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Penteo ya no vive en Níjar:
Una lectura de las Bodas de sangre de José Luis Gómez

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Están las habitaciones y está Níjar. Si el coro, como decíamos, está omnipresente, también lo está ese paisaje, esa tierra sin la que es imposible entender la tragedia. Porque, efectivamente, como reseñaba López Sancho, “los acontecimientos se producen ante testigos”. Como en un juego de espejos, en la representación del estreno en Almería, los actores/protagonistas actuaron en un escenario mientras los protagonistas reales les observaban. Detrás, un coro de actores les miraban y un coro/espectadores también. Y más atrás, un decorado de unas colinas ficticias que se corresponden con las reales fuera del teatro que atravesarían para volver a casa algunos de los ciento cincuenta vecinos de Níjar que asistieron al estreno.

Stainton resumía brillantemente, en un artículo sobre el concepto de la tierra en el montaje de Gómez, la relación entre ese coro –human backdrop, telón humano– y el paisaje al analizar la última escena:

… their heads bowed and hands dropped, a static, voiceless, and unmistakeably male background to the women who were performing downstage. The men were virtually indistinguishable from the landscape behind them. Gómez could scarcely have made a more graphic statement about the bond between these people and the land on which they live. (Stainton, 1986: 209).

La escena del bosque fue quizás la más apreciada por la crítica del momento. Sagarra, en su artículo de El País, describía elogiosamente cómo se había conseguido crear una atmósfera realmente mágica

La carta más arriesgada la juega Gómez, tal y como debe jugarse, en el tercer acto, durante la fantasía poética, que es lo más mágico, lo más maravilloso, de esa tragedia, donde Lorca definitivamente nos tiene en un puño. Aquí, la modernidad de Lorca, el Lorca que se anticipa, el Lorca intuitivo, genial de 1933, es servido como se merece por Gómez y el escenógrafo, el alemán Manfred Dittrich. El bosque y la noche son realmente mágicos. La luz lo es también. Y la luna y la muerte están ahí, con toda su fuerza. Es esta una escena que justifica, por sí sola, a pesar de esos leñadores que parecen un anuncio de Pescanova escapado de un montaje de Bob Wilson, todo el trabajo de Gómez y Dittrich. Eso, señores es servir a Lorca, servirlo 1985, y servirlo estupendamente. (Sagarra, 1985).

El realismo de anteriores momentos desaparece y el espectador debe tener la sensación de que se encuentra ante un momento único y extraordinario. En un escenario oscuro, una música continua, metálica, como proveniente de otro mundo, completamente distinta de lo que hemos estado oyendo hasta ahora, inquieta. Lentamente, “a cámara lenta”, aparecen los tres leñadores con unas hoces que afilan produciendo destellos y sonidos. Tras su diálogo, mientras anuncian que sale la luna, por el fondo del escenario, ésta va surgiendo entre las montañas a la par que los leñadores van abandonando la escena mientras cantan con voces distorsionadas. La luna de Lorca –“leñador joven con la cara blanca”– hace su aparición, una figura al fondo, al contraluz: un delgado cuerpo andrógino que sólo intuimos mujer al recitar. Para Stainton

His own moon in Bodas de sangre was a gaunt and hairless woman. Her domain was the world of death and passion, the forest: “Para mí, Lorca dice que [la luna] es un leñador con la cara blanca. Yo he hecho esto. He hecho un ser extraordinario con un cuerpo blanco”. In Gomez’a production the moon rose, crouching, against a brilliant sphere of light on a darkened stage, then turned to address the audience. The sight of her was shocking: she looked like a victim from a death camp. Alone and ghostly white on a hushed stage, the moon began to speak. It was a moment of pure aural and visual poetry”. (Stainton, 1986: 210)

La fortuna crítica del montaje fue muy variada, tanto que a veces uno se pregunta si los espectadores –o los críticos más bien– vieron la misma obra. Guerenabarrena, en unas elogiosas páginas, señalaba que las críticas habían ido “desde la descalificación global y el reconocimiento de aspectos parciales hasta el reconocimiento general con ciertas dudas sobre algunas soluciones más buscadas que encontradas”. Pero reconocía el “esfuerzo de valentía” comparándolo con el realizado por Pasqual en El Público, para concluir que “José Luis Gómez ha puesto a Lorca cerca de 1986” (Guerenabarrena, 1986: 15).

Hoy en día, transcurridos casi 35 años desde su estreno, el montaje de Gómez quizás pueda valorarse en su dimensión correcta16. Ciertamente es innegable el profundo estudio de García Lorca y la voluntad de dar a conocer lo aprendido a través de una puesta en escena austera en la que debía estar la complejidad de los planteamientos, un esfuerzo titánico que creo no tuvo una recompensa directa en el momento, lastrado por la voluntad de ver en escena una obra nunca antes vista con un montaje más “arqueológico”.

Hoy en día cualquier persona que quiere acercarse a Lorca por primera vez tiene infinitas oportunidades de verlo en escena, pero para muchos, aquel otoño de 1985 fue su primer encuentro. Quizás no captaran mucho o nada de los planteamientos intelectuales que estaban en el trasfondo, probablemente nada sabían de Penteo, quizás algo de Casimiro, pero si participaron en la “celebración” de Bodas de Sangre recibieron una espléndida “clase de literatura”17.

16 En la edición del teatro completo de Lorca, Sergio Santiago Romero, aunque califica el estreno como uno de los más emblemáticos, considera que, pese a la “extraordinaria calidad interpretativa”, la propuesta escénica es, a ojos del crítico actual, poco arriesgada y bastante convencional, debido al sempiterno recurso al andalucismo –en los trajes, en la utilería, en el deje de la dicción suavemente compensado para no dar rienda suelta a lo dialectal– y una escenografía (…) que, en lo esencial, no suponía grandes aportaciones con respecto a los trabajos de los años 30” (García Lorca, 2019: 362-363).

17 Carlos Bacigalupe comenzaba su crítica así: “Emociona pensar y corroborar que lo bueno es imperecedero. Por si me quedara alguna duda –que no, eso lo tengo claro–, el jueves, a las ocho, en el Ayala, pude rectificarlo. Fue cuando cientos de jóvenes estudiantes, al principio ruidosos y distantes, premiaron con fortísimos aplausos la labor de conjunto, la concretización escénica a cargo de José Luis Gómez en Bodas de Sangre. Creía yo en mi ingenuidad que aquella humanidad joven y desafecta “pasaría” olímpicamente del drama sucedido en Níjar allá por 1928. Pero, qué va. A medida que transcurría la función, según que la tensión dramática se engrandecía, la abundante masa de catecúmenos se recogía sobre sí misma reflexionaba y admiraba”. Y finalizaba: “Los chicos no han tenido jamás una clase de literatura como esta”. (Bacigalupe, 1986).
BIBLIOGRAFÍA CITADA
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