1. MONOGRÁFICO
1.4 · Cervantes en los teatros nacionales
Por Fernando Doménech Rico
2005. La entretenida
En 2005 se celebró el cuarto centenario de la publicación de la primera parte del Quijote. Era un año especialmente cervantino, y se podía prever que la CNTC ofrecería una versión de la novela. No lo hizo, sino que ofreció dos obras de Cervantes en la misma temporada, lo que nunca antes se había producido en los teatros nacionales (ni ha vuelto a suceder). Y las dos obras eran auténticas novedades, una comedia poco representada hasta entonces, La entretenida, y la dramatización de un poema didáctico, el Viaje del Parnaso. Opinaba Rey Hazas que esta sorprendente programación se debía en gran parte al nombramiento, en el año 2004, de Eduardo Vasco como nuevo director de la Compañía: “Y lo creo así porque se trata de un director muy relacionado con el teatro clásico, que había llevado antes a escena obras de Lope de Vega, Calderón, Zorrilla y Shakespeare, y admiraba desde hace tiempo la obra cervantina, a juzgar por sus declaraciones” (Rey Hazas y Zubieta, 2005, 137). Eduardo Vasco ha sido siempre, sobre todo, un admirador confeso de Lope de Vega, un ferviente lopista. Pero ha sido también un director enemigo de seguir caminos trillados, un investigador de nuevos textos y nuevas fórmulas para el teatro clásico. De ahí su interés por Cervantes sin desdeñar a Lope y de buscar en la obra cervantina aquellas obras menos representadas.
La entretenida, una de las comedias incluidas en las Ocho comedias y ocho entremeses, tenía pocos antecedentes en la escena española y, desde luego, nunca se había estrenado en los teatros nacionales. Eduardo Vasco le encargó la dirección a Helena Pimenta, que había alcanzado una gran notoriedad al frente del grupo Ur Teatro, sobre todo con sus montajes de Shakespeare, y que en 2002 había dirigido La dama boba, de Lope de Vega, para la Compañía Nacional de Teatro Clásico. De la versión del texto cervantino se encargó Yolanda Pallín, una de las mejores dramaturgas de su generación, como había demostrado con la Trilogía de la juventud, y que en 2005 había realizado numerosas adaptaciones de textos clásicos. A ellos se sumaron José Tomé como responsable de la escenografía, Rosa García Andújar, que diseñó el vestuario, Miguel Ángel Camacho, en la iluminación y el propio Eduardo Vasco, que tomó a su cargo el diseño de sonido. Este equipo de dirección tomó muy pronto una decisión francamente arriesgada, que marcó toda la estética del montaje: la decisión de trasladar la acción de la comedia a los años de 1960, y hacerlo no sólo en el diseño de escenografía y vestuario, sino en la propia intervención sobre el texto de Cervantes [Fig. 8]. Actualizaciones y traslaciones en el tiempo son relativamente corrientes en las versiones escénicas de los clásicos: ya hemos citado aquí la versión de la Numancia de Narros, y se podrían citar otras muchas, pero ninguna tan radical como la de Yolanda Pallín con La entretenida. La conversión de los criados de la comedia de Cervantes en criados de casa rica en la España de comienzos del desarrollismo obligaba a cambios en toda la concepción del espectáculo cuyo símbolo más evidente para los sorprendidos espectadores era la aparición en escena de un Seat 600, del cual se encargaba el lacayo Ocaña, transmutado en mecánico. La adaptadora explicaba así esta decisión:
La parte más complicada y más estimulante del trabajo con el texto ha tenido que ver no tanto con la sustitución de algunos términos incomprensibles hoy en día, como con la “traducción” de algunas acciones o formas de comportamiento. Cuando un término no se entiende en absoluto por el espectador medio actual, se impone un cambio. La complicación aparece cuando algún término, o acción, ha sufrido un desplazamiento semántico.
El caso más llamativo en La entretenida nos lo ofrecen los oficios de los personajes humildes. Así, el lacayo Ocaña ha pasado a ser el mecánico Ocaña. Y este cambio ha arrastrado a muchos otros referidos al campo semántico correspondiente. El espectador de hoy no entiende en toda su extensión lo que quiere decir ser “lacayo”. Reconoce la palabra, pero como un resto del pasado, sin apenas significado. Eso no funciona teatralmente. Y sobre todo, no es fiel al original (citado por Rey Hazas y Zubieta, 2005, 172).
El lacayo, efectivamente, era el criado de ínfima categoría encargado de los caballos del señor, lo que le hacía estar a menudo en las caballerizas, ocupado en tareas como almohazar a los animales, trabajos que hoy en día resultan incomprensibles para la inmensa mayoría del público, incluso el público culto. La conversión del lacayo en mecánico obliga a cambiar “caballeriza” en “garaje”, y esto arrastra a numerosos términos de sus respectivos campos semánticos. Rey Hazas cita numerosos ejemplos, como el siguiente (Rey Hazas y Zubieta, 2005, 141):
Soy de esta casa mecánico;
y aunque siempre en el garaje
me arrincono, el amor ciego,
con su yelo y con su fuego,
me aturde y quita coraje. (Versión de Yolanda Pallín)
Soy de esta casa lacayo;
y aunque en la caballeriza
me arrincono, el amor ciego,
con su yelo y con su fuego,
me aturde y martiriza. (Texto de Cervantes).
La adaptación, por tanto, no solamente consistía en la supresión de algunos versos o el cambio de unas cuantas palabras desusadas, sino en una radical intervención en el texto de modo que se ajustara a las acciones de los personajes en una nueva situación social, la de la España de los años 60. Y todo ello, como explicaba Yolanda Pallín, para ser fieles al original, es decir, para conseguir que el espectador de hoy entienda por más cercanas las motivaciones de los personajes. Hay que decir que no fue entendido así por muchos de los críticos. Y menos aún por otra decisión arriesgada de los responsables del montaje: la decisión de mantener en ese Madrid de aspiradoras, coches y edificios del franquismo, a una pareja de personajes, la formada por Don Antonio y Marcela, con trajes del siglo XVII. El efecto era el mismo que se produce en los cuadros de estética pop del Equipo Crónica, donde puede aparecer Superman en el entierro del Conde de Orgaz, o un patito de goma en Las meninas. Era, por supuesto, un efecto buscado, y así lo entendió algún crítico, como Boni Ortiz, en La Voz de Asturias: “Qué bien traída la pieza a la subversiva década de los sesenta, mediante la estética pop usada en la escenografía, los objetos y el vestuario y que tanto recuerdan aquel juego de contrapuntear nuevo y viejo del Equipo Crónica” (Ortiz, 2005).
La escenografía y el vestuario recordaban, efectivamente, al de los cuadros pop de aquellos dos artistas, con sus colores planos, rosas, amarillos verdosos y negros, todo ello envuelto por la luz brillante, sin claroscuros, de Miguel Ángel Camacho. La interpretación corrió a cargo de un nutrido grupo de actores de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, la mayoría con una gran experiencia en el trabajo con los clásicos: Pepa Pedroche, Joaquín Notario, Toni Misó, Jordi Dauder, Montse Díaz, José Luis Santos...
El resultado fue una obra de gran solidez, un experimento muy bien planteado y resuelto con toda solvencia por un equipo que tenía una idea muy clara de qué se puede hacer con un clásico para acercarlo al público contemporáneo. A pesar de ello, la crítica fue muy poco benévola con el montaje. Hubo quien encontró aspectos positivos, pero el tono en general estuvo entre la displicencia y el ataque. Eduardo Haro Tecglen fulminó una de sus críticas más atrabiliarias bajo el expresivo título de “Pobre Cervantes”:
¡Pobre Cervantes! Le han cargado encima una actualización relativa que no pega con su texto ni con la verosimilitud. Lo que él cuenta y enreda no puede suceder en la España contemporánea, en un Madrid imitado con maquetas de edificios célebres y actuales, aunque la aparición de un Seat 600 nos debe retrotraer a unos decenios antes, intempestivos, inadecuados; ni correspondería a una rica familia con chófer, criados, doncellas...
Pero ¿quién me manda a mí buscar verosimilitud o al menos adecuación entre texto, sucesos y espectáculo? Rara manía. Esta cuestión de maniático se agudiza al verla apadrinada por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que quizá podría tener algún reparo en falsificar a los clásicos, aunque lo haya hecho muchas veces; pero ya que lo hace, podría hacerlo con calidad y arte. No es éste el caso, y no culpo a los actores. Ya casi nunca tienen los actores la culpa de los disparates que se les encomiendan. Probablemente es el estado de angustia, de confusión en el que vive este arte dramático el que fuerza a este tipo de incongruencias. ¡Pobre Cervantes! (Haro Tecglen, 2005).
Menos agresiva era la crítica de Juan Ignacio García Garzón en ABC: “Es un montaje dinámico y divertido, aunque no redondo, pues la escenografía de Tomé es francamente fea y escasamente funcional y, norma de la casa, la forma de decir el verso de los actores bastante heterogénea” (García Garzón, 2005). Mucho más comprensiva con el espíritu de la propuesta fue la crítica de provincias, cuando la obra giró por España:
Rescatar a nuestros clásicos no es revivirlos sobre un escenario con sus sayas y pelucones, siguiendo las instrucciones de un trasnochado romanticismo ilustrado, sino ponerlos a disposición del público de hoy, con un ideario y una iconografía formadas en la historia reciente y en las claves culturales trepidantes del videoclip y la publicidad, entre otras.
[...] Qué eficaz el escenario único de José Tomé, su claridad y su color. Qué bien la luz, ayudando a delimitar espacios y acción. Qué discreta y respetuosa la adaptación de Yolanda Pallín. Qué magnífica dirección de Helena Pimenta, para resolver la enredada historia y servírnosla sin piel ni espinas y tragarla sin más. Qué bien dicho el verso, con qué claridad de tono e intención, por los dieciséis actores y actrices. (Ortiz, 2005).
Ya advertía Javier Villán en El Mundo que la obra “va e entretener a unos, va a desazonar a otros”. Y, en efecto, no dejó indiferente a nadie.
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