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Penteo ya no vive en Níjar:
Una lectura de las Bodas de sangre de José Luis Gómez

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Mientras aún suena la música, el telón del fondo se alza y aparece la tierra, el paisaje sintetizado en dos colinas recortadas sobre un cielo azul que quien conozca Níjar identifica.

Música, coro y Níjar. Tres elementos que no estaban en el inicio del texto lorquiano. Comencemos por detenernos en el primero. “Casi un musical”, era el titular de La Verdad del 15 de febrero de 1986. Gómez sustituye muchos de los recitados por cante argumentando que “es impensable que [Lorca] escriba unos textos que son evidentemente ‘seguiriyas’ y pareados para no ser cantados. Es de cajón” (Fernández Lera 1985: 10). Para él no es una concesión al folclorismo, sino que expresa una realidad andaluza que podría resumirse en esta frase: “La entrada de la boda, si no se es andaluz, se recita, cuando en realidad hay que cantarla porque en Andalucía se canta” (A.V.G., 1985). Se renuncia a la música propuesta por Lorca (Kube Tamayo, 2018) y se encarga a Paco Aguilera una partitura que esté en consonancia, como el vestuario, con la recuperación del ambiente de la época en la que sucedieron los hechos. Y por ello se utilizan los cánticos que tradicionalmente se entonan en los campos almerienses. Se intenta evitar “lo fulero, la fiesta nacional, y hemos preferido recurrir a ese mundo que está en Andalucía y que muchos de nosotros llevamos en nuestras raíces” (García, 1985).

Desde luego, era uno de los riesgos del montaje, que el espectador, o el crítico, creyera ver “folclorismo, andaluzada que recorre los caminos del tópico permanente: las palmas y el cante” (Eskilo, 1986). Creo que la escena final, esa especie de oratorio fúnebre, está muy lejos del folclorismo, y mucho más cerca de la comunión que se puede sentir al ser partícipe de un rito: sobre el lamento continuo del coro se alternan las voces de la Madre y la Novia para cantarle una saeta al hijo muerto, porque “es cierto eso de que, como en la ópera, hay cosas tan radicales que sólo pueden decirse cantando” (Furundarena, 1986).

Pero además, es perfectamente coherente que en la visión de Bodas de sangre como una tragedia ática, se cante. Y más, el coro.

Un coro que va a permanecer en escena prácticamente durante toda la obra en sus diversas composiciones. Esta inicial composición desaparece, pero queda una mujer ataviada con pañuelo en la cabeza, sentada en una silla de madera al fondo de la escena, que presencia el diálogo de la madre y el hijo [Acto 1, cuadro primero] y que avanzará para representar a la vecina que conversa con la madre en el final de este cuadro. En el cuadro segundo, la escena de la nana, estarán de testigos la niña-criada y varios músicos. Tanto la Suegra como la Mujer –protagonistas de este cuadro– se fundirán con un coro mucho más numeroso que se va conformando en el cuadro tercero, la petición de la novia [Acto 1, cuadro tercero]. Este mismo grupo es el que irá cantando desde el inicio de la escena, al principio muy bajito y en un tono triste el “Despierte la novia la mañana de la boda”, casi como transición de un momento a otro y observará ese primer encuentro, para el público, entre Leonardo y la novia para, a continuación, convertirse en el protagonista con sus cantos y palmas.

En el cuadro segundo del segundo acto, mientras un músico toca una tristísima melodía con un instrumento de cuerda, el escenario se va llenando de personas que preparan mesas y sillas y que cantan junto a la criada el “Giraba, giraba la rueda”. De esta forma, la verbalización de los augurios y presagios no recae en un solo individuo, sino en la colectividad. Es en este cuadro cuando más intervendrá en la acción y el fondo será, como dice la acotación, “un animado cruce de figuras”.

En el cuadro primero del Acto tercero los leñadores “forman una especie de coro sobrenatural cuya función, como en la tragedia griega, es informarnos y comentar la acción” (García Lorca 1985: 145), y el coro “terrenal”, como es lógico, dado el carácter distinto que tiene todo este cuadro, no está en escena.

En el cuadro final, el coro vuelve a aparecer, esta vez escindido en dos: las mujeres con la cabeza cubierta y con ofrendas van adueñándose del centro del escenario, mientras que, detrás, un grupo de hombres con la cabeza agachada participa pasivamente en el rito (fig. 4).

Es dentro de la lógica de montar Bodas de sangre como una tragedia griega que conecte con los sucesos reales como se entiende el protagonismo que adquiere un coro que asiste al desarrollo de la acción sin participar directamente en ella pero que no es indiferente, con “una pose de vieja fotografía tribal, como memoria y, a la vez a modo de exorcismo” (Sagarra, 1985).

Para el crítico López Sancho, la inclusión de esta colectividad desvirtuaba completamente a Lorca:

José Luis Gómez ha creído conveniente darle un cambio radical al sentido de la tragedia, que está explícito en las acotaciones y en el texto lorquiano. […] Gómez pone, apoya la acción, en un desdoblamiento en nada querido, apuntado, insinuado por el autor. Los acontecimientos se producen ante testigos. Hay un pueblo omnipresente que desvirtúa la dimensión trágica individual, de la tragedia, al convertirla en un drama social. Ni una sola de las acotaciones de García Lorca están en ese sentido (López Sancho, 1985).

Esta “falta de respeto a las acotaciones” aparecerá en más de una crítica periodística negativa de una forma mucho menos razonada que en la crítica de López Sancho10 y, sin entrar en el debate de la relación entre autor y director teatral en el que Gómez ha dejado clara su postura numerosas veces11, creo que estas peticiones de fidelidad al texto espectacular –el texto literario, como ya dijimos, permanece inalterado– responden no sólo a una forma de entender la representación teatral quizás hoy en día ya superada, sino que evidencian la corta trayectoria de Bodas de sangre en escena en España. Recordémoslo, porque creo que es importante para valorar en su tiempo la recepción del montaje por parte del público, la inmensa mayoría de personas nunca había visto la obra en las tablas y probablemente tampoco tenía una referencia visual procedente de las películas que ya se habían realizado basándose en ella12.

Lo que esperaban ver sólo se nutría de lectura. La escasez de información proporcionada en el programa de mano, en el que sólo se incluía parte de la conferencia de Pablo Neruda en el homenaje a Federico García Lorca tras su asesinato (fig. 5), contrasta con la voluntad “pedagógica” de Gómez que destilan las múltiples noticias publicadas en prensa sobre el montaje en su larga trayectoria por toda España y América. Conferencias, ruedas de prensa13, entrevistas y hasta ese artículo del que hablábamos al principio, “Bodas de Sangre: La síntesis irrepetible” (Gómez, 1985), en el que el director revela cómo fue su inicial acercamiento al texto, cómo una lectura más profunda le produjo un “impacto” que le obligó a ponerla en escena para reparar un agravio histórico, su voluntad de crear un espectáculo festivo con efecto catártico, en el que “sentir la proximidad de personajes sacados de una realidad que nos es conocida y la dimensión más desesperada del dolor, el amor y la muerte”, su reconocimiento a la novedad que suponía “introducir indicaciones de color para los decorados, insólitas en el teatro español de su tiempo”.

Y en esas explicaciones de su montaje, Gómez, al hablar de las indicaciones escénicas, sostiene que se han respetado

… absolutamente. Lo que pasa es que hemos intentado dotarlas de un grado de abstracción mayor. Evidentemente, hay una síntesis de habitación, al fondo se ve una montaña, y esa habitación, que tiene un techo va cambiando, se vuelve rosa, se vuelve amarilla y de pronto desaparece y hay un gran espacio negro, el bosque, corre el agua y aparece la luna por detrás de los montes, y luego desaparece y es un gran espacio blanco, redondo, el espacio final (Fernández Lera, 1985: 10).

Esta opción sacrifica voluntariamente una noción diáfana de lo interior y exterior que en las acotaciones de García Lorca quedaba muy marcado. Si de los siete escenarios presentes en la obra seis podemos considerarlos interiores (Doménech, 1986: 296) y sólo el cuadro primero del tercer acto es claramente exterior, en la versión de Gómez se respeta este esquema en cierto sentido, ya que las puertas sólo desaparecen en esa escena del bosque, pero la presencia constante del paisaje puede resultar confusa para el espectador que hoy en día vea la grabación del montaje (el techo apenas se aprecia en algunos momentos)14.

En la crítica que recibió la obra a su paso por Zaragoza en El Día del 24 de enero de 1986 se ponía el acento sobre este desconcierto y la decisión de “eliminar” el espacio de la cueva, de tan claro valor simbólico, o no hacer presente la humedad del bosque:

El espectador ya ha soñado un posible montaje, que contrasta, con el que ve en escena. En mi caso este contraste fue en un primer momento de desorientación. […] Se han sustituido las decoraciones diferentes de cada cuadro por una decoración de fondo constante que muestra unos duros y secos montes, expresión plástica de los secanos almerienses de Níjar donde se sitúa la acción. Bien está habida la cuenta de la insistencia en la sequía –física y también simbólica– de la tragedia, pero a cambio se han perdido otras indicaciones escénicas muy cuidadas de Federico como pueden ser la significación telúrica de la cueva donde vive la novia y la humedad del bosque (III, I). Se resiente por ahí el simbolismo poético de la tragedia. Los cambios de espacio de la acción de la primera parte, a pesar de la luminotecnia, quedan muy borrosos en la primera parte del espectáculo. Si pienso en un espectador que desconozca el texto, lo imagino perplejo. No es cuestión de verismo, sino de claridad narrativa. Muy diferente es la situación en la segunda parte, mucho más valiosa. No porque tenga una apariencia más efectista sino porque se han ideado soluciones interesantes para hacer sensibles la luna o la muerte, porque se logra crear una cierta tensión trágica, mientras que en la primera parte, incluida su culminación, se está rozando lo zarzuelero y el espectáculo no logra la altura emotiva deseada. (El Día, 1986).

Desde luego la cueva no está15 si lo que queremos ver es una imagen realista de una cueva de Purullena, el sentido telúrico de ese elemento probablemente sí.

10 “Se prescinde de las acotaciones del autor [...] el autor marca en la acotación de la petición describiendo el traje de la madre: Raso negro con mantilla de encaje” y el del novio: “Pana negra con gran cadena de oro” y la novia “Traje negro mil novecientos, caderas y larga cola” [...] lo que sí tenemos claro es que nos hubiera gustado más que se respetase la intención del autor (en Bodas de sangre está muy marcada en las acotaciones)” (Ferga, 1985). Y en Córdoba eran mucho más extremos al escribir que no respetaba las acotaciones del texto “falseándole por tanto. Ya que convierte la tragedia en un miserable suceso entre andaluces casi hambrientos. Y todo parece estar pasado por un tamiz alemán, germanizado. [..] Un suceso teatral lamentable” (Baquero, 1985).

11 En 2002, en un periódico, numerosos directores respondían a tres preguntas sobre la importancia del director, concretamente la segunda era si se consideraba creativa la labor del director, a lo que Gómez respondía: “Su función es la creación del mundo físico, plástico, las atmósferas: elaborar las metáforas materiales y espirituales que desprende el texto. Un buen director desvela, desentraña y otorga, junto con sus actores, vigencia física a la obra literaria” (El Cultural, 2002).

12 Existían ya varias versiones cinematográficas (Utrera, 1987: 125 y ss.). Ni la temprana película de 1938, ni la versión marroquí de 1977 eran accesibles. Muy probablemente, la película de Saura, la versión en ballet de Gades de 1981, sería la única que podría haber moldeado la idea del mundo físico en el que se mueven los protagonistas.

13 A modo de ejemplo, véase la reseña del 9 de octubre de 1985 en el Ideal de Granada, en la que, no sin cierto sarcasmo, Martín Rubí, que realizaría una crítica despiadada al montaje días después (Martín Rubí, 1985), describía cómo Gómez expresaba “en un largo soliloquio sus distintas opiniones sobre el mundo de Lorca y su teatro” y cómo “no sin ciertos alardes de erudición en su exposición por la que desfilaron referencias a Caro Baroja, Gerardo Diego, G. Bataille, Eurípides, Aristóteles, Bernardo Bertolucci, Naguisha Oshima, etc…”; hablaba de la relación de la obra con un paisaje “de largos trayectos, polvo, aridez” y concluía: “en fin, casi una conferencia sobre Lorca que demostraba –al menos– una apreciable información previa sobre la obra que esperamos se corresponda con lo que hoy presenciaremos sobre el Teatro Isabel la Católica”.

14 Probablemente, en directo la iluminación fuese lo suficientemente clara para hacer sentir al público lo que las precisas acotaciones de Lorca querían reseñar para cada cambio de espacio, pero en la grabación del espectáculo que puede verse en la Teatroteca, en un primer visionado, resulta difícil de discernir. En la versión que para televisión se realizó en 1986 se aprecian mejor algunos detalles de colorido y de sonido, pero presenta algunas diferencias notables respecto a la grabación de la versión teatral. En primer lugar, el papel de la novia es interpretado por Gloria Muñoz, que se incorporó al elenco en el papel de novia; pero, sobre todo, la escena de la luna y los leñadores es muy diferente.

15 O quizás puede que esta “eliminación” sea una concesión más a la realidad de los sucesos, ya que los protagonistas reales vivían en distintos cortijos distantes entre sí, pero no en cuevas.