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Galdós dramaturgo

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1.1. La subida de Galdós a la escena

El vuelco [en el teatro español] lo va a dar el escritor más importante de este tiempo, Benito Pérez Galdós . (Max Aub, 112).

El texto anterior pertenece al ensayo Lo más del teatro español en menos de nada, que Max Aub dedicó al teatro de la Restauración, en el que se refiere a Galdós como el dramaturgo más importante de este tiempo por haber acertado a crear un lenguaje nuevo, conformado para una nueva realidad histórica o social. “Sus dramas quedarán como uno de los esfuerzos mayores para dar al teatro español nueva vida”, afirmó Aub.

Los tiempos veían nacer una sociedad distinta, rompedora de moldes e inquieta, cuyo clima social ha de afectar al arte, a la literatura y a los escritores que, como Galdós, se ven como intelectuales que afianzan su expresión propia en connivencia con el pensamiento filosófico derivado de una forma de humanismo liberal, por tanto, corresponsables de proponer un modelo de pensamiento y de comportamiento social adecuado a los tiempos. El teatro es el espacio para el descanso y el recreo, pero también el más propicio para la propagación directa de las ideas, para lanzar propuestas de reflexión colectiva a una sociedad que necesita ser reeducada. Así, de acuerdo con la nueva filosofía que incluye la depreciación de los valores, las virtudes y los derechos tradicionales y que exige la difusión de una nueva moral más igualitaria, la escena ha de cambiar su estética abandonando premisas preciosistas para llenarse de contenido. Sin renunciar al arte, ha de servir el teatro de instrumento para la exploración utilitaria de una realidad que no solo deberá mostrar, sino cuestionar y criticar para acabar “proponiendo”. El nuevo drama, pues, ha de convertirse en arma eficaz para la clase media en su lucha revolucionaria: un drama que caminará hacia el simbolismo sin dejar de ser burgués y cercano, que mostrará la interacción efectiva entre verdad y justicia en el marco de lo cotidiano, y que reflejará los ambientes y las experiencias del espectador. Consecuentemente, el héroe que lo protagoniza ha de alejarse del mundo de la tragedia para insistir en su verdad artística, para mostrar desde la atalaya de las tablas la natural complejidad de sus procesos anímicos, de sus personalidades enfrentadas a unos valores nuevos, cuestionados, rompedores, polémicos. Con el devenir normal de los tiempos y las estéticas, ese teatro respirará los aires modernistas y se imbuirá de simbolismo para avanzar en el mundo de las vanguardias, acusando el extremo de la ruptura. Es lo normal. A la postre, se exigirá a la escena modos, formas de declamación y textos acomodados a los tiempos y concordes con el papel primigenio del género teatral: el de la comunicación social por excelencia. Hablamos del teatro en Europa y hablamos del teatro que en las últimas décadas del XX comienza a escribir Galdós. Los contenidos éticos habían asomado tempranamente en su escritura periodística, fraguando luego al calor de los planteamientos de la libertad teatral que respiraba parte del teatro europeo de la época.

Galdós, hombre de su tiempo y gran conocedor de sus claves, tuvo especial capacidad para percibir las atmósferas del cambio, analizarlas, asimilarlas y hasta adelantarse, intuitivamente, a ellas. Va a iniciar su carrera como dramaturgo en este 1892 y no la cerrará hasta 1918.

La irrupción de Galdós en el teatro hubo de estar acompañado de la normal expectación ante quien, reconocido novelista, se estrenaba en este otro medio. Fue el primer paso Realidad (1892), un drama recompuesto sobre la novela dialogada homónima recién publicada, que profundiza en las convenciones sociales e indaga en individualidades sometidas a situaciones extremas en que se tambalean los valores absolutos, en que se pierde la capacidad de distinción entre lo real y lo imaginario. Chocante, desconcertante por novedoso, por inusual en la claridad de las tablas (y en la vida real), tuvo que resultar a aquel público la desnudez en la escena de un adulterio no condenado calderonianamente, de un amante perturbado por cuestiones éticas y de un marido proclive a perdonar que abraza al espectro del que debió ser su enemigo (Fig. 1)

En la obra siguiente, La loca de la casa (1893), comedia en cuatro actos, la acción se desarrolla en los alrededores de Barcelona (“Santa Madrona”, nombre ficticio) en donde una familia de la alta burguesía está a punto de arruinarse. La solución ha de ser la boda conveniente de una de las hijas. Una serie de circunstancias confluyen en que la hija “sacrificada” sea la menor, Victoria, novicia en el convento del Socorro, y en que sea el marido Pepet, un antiguo criado de la casa que se ha enriquecido en California y Méjico. Pepet siente satisfecho su orgullo al sumar a su poder económico el abolengo, prestigio y nombre de los Moncada, pero ha de transigir ante la personalidad de la mujer fuerte que es su esposa, que ha de “administrarle” su dinero en función de sus ideales de caridad hacia la sociedad y hacia su familia. A cambio recibe amor (Fig. 2). En La loca de la casa insiste Galdós en la relatividad de las posturas éticas y la ruptura de absolutismos. Repetirá parte del asunto en el éxito de 1894, La de San Quintín. Ahora, el punto de confluencia entre las personalidades diferentes de los protagonistas, entre el materialismo y espiritualismo que las conforma, se halla en la aceptación pragmática de lo material, del dinero, y en la fuerza del amor para mitigar cualquier inflexibilidad: ante un don nadie social redimido por el trabajo y la sagacidad (valores nuevos), una duquesa abandonará su entorno y su privilegio (valores heredados y viejos). Con La de San Quintín Galdós llevaba a la escena la decadencia del espíritu tradicional, y su superación mediante el ejemplo de la duquesa que “revive” a través del amor compartido con un desclasado, con un hijo ilegítimo. En el texto de La loca de la casa y el que ahora estrena, incide en la relatividad de las posturas éticas, en la ruptura de los absolutismos y en la realidad del amor como motor de confluencias (Fig. 3). sociales, un tema nada nuevo en el autor que ahora se atreve a resolver con argumentos concordes con sus ideales: ante un don nadie social redimido por el trabajo y la sagacidad (valores nuevos), una duquesa abandonará su entorno y su privilegio (valores heredados y viejos). No por casualidad, la escena de La de San Quintín transcurre en aquella Ficóbriga que casi veinte años ante fue testigo del fracaso de Gloria y Daniel Morton (Gloria, 1877), tras el muro de las intransigencias religiosas, a pesar del amor mutuo y del hijo común. Aquel Galdós desahogó en Gloria su frustración ante la radicalidad ideológica de España, pero también el dolor íntimo por la pérdida personal de Sisita por razones semejantes. Tal vez no es más optimista el Galdós de ahora, pero sí más experimentado y maduro, menos castigador. Si hija ilegítima llamada Sisita fue su primer amor, otra ilegítima semejante, su hija María, ve él mismo crecer junto a Lorenza Cobián. Si América fue el mundo lejano que atrapó a la primera de las muchachas para morir, también fue la tierra propicia para que lograra su independencia Pepet, el hombre que se hizo a sí mismo en La Loca de la casa, y será ahora, de nuevo, el horizonte regenerador que acogerá a la pareja que Rosario y Víctor forman en La de San Quintín: “Víctor.− ¡A la mar, a un mundo nuevo! / Rosario.− Volvamos la espalda a las ruinas de éste”. “Es un mundo que nace”, se explica, al concluir con la bajada del telón. Un entresijo de esencias del autor, pues, reside en el envés de esta nueva entrega teatral.

En el año anterior, 1893, el dramaturgo Galdós había abordado el asunto de esas relatividades retomando un texto histórico de sus episodios, Gerona, para revestirlo de especial fuerza trágica y de dramatismo contundente. Era el tercer estreno y constituyó el primer fracaso galdosiano en las tablas. En la escena, y en el marco extremo de la ciudad sitiada, un médico antepone lo personal a lo humanitario general a que se debe y se obliga, maldice la ciencia, no da valor a la vida, y hasta se atreve –él, un civil– a cuestionar sobre las tablas el mito cuasi sagrado de la trascendencia de lo militar. El hombre, en efecto, está conformado por su entorno, viene a proclamar Galdós en Gerona. No es ahora Gerona la ciudad heroica que hizo de su sitio una epopeya, sino que son destacados los héroes-víctimas (Sumta o Nomdedeu, los héroes civiles, y de otro modo Álvarez de Castro), todos ellos personalidades verdaderas, altruistas y fuertes, voluntariosos. El primer acto marcó un clímax, que fue decayendo en los siguientes para caer del todo en el cuarto y final. El público, que reverenciaba los efectismos de Echegaray, había aceptado a medias Realidad y se sintió a gusto con el arreglo cómodo de La Loca de la casa, pero no podía aceptar sobre las tablas, aunados, la presencia del triunfo del egoísmo humano ante una situación extrema, la visión de una ciudad española que se rinde a los franceses, y el alegato público en favor de la inanidad de las ideologías y de los inconvenientes del militarismo. “¡El medio contagia al hombre y condiciona sus valores éticos!”, hubiera querido explicar Galdós, para defender un drama que en nada traicionaba a la historia: “¿Es que una rendición no puede ser heroica?”, pensaría el gran cervantino evocando, tal vez, La Numancia clásica de don Miguel cuya catarsis había buscado. Llovía sobre mojado, sin embargo, para un público como el español sensibilizado ahora por el tema colonial americano, respondió volviendo la espalda a esos planteamientos. La obra tenía que fracasar, pues resultaba, en efecto, demasiado avanzada para la época en que Galdós la estrenó. Suponía un alegato en voz alta de ideas antibelicistas muy arraigadas en su personalidad y candentes en la actualidad española.

En diciembre de 1894, el estreno de Los condenados volvió a ser una apuesta teatral arriesgada por dura; y volverá a ser un nuevo fracaso, lo que provocó en el autor la primera réplica en forma de prólogo: para quejarse de la crítica, de sus arcaísmos y de sus deficiencias; pero también para defender un texto comprometido con el drama social en que siempre creyó. El título apela al simbolismo que la envuelve, de un modo de paraíso terrenal con dos fuerzas opuestas –el bien y el mal– que tiran de una joven, disputándosela. A la postre, vendrá a suponer la capacidad de sacrificio del bien para conseguir el rescate del mal. No era fácil. Tal vez pedía mucho Galdós a un público desconcertado, inquieto, confuso. Porque Los condenados relativiza la grandeza humana que aporta el amor, y hasta la “verdad”, al fundamentar en una mentira “necesaria o conveniente” la regeneración de un individuo extremo, un libertino fuerte, activo, irreverente, orgulloso: El espíritu equívoco y bondadoso en extremo que se opone a él, supedita todo a la salvación eterna del réprobo, de lo que resulta el sacrificio de la joven víctima enmarañada en las redes de un amor funesto (Fig. 4). La obra resultó indigerible a aquel público. La había imaginado Galdós para María Guerrero, que no pudo llevarla a escena.

Subió de nuevo Galdós a las tablas en 1895 para envolver en comedia un asunto para él muy grato y que ha asomado en textos suyos muy variados: el poder de la voluntad, de la energía, del trabajo. Voluntad se tituló la obra; que ejemplifica en la joven Isidora el triunfo sobre la abulia y el decaimiento espiritual de sus mayores y sobre el platonismo decadente de su novio. Era una obra tibia que no convenció a doña María Guerrero y que no despertó pasiones, ni de aceptación ni de rechazo. Muy próximo, en el mismo año, fue el estreno de Doña Perfecta; un éxito indiscutible. Galdós estaba seguro de ello. Ya había en la novela de 1876 intenso dramatismo. Logrará ahora Galdós optimizar la versión teatral limpiando el texto anterior de elementos episódicos, añadiendo a los diálogos brevedad y agilidad, manteniendo la contundencia de los personajes principales, adaptando para la escena las variables de espacio y de tiempo…, condensando, en fin, tanto las palabras como la semántica de las ideas originales de la obra (Fig. 5).

La próxima obra dramática será La fiera, una obra muy aplaudida aquel 23 de diciembre de 1896 de su estreno en el Teatro de la Comedia. Pero no fue más que éxito mediano de Pérez Galdós. La obra reflejaba las inquietudes del momento político, planteando la situación de “la fiera”, del espionaje soterrado en el Alto Aragón de 1822 y 23 cuando planeaba “la otra fiera” de la acción directa de “los cien mil hijos de San Luis” sobre los liberales españoles. No fue muy distinta aquella situación de la actual de Cuba, en cuanto lucha entre la violencia de los insurrectos y de los represores y el pragmatismo inhumano de quienes esperan obtener ventajas de la situación sin importarles el precio. Tampoco es la primera vez que don Benito lleva al teatro –es decir, al hilo de la actualidad española– la convicción antibélica tan arraigada en su personalidad. Ya lo había hecho en 1893, cuando rescató para las tablas el episodio Gerona. La fiera reitera sobre la escena al monstruo de la guerra, ahora el de la guerra civil (la de Cuba es para Galdós otra guerra entre hermanos), con sus dos cabezas igualmente nefastas y además indestructibles: «Huyamos a regiones de paz», exclama la protagonista para concluir la obra: «Huyamos, sí;» –se le contesta, «que estos... estos resucitan...». Volverá al asunto el gran utópico Galdós muy pronto: en la tercera serie de Episodios que comenzará a redactar en 1898, con referencia a las guerras del XIX español, y merecerá el mismo tema antibélico una tercera incursión teatral en 1915, cuando suba Galdós a las tablas el tipo de la “monja andariega” altruista y quijotesca, que se llamará Sor Simona.

Tras este estreno, Galdós descansará de la escena unos años. Son los que rodean la catástrofe de 1898 y en los que emprende la continuación de los Episodios Nacionales. Parece abrirse un nuevo periodo en que teatro y novela se acercan; en que los asuntos de los dramas son semejantes a los novelísticos, en el punto de vista social, en el conflicto histórico y en los temas.