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Galdós dramaturgo

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1.2. El éxito más ruidoso: Electra

MÁXIMO.– ¡Ah! (Como asfixiándose.) Devolvedme a la verdad, devolvedme a la ciencia. Este mundo incierto, mentiroso, no es para mí. ( Electra. Fin del acto IV, Teatro 2, p. 265).

Un hito en la producción teatral galdosiana fue el estreno de Electra, el 30 de enero de 1901, que abrió brecha contundente en el nuevo siglo, en pleno post 98 de las decepciones sociales crecientes y del desaliento; estremecido el panorama español por la cuestión religiosa, por el “hasta dónde” del poder efectivo de la Iglesia y las órdenes religiosas que la servían. Este clímax marcó el basamento de la obra; ayudado por el impacto de una nueva Ley de Asociaciones liberal que perjudicaba los intereses eclesiásticos, y por la marejada de unos sucesos de la actualidad social muy comentados en la prensa (el caso de una joven, la señorita Ubao, que ingresa en un convento con la oposición de su familia; y el de las bodas por amor de la princesa de Asturias, con la oposición de las Cortes). En la primera acotación de la obra, Galdós no dudó en presentarla como “rigurosamente contemporánea”. Y el drama de la joven huérfana de padre desconocido que, tras vivir unos primeros años con su madre y pasar por monjas ursulinas y distintos parientes, es recogida por unos tíos ricos y piadosos, supuso un duro alegato contra poderes y situaciones muy candentes en aquella sociedad. En la obra, todos en el entorno de la muchacha quieren “salvar” a su manera a la marcada por el estigma de un pecado familiar; y especial interés tiene en ello Pantoja, hombre tormentoso y atormentado, que considera la reclusión en un convento el único modo de redención de la muchacha, a quien acosa psíquicamente y contra quien maquina una intriga alevosa cuando ve que el amor la podría liberar de su dominio (Fig. 6).

Era sin duda el de Electra un tema atractivo, rompedor, atrevido y comprometido, que apareció en momento propicio y oportuno ante un público especialmente sensibilizado. El éxito fue apoteósico en Madrid, enseguida, en toda España y luego traspasó la frontera hacia Europa o Sudamérica. Pero fueron las circunstancias las que hicieron de la obra una apoteosis y un acontecimiento inusitados. La joven Electra, la muchacha sencilla y sensible que logra liberarse de las oscuridades, fue un impacto lumínico, como lo estaba siendo la electricidad en la etapa histórica de su escritura (Fig. 7); la electricidad, que es, precisamente, la actividad científica de Máximo, el protagonista, un símbolo de los nuevos tiempos (Fig. 8).

Electra fue un hito en la producción teatral galdosiana y aún en el total de su obra. Supuso una nueva vuelta de tuerca del siempre esperanzado y optimista autor hacia sus obsesiones temáticas y mentales; a sus raíces. De nuevo, y desnudo en la escena, aparece en Electra el hombre de ciencia de sus narraciones primeras (el Pepe Rey de Doña Perfecta, el Daniel Norton de Gloria, el Teodoro Golfín de Marianela, el León Roch de La familia de León Roch), que ahora triunfa con otro nombre y otra circunstancia para continuar la lucha contra la intransigencia, la hipocresía, el abuso de poder y el egoísmo clericales; de nuevo el amor como renovación y como salvación, y el tesón y la voluntad firme como esperanza. También supuso la marejada Electra un revulsivo para el Galdós comprometido y un impulso para dar el paso a la política activa en pocos años; su vida termina con su creación dramática. Galdós acorralado por el dolor y el sufrimiento, no claudica ni se somete. En Alceste, 1914, se glorifica la vida, aún más, la alegría y el deber de volver a vivir. Sor Simona, 1915, encarna el amor a la libertad espiritual, mientras que, en Santa Juana de Castilla, 1918, se concentra el pensamiento y el sentimiento del creador: la verdadera monarquía –amor al pueblo; la verdadera religiosidad consiste en la vida interior, vida de la conciencia.

1.. El teatro galdosiano del siglo XX

Tras Electra, el teatro sigue para Galdós; más combativo, más contundente, más nítido el contenido social. En 1902, Galdós estrena Alma y vida. Parece reafirmado, seguro; y se atreve con un nuevo drama que supone un paso atrevido, formal y conceptualmente, del autor inconformista con la monotonía de la escena. Ahora, envuelto en el simbolismo básico que interesaba al autor, recorre la escena una parafernalia musical y poética nacida –explica Galdós– «como espontánea y peregrina flor en los días de mayor desaliento de los pueblos, y es producto de la tristeza; del desmayo de los espíritus ante el tremendo enigma de un porvenir cerrado por tenebrosos horizontes». En efecto, en aquellos años primeros del siglo, Galdós ve languidecer a España, como languidece la duquesa Laura de la obra (Fig. 9). La sociedad española demanda un regeneracionismo urgente como respuesta al fracaso político, la preocupación por la España “invertebrada”; y, en correspondencia, el corpus galdosiano responde mediante apuestas teatrales como la de Alma y vida, en la novela de la Castilla latente que se publicará en 1909 con el título de El caballero encantado, y en los Episodios últimos.

Va a seguirle en 1903 una comedia en cinco actos llamada al éxito, Mariucha, la imagen de una mujer decidida, fuerte y generosa cuya peripecia simbólico-moralizante dará pie a una reflexión sobre las interferencias productivas entre clases sociales, y significará un nuevo ataque al caciquismo abusador por sus fuerzas y su poder (Fig. 10). Mariucha significa un modo de respuesta a la actualidad política: el fervor democrático de los disidentes frente al gobierno conservador de Francisco Silvela que llegará al poder los primeros días de diciembre. Como la duquesa Laura de Alma y vida, esta Mariucha, hija de marqueses, representa la oposición al poder injusto de su clase apoyadas ambas en el portador de los valores nuevos que propone el autor (ahora el decidido León, que «Trae la cara tiznada; viste traje de pana» cuando aparece en escena) y que les abre el corazón, los ojos y la vida; y como las protagonistas de La Loca de la Casa o Voluntad representan a la mujer nueva de los nuevos tiempos; ahora abierto el asunto al exponente de las interferencias productivas entre las clases sociales y el ataque al caciquismo que abusa de su poder (Fig. 11).

En 1897 Galdós había publicado una novela dialogada llamada El abuelo, que combina el dialogo directo de quince personajes (seis de ellos principales) y un número importante de acotaciones amplias, para narrar cómo el viejo Conde de Albrit regresa a sus antiguas posesiones de Jerusa, en donde viven sus nietas, Nelly y Dolly. Es el principal de sus propósitos dilucidar cuál de las dos niñas es su nieta verdadera, la heredera de su sangre, la nacida de su único hijo fallecido; porque sabe que una de ellas es hija de un pintor con quien su nuera tuvo una relación adúltera. ¿Ideó Galdós El abuelo para la escena y la mala situación de aquélla le recomendó publicarla como novela? Es muy posible. Nada había escrito Galdós para el teatro este año, decepcionado por las carteleras cada vez menos comprometidas con la sociedad, por los actores y por la crítica… Por ahora no escribirá para las tablas. Pero sí que le sigue interesando el medio. Don Benito aprecia las posibilidades teatrales de El abuelo. “¿Teatro o novela, qué más da?”, podría decir ahora Galdós. La caracterización escénica del Conde de Albrit –es convicción de Galdós– necesitaba un actor excepcional: el italiano Ermetto Novelli era su preferido, el actor ideal, el único. Recién terminada la novela se había aplicado a arreglarla para el teatro, con el pensamiento puesto en la interpretación del actor Novelli, quien ha mostrado interés: «Ha visto [en el Conde] un carácter y cree alcanzar con él un gran triunfo escénico» (Carta a N. Oller. Smith, 465). Y en poco tiempo, la novela en cinco jornadas pasó a ser un “drama en cinco actos”, los personajes se redujeron a once por la supresión de varias situaciones, las acotaciones reducen su amplitud, se omiten los soliloquios, el tema queda reducido al principal de la solución del dilema para el conde, se omite cualquier otra alusión social o política, desaparecen los toques de humor y los retratos caricaturescos… Pero no va a ser posible ese estreno en un futuro cercano, ni en Madrid con Novelli, ni en Italia con el mismo actor. Pero subirá a la escena en 1904, y en Madrid, resignado a la realidad de hacer estrenar en España el drama más que esperado. Los Guerrero (María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza) habían acabado de convencerlo. Sin duda, era esa compañía la más exitosa del momento; y le gustaba a don Benito el trato que recibía del talante aristocrático de Díaz de Mendoza, siempre respetuoso y deferente. Él, Fernando, encarnará al conde de Albrit (Fig. 12). Fue un éxito.

> Las dos propuestas de 1905, retoman el hilo de los temas fundamentales galdosianos de modo diferente. Ya había asomado Galdós al simbolismo en Alma y vida; ahora vuelve a él de otra manera. Parece más leve la densidad plástica; más simbólicas las acciones; aparentemente, más imaginarios los asuntos, sin dejar de tener trascendencia real; menos inmediatos los espacios; menos actuales y más librescos los hechos que se metaforizan; más ambiguos los finales; menos transparentes los propósitos. En Bárbara (estreno en el Teatro Español el 28 de marzo de 1905), una tragicomedia revestida de oportunidades de ambiente, se cuestiona de nuevo la relatividad de los valores, aplicados ahora al concepto de “justicia” mediatizado ahora por el poder de un tirano cuyo primer objetivo es mantener el orden establecido por encima de las personas, de la verdad y hasta de la honradez. Bárbara es una mujer distinta, una mujer delicada y sensible de cuya renuncia o de su sufrimiento nace el simbolismo de la regeneración social que propone. Hubieron de renunciar a algo las mujeres “fuertes” del teatro galdosiano: la Victoria de La loca de la casa , Rosario “la de San Quintín”, Isidora la voluntariosa o Mariucha. Pero la mujer que lleva ahora al teatro –que llevará en adelante– es más delicada, más sutil, más espiritual su consciencia del sufrimiento o la renuncia. En la segunda apuesta de 1905, Amor y ciencia (7 de noviembre, Teatro de la Comedia), el científico que ocupa el protagonismo de la comedia comprende y perdona, porque razona y porque ama: razona en el marco humanístico de la ciencia médica, y ama, generosamente, a la humanidad y a la sociedad que lo rodea, a la que consigue regenerar en el marco escénico de un utópico sanatorio organizado desde la armonía para el alma y la medicina para el cuerpo (Fig. 13). Retornará a esos espacios el autor en Pedro Minio, la comedia de 1908, para colocar en la escena la contundencia de la pobreza, dulcificada para la escena mediante el amor, la esperanza y la alegría que reinan en el particular establecimiento de ancianos que enmarca la escena. No está de más recordar que quince años antes de este estreno, había volcado Galdós en una novela, Ángel Guerra, su preocupación respecto al cómo de los establecimientos destinados a acogida de posibles “deshechos sociales”, con una propuesta concreta que el mismo autor revisa en otra novela, Halma, y retoma de otro modo en Misericordia. Fueron aquéllos textos de 1891, 1895 y 1897. El problema social seguía ahí; y Galdós los sube a la escena; pero los conflictos son humanos y precisan del sufrimiento, del dolor y del sacrificio. Como “Poema de ternura” definió Floridor (Luis Gabaldón) esta obra en la crítica que ABC publicó el día siguiente al estreno. Como era de esperar, el público pasó de puntillas por Pedro Minio y respondió con frialdad a Amor y ciencia.

Los últimos textos de Galdós se espacian en el tiempo. Así tenía que ser: por un lado, la actividad política le ocupaba (recordemos: fue diputado republicano en 1907 con la Unión Liberal, y repitió cargo en 1910 con la Conjunción Republicano-socialista); por otro, las frustraciones personales le afectaban, y la progresiva ceguera y el deterioro físico le restaban tranquilidad y capacidad de escritura. Ejerció, sin embargo, como Director artístico del Teatro Español de 1912 a 1913, y, dando ejemplo de honestidad, renunció a estrenar ningún nuevo drama suyo durante el cargo. Y nunca perdió la energía ni la tendencia al optimismo utópico.

El estreno galdosiano de 1910, el de la adaptación para el teatro de la novela Casandra, supuso un nuevo grito de rebeldía en las tablas semejante al de Electra, reafirmada ahora para la escena la contundencia del texto novelístico de 1905: la denuncia de la maldad y la hipocresía sociales, del poder del dinero, del fanatismo religioso que degenera en crueldad, y del clericalismo interesado y artero. Se ha atrevido Galdós. No le resultará gratis. Al estreno asistieron casi todos los nombres políticos del momento (los afines) y muchos amigos. Se habían tomado precauciones policiales temiendo un alboroto. No era descabellado pensar en una reacción violenta del público de cualquiera de los extremos de la opinión pública. Atrevido era representar en la escena el asesinato de la marquesa doña Juana a manos de la amante del hijo de su marido que estratégicamente cierra el espectáculo. En la novela era intención de doña Juana legar a la iglesia toda su fortuna excepto dos millones de pesetas que serían para Rogelio, el hijo de su marido, siempre que aquel abandonase a su amante y la alejase de los dos hijos que tenían en común. Ante esta amenaza, Casandra, desesperada al no ser atendida en sus súplicas, asesina a doña Juana, cuando no ha podido aún cambiar el testamento. Lecturas distintas de una misma preocupación galdosiana han sido esta Casandra, la cercana Electra y la versión dramática de Doña Perfecta casi cinco lustros antes. Demuestra Galdós que no ha decaído el optimismo esperanzado que predica –escondido en los textos–, ni tampoco la confianza y la fe. La atalaya artística del teatro sigue abierta al Galdós creador del siglo XX, más combativo, más contundente, más nítido el contenido social. No abandona Galdós el mensaje de la necesidad de esperanza, alegría y amor; pero tampoco el de la denuncia de la maldad y la hipocresía sociales, el poder del dinero, el fanatismo religioso que degenera en crueldad y el clericalismo interesado y artero. Ahora no sólo el personaje de Doña Juana (una Doña Perfecta rediviva) personifica una denuncia (la principal), sino también la sociedad materialista que la rodea representada por los personajes secundarios; es decir, el público. Solo Casandra triunfa; y con ella el sentido maternal, la rectitud moral y algo más amplio que se alza para cerrar la obra: la esperanza en una mano regeneradora: «¡He matado a la hidra que asolaba la tierra!... ¡Respira Humanidad! (Telón).»

En 1913, Celia en los infiernos (Teatro Español, 9 de diciembre) reitera en las tablas la contundencia de la pobreza del pueblo y propone, desde la actitud de la rica aristócrata que la protagoniza, la tesis del necesario equilibrio social, aunque –en una actitud muy de la resignación esperanzada del Galdós último– aceptando la realidad de los tiempos que, si difícilmente resuelven con eficacia los males sociales, sí que logra mitigarlos con amor y caridad. Así parece quedar indicado tras las actuaciones del militante socialista Leoncio, y el viejo astrólogo vendedor de ilusiones, Pedro Infinito, impenitente hablador, a veces loco y a veces cuerdo. Vive Infinito aparentando ser escritor de memorias y profesor de cábala, y debe el apelativo de “infinito” porque “navegando por los espacios celestes trae acá las verdades; y es un cuco, o un loco muy práctico”. Celia va a él para que le ayude a encontrar a los que busca: los desahuciados de la fortuna. Pedro Infinito se consagra a dar ilusión a los pobres que se acercan a él con sus medios: les da consejos, consuelo o esperanza. Celia le agradecerá su ayuda dándole una pensión para que siga consagrado a dar felicidad. Significa Celia en los infiernos una alegoría de los beneficios espirituales que deberían aportar los regímenes republicanos y socialistas, más comprometidos –en teoría– con el bienestar social.

Al año siguiente (21 de abril de 1914) el Teatro de la Comedia estrena la tragicomedia Alceste, la obra en que Galdós reescribe el texto clásico de Eurípides para renovar la propuesta del poder salvador del amor, insuflado ahora de mayor contenido político: sí al amor al esposo (de Alceste por el rey Admeto), pero también el amor al interés general, al pueblo, merecedor del supremo sacrificio. En el centro de la escena destacó la actriz principal, María Guerrero, deslumbrante en el escenario por su rico vestuario y su prestancia. Para ella fue concebida esta obra aprovechando su extraordinaria versatilidad para la tragedia, idónea para prestar lucimiento a la figura grandiosa de aquella reina. Este Galdós último, tan amante de símbolos y alegorías como estrategias de escritura, incorpora a la escena de Alceste, humanizándolas oportunamente, a la Historia y a la Filosofía. Lo hace para el apoyo y la clarificación de sus tesis; para adobar la obra de fuerza dramática, también para afianzarla en el mundo del conocimiento y las realidades ante el público que las recibe. La propuesta de Alceste, adecuada para el tiempo que la vio estrenar, nunca ha envejecido, porque la imagen de la madre, la fuente de la vida muriendo, secándose para asegurársela a sus riachuelos, es algo a lo que el ciego escritor que se le agotan los remedios, va a ir acudiendo cada vez más. Galdós hizo acompañar a su obra de una carta «A los espectadores y lectores de Alceste», que justificaba su interés por esta fábula mitológica y su tradición. Se publicó el día del estreno en El Liberal, y acompañó a la edición en papel. Su lectura resulta sugerente porque en ella justifica la mayoría de las licencias que él mismo se otorga para la composición de su tragicomedia. Consciente de que la Mitología sólo despertaría la curiosidad de un público erudito mínimo, más habituado a leerla que a verla escenificada, Galdós se ha propuesto modernizar el mito de Alceste de suerte que llegue a interesar al público, o al menos a despertar su curiosidad sacándola del letargo.

El asunto bélico subirá de nuevo a la escena en el estreno de 1915, cuando Galdós rescate para el teatro Infanta Isabel de Madrid el tipo de la “monja andariega”, altruista y quijotesca de Sor Simona, una modernísima monja de un convento ideal sin reglas ni muros, que predica con sus actos la paz, el desprendimiento y la espiritualidad, y que se alía con el autor para ayudarle a mostrar su antibelicismo de siempre y –una vez más– el poder salvador del amor (Fig. 14). Se plantea Sor Simona muy en la línea de lo que venía siendo su producción teatral última: de nuevo el tema siempre candente de los contrastes “de las dos Españas”, el antibelicismo y la defensa de una religiosidad auténtica y sin trabas. La obra tuvo gran éxito: habían pasado los años, y el dramaturgo había adquirido mucha experiencia.

Parece Galdós dar un giro amable a su dramaturgia cuando prepara para ella su próximo estreno; un sainete titulado El tacaño Salomón que estrena el Teatro Lara de Madrid el 2 de febrero de 1916 (Fig. 15). Retoma Galdós en este sainete el tema para él tan preocupante de la economía, de su economía. Galdós no concibe la posesión del dinero separada del vicio de la avaricia. Como en una comedia anterior (Pedro Minio, 1908), ahora es este Salomón, un pícaro secretario de un hacendado argentino y hermano rico, el que se enamora de la joven Crucita, hasta que su duro corazón burocrático se va enterneciendo para terminar aconsejando a su amo el legado que este no estaba seguro si debía realizar (Fig. 16). Salomón viene de Buenos Aires y su marcado acento argentino favorece la hilaridad general. El tacaño… –casi un lapsus ligero en el marco ambiental de un socialismo sentimental– prosigue la vía temática de la defensa de la caridad y la compasión que había abordado Galdós en propuestas teatrales recientes, Celia en los infiernos (1913), la más cercana en el tiempo.

El último estreno teatral de Galdós es Santa Juana de Castilla: la tragicomedia en tres actos, estrenada en 1918 y broche de oro de la creación galdosiana que significa un redondeo apretado de ideas y de preocupaciones pendientes del autor, elaborado con especial habilidad dramática. Las claves del texto se sintetizan en el primer acto. Juana, la desgraciada reina viuda es para Galdós el símbolo ideal; es Castilla y es España; una España confortada en el pueblo –las gentes de Castilla–, con un cristianismo prístino, puro, simbolizado en el agua que pide para sus manos de moribunda, y, por fin, con la cercanía mental y hasta física a Erasmo (la reina aprieta contra sí un ejemplar de El elogio de la locura) … Juana, Santa Juana de Castilla, envuelve distintos sueños galdosianos: destacado, el de un cristianismo esencial, limpio de prácticas superfluas y de ritos, acogedor de distintas perspectivas, tolerante, abierto a planteamientos e interpretaciones diversas que ya añoró desde el viejo texto de Gloria, cuarenta años antes, apenas iniciada su tarea literaria (Fig. 17). Parece que todo ha cambiado en el teatro galdosiano; pero todo sigue esencialmente igual.