).

Incidirá Galdós sobre el tema, subrayándolo, en el Prólogo a Casandra, de 1905: una nueva «novela intensa o drama extenso» concorde a unos tiempos que piden al Teatro que no abomine absolutamente del procedimiento analítico, y a la Novela que sea menos perezosa en sus desarrollos y se deje llevar a la concisión activa con que presenta los hechos humanos el arte escénico», de lo que resultará sólo virtudes y fortalezas6.

Si bien todos los géneros literarios experimentarán cambios hacia un hibridismo que ya apuntaba en el Romanticismo y, más allá de encasillamientos, la mirada interesada del creador Galdós había conjugado en su taller de novelista, muy tempranamente, novela y drama, en distintas opciones técnicas, rompedora resulta ahora la explicitez teórica de esta apuesta a la que confía el futuro de las tablas:

Claro está que la perfecta hechura que conviene a esta híbrida familia no existe aún en nuestros talleres. Sin duda, será menester atajar el torrente dialogal, reduciéndolo a lo preciso y ligándolo con arte nuevo y sutil a las más bellas formas narrativas… Pero no faltarán ingenios que hagan esto y mucho más. Los obreros jóvenes que tengan talento, entusiasmo y larga vida por delante, levantarán la casa matrimonial de la Novela y el teatro. (Prólogo a Casandra, p. 54)

Declaraciones explicitas del autor, sí, las que hemos venido analizando; pero no absoluta novedad de planteamientos. Porque las nuevas propuestas habían asomado en el borrador teórico del novelista desde hacía tiempo, fraguando luego al calor de los planteamientos críticos de la libertad teatral que respiraba parte del teatro europeo de la época y que Galdós hombre de su tiempo y de esa misma atmósfera, pudo conocer y analizar, o intuir.

Refiriéndose al teatro europeo de la época para llegar al español y al galdosiano Belén Bermejo recordaba la fecha de 1887 de la creación del “Théâtre Libre” en París por André Antoine, como crucial en la vía de «huir de lo falsamente teatral y de la truculencia para elaborar un nuevo teatro (…) introduciendo la realidad cotidiana antes del arte» (2000, 726). Señala experiencias semejantes en las últimas décadas del siglo (Alemania, Inglaterra, Suecia, Rusia, Dinamarca…) y destaca el “teatro para leer” con profusión de extensas acotaciones, que Bernard Shaw defiende y explora en propuestas de 1885 y 1894. Semejantes son, en efecto, a las del Pérez Galdós, que 1) había denunciado de diversos modos la asfixia de la novela desde el artículo ya clásico de 1870; 2) que en 1895 había desahogado epistolarmente sus preocupaciones teatrales abogando por un teatro más discursivo, «un teatro libre, sin trabas, sin cómicos, sin estrenos y sin abonados, pensado y escrito con amplitud, dando a los caracteres su desarrollo lógico y presentando los hechos con la extensión y fases que tienen en la vida. Ese creo yo que es el verdadero teatro. (…) Conviene hacer teatro libre, es decir, teatro leído. No hay otro recurso…»7; y 3) que en el Discurso de ingreso en la Real Academia de 1897 había denunciado, al hilo de la confusión de los tiempos estéticos, la inseguridad en las opiniones, «de donde resulta que no andan menos desconcertados los críticos que los autores» (Pérez Galdós, 2004: 111).

No olvidemos, por otra parte, el importante número de adaptaciones de novela al teatro que se produjeron a lo largo del XIX: por varias razones prácticas, en efecto; pero también por aquella ruptura de géneros literarios que propició el Romanticismo, como dijimos. La regeneración del drama por la novela fue un movimiento general en Europa cuando se comprendió que la novela era un género más conforme al estado y a los problemas de la sociedad burguesa: así lo muestran los dramaturgos nórdicos, los alemanes (Hauptmann, los franceses: Balzac, Flaubert, Zola…). Recordemos que Galdós introdujo procedimientos teatrales en sus textos narrativos muy tempranamente, y que llevó a la escena cinco de sus novelas: de Realidad y Gerona hemos hablado; citemos ahora los grandes éxitos de Doña Perfecta, El abuelo y Casandra, esquematizados para la escena los asuntos; intensificados en la desnudez dramática las significaciones, las lecciones, los mensajes.

2 A. Ghiraldo dedicó el volumen V de las Obras inéditas de Galdós que “ordenó y prologó” a sus artículos teatrales (21 textos en total). Lo tituló Nuestro Teatro, como el primero de los ensayos, dedicado al teatro español. La edición en Madrid, Renacimiento, 1923. Volver al texto

3 Véase: Rubio Jiménez, 1993: 509-527. En esos años, firmó Galdós el manifiesto del grupo renovador Teatro del arte que Rubio destacó como un eslabón necesario entre el modernismo y las vanguardias (Rubio Jiménez, 1987-88: 25-33). Volver al texto

4 Es un texto breve pero interesante en varios aspectos, que acompañó a la versión extensa de la obra y que se ha venido considerando novela dialogada. Galdós lo envió a Clarín, recomendándoselo («el ejemplar grande, el que no tiene cortes») con carta de 22 de marzo de 1893; y allí reafirma que «eso de que los dramas parezcan novelas, me tiene a mí sin cuidado». Volver al texto

5 Con esta ironía resignada y benevolente, imagina el autor la interpelación de su público: «Mira, hijo, mucho te he querido y te quiero (…) Pero créelo, ya me van cansando tus pesadeces, tus aficiones analíticas, tus preferencias por la acción interna o psicológica. Vuelve en ti, hijo mío, y no apures mi divina paciencia. Yo vengo aquí en busca de emociones fáciles, de ideas claras, de accidentes alegres o patéticos, presentados con arte y brevedad y tus filosofías me aburren. (…) Te lo manifiesto ahora en forma cortés (…). Pero no me busques el genio» (Prólogo a Los condenados, p. 424). Volver al texto

6 Al respecto, ironiza con marcado humor: «Casemos, pues, a los hermanos Teatro y Novela, por la iglesia o por lo civil, detrás o delante de los desvencijados alares de la Retórica, como se pueda, en fin, y aguardemos de este feliz entronque lozana y masculina sucesión». (Arte, Naturaleza, Verdad, t. 24, p. 51). Volver al texto

7 Este texto, sin desperdicio, pertenece a una carta al dramaturgo Luis Ruiz Contreras. (Apud, Introducción de J. C. Mainer a Prosa crítica, p. XXXV). Volver al texto