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NÜM 4

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1. MONOGRÁFICO

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1.4 · Cervantes en los teatros nacionales


Por Fernando Doménech Rico
 

 

1992. La gran sultana

Con la fundación en 1986 de la Compañía Nacional de Teatro Clásico como entidad dependiente del INAEM se creaba por primera vez en España una institución pública encargada de la puesta en escena de los clásicos. El encargado de poner en marcha la Compañía fue de nuevo Adolfo Marsillach, que había sido el primer director del Centro Dramático Nacional. Como era previsible, sus primeros montajes incluyeron los nombres canónicos del teatro del Siglo de Oro: Calderón, Lope de Vega, Moreto, Tirso de Molina... Cervantes tuvo que esperar hasta 1992, cuando Marsillach, que había vuelto a la dirección de la Compañía después de una temporada de alejamiento, estrenó La gran sultana [Fig. 6].

En sus memorias, Tan lejos, tan cerca, Marsillach recordaba las circunstancias que lo llevaron a la elección de la obra de Cervantes:

Para inciar mi segunda etapa como director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico elegí a Cervantes y, de entre sus obras, una de las conocidas como “comedias de cautivos”: La gran sultana. Me atrajo el redescubrimiento de un autor que, por voluntad propia o por fuerza de las circunstancias, consiguió escapar de las influencias de Lope, lo cual le otorga un certificado de “rebelde” altamente seductor; tampoco oculto que la atmósfera exótica en la que se desarrolla la historia –el palacio del sultán Amurates III en Constantinopla hacia 1600, las intrigas del serrallo, el travestismo de algunos personajes, la belleza turbadora de la prisionera asturiana Catalina de Oviedo, los celos y las envidias de los eunucos, el olor de los perfumes y los pebeteros, la luz, el colorido, los pájaros, la música...– me tentó por sus incitantes atractivos escénicos (Marsillach, 1998, 522).

Dadas estas premisas, la importancia de la plástica escénica era determinante en la configuración del espectáculo. Marsillach contó para la recreación de este ambiente exótico y sensual con su colaborador habitual, Carlos Cytrynowski:

Un día, Carlos Cytrynowski y yo nos fuimos a Estambul. De la mano de Leonardo Pérez-Llorca –nuestro cónsul– y de Ula, su mujer, recorrimos esta indescriptible ciudad que yo había conocido insuficientemente en un anterior viaje. La idea de la escenografía para La gran sultana surgió de una exhaustiva visita al Topkapi Sarayi –era el mes de mayo, la nieve cubría las cúpulas y los minaretes de Santa Sofía y de la Mezquita Azul y en las estancias y jardines del palacio del sultán el frío nos entumecía las piernas–: una pequeña habitación que había servido de vestidor fue el punto de arranque. Después, un ingenioso mecanismo escénico [...] facilitó la multiplicación de espacios a través de pequeñas ventanas, adornadas con jarrones de flores y cestas de frutas, que se abrían y cerraban sucesivamente (Marsillach, 1998, 523).

En esta ocasión Marsillach, que había recibido en otras ocasiones críticas muy acerbas, acertó plenamente con el gusto del público. Con cierta displicencia recordaba en sus memorias: “Fue, supongo, un bonito espectáculo a cuyo éxito contribuyeron la sugerente música de Pedro Estevan y la atinada versión de Luis Alberto de Cuenca” (Marsillach, 1998, 23).

La opinión del director acerca de la versión del reconocido poeta y letrista de canciones pop fue corroborada por la crítica, que se volcó en elogios acerca de la labor de Luis Alberto de Cuenca.: “La versión, se mire por donde se mire, es magnífica. Durante la representación, el verso fluye con una cadencia, una suavidad y una armonía encomiables. [...] Lo único que podía reprocharse a esta versión, si acaso, es que era demasiado buena, dado que el verso fluía en ocasiones con una belleza y una soltura que no siempre alcanzó en la obra cervantina” (Rey Hazas, 2005, 32). El adaptador aligeró la comedia, quitando unos 400 versos, modernizó algunas expresiones desusadas y términos de difícil comprensión hoy día, pero mantuvo en esencia el carácter de la obra, así como las líneas principales de la acción y de los personajes.

El espectáculo fue de extraordinaria brillantez: la escenografía de Cytrynowski, que reproducía distintas estancias el palacio de Topkapi, estaba llena de colorido y, sobre una base común, se transformaba con rapidez de un baño a una estancia u otra del serrallo. El vestuario, del mismo Cytrynowski, estaba en perfecta consonancia con el decorado: de tipo historicista, era un derroche de ricas telas, de sedas y brocados, especialmente en los trajes de los protagonistas, el sultán Amurates y Catalina de Oviedo. La música de Pedro Estevan, de aire oriental con toques de música española y actual, tocada en directo por cinco músicos que estaban entre el público, contribuía a dar un aire festivo a la comedia.

Este tono festivo era deliberado: Marsillach declaró que su modelo era el de la revista musical, e incluso citó a Lina Morgan (Rey Hazas y Zubieta, 2005, 39), última representante del género que en aquel momento, poco antes de la introducción del musical de tipo norteamericano, estaba agonizante. La idea de presentar una comedia esencialmente divertida, intrascendente, con algo de recreación burlesca del mundo exótico, intensamente sensual con puntas de erotismo, se correspondía con el canto a la tolerancia entre pueblos y religiones distintas que está en el texto de Cervantes y que el director quiso potenciar: “Hay algo en La gran sultana que la hace descaradamente moderna. Cuando en nuestro país –¡tan liberal, tan comprensivo, tan demócrata!– se insulta a los gitanos o se apalea a los inmigrantes, escuchar –¡y ver!– este grito vitalista y generoso de Cervantes resulta conmovedor” (Marsillach, en Rey Hazas y Zubieta, 2005, 52). Probablemente no sea ajeno a esta lectura de la comedia el hecho de que la obra estaba destinada a estrenarse, como así ocurrió, en el Teatro Lope de Vega, de Sevilla, en septiembre de 1992, dentro del marco de la Exposición Universal celebrada en la capital andaluza, la entonces famosa Expo 92. Un evento en donde se juntan personas de todos los países del mundo, de distintas religiones y muy diferentes culturas, pedía una obra de Cervantes, el más universal de los escritores españoles, y precisamente La gran sultana, con su canto al amor por encima de credos y rivalidades políticas, era especialmente apropiada como muestra de la cultura española y como bandera de tolerancia. La crítica no dejó de señalar el contexto en que se producía este estreno absoluto de una obra de Cervantes que desde su publicación en 1615 nunca había subido a un escenario:

La Compañía Nacional de Teatro Clásico se presentó en el Lope de Vega sevillano con el estreno –estreno mundial– de La gran sultana, comedia bizantina de Miguel de Cervantes. Tanto la vocación de la compañía como el texto escogido en esta ocasión justifican plenamente la prsencia de esta formación institucional dentro del ciclo de grandes compañías teatrales europeas que el teatro sevillano ha confeccionado con motivo de la Expo 92, junto al Royal National Theatre, el Dramaten, o dentro de pocos días, la Comédie Française (Sagarra, 1992).

El mismo crítico consideraba que el montaje de Marsillach estaba “condenado al éxito”, y así fue. Tanto las representaciones de Sevilla como las que se dieron a continuación en la sede madrileña de la CNTC, el Teatro de la Comedia, cosecharon el aplauso unánime del público. Eduardo Haro Tecglen, con su consabida retranca, comentaba que la obra “tuvo también sus 15 minutos de aplausos, o más, y sus aclamaciones de entusiasmo. Faltó la salida a hombros de Marsillach, como pasó en el Apolo con el director de Los miserables: hubiera sido interesante de ver” (Haro Tecglen, en Rey Hazas y Zubieta, 2005, 69).

El juicio de la crítica fue bastante ambiguo, un poco en la línea de los dos ejemplos que acabamos de citar. Si bien todos los críticos resaltaron la brillantez del espectáculo, la belleza de escenografía y vestuario, el acierto en darle a la comedia un tono festivo, a menudo los elogios iban acompañados de dardos, algunos de ellos envenenados. El primero en convertirse en blanco de la crítica es el texto de Cervantes: “No se trata de una gran obra de teatro. Cervantes [...] fue siempre un dramaturgo mediano”, dictaminaba Alberto de la Hera; Gonzalo Pérez de Olaguer reflexionaba sobre la oportunidad de recuperar textos tan endebles como éste: “Reivindicar textos menores de grandes autores es tarea paralela a la de mostrar los grandes textos de los autores del Siglo de Oro español. Otra cosa es que, después de ver el montaje de Marsillach,uno reafirme su impresión de que La gran sultana es un texto menor, una frágil historia, casi un cuento de aventuras” (Rey Hazas y Zubieta, 2005, 75). Tampoco el aire festivo de la comedia se libró de censuras. Lorenzo López Sancho lo describía con cierta displicencia: “Marsillach, fiel a su estilo, organiza numerosísimas acciones colaterales, ires y venires, minucias divertidas de esclavos tramposos, esclavitas apetitosas, bailonas y bien dispuestas a las sumisiones eróticas...” (Rey Hazas y Zubieta, 2005, 59). En cuanto a la interpretación, si exceptuamos los elogios unánimes a Héctor Colomé en el pepel de Madrigal, no salió demasiado bien parada. En general se indicó que brillaba más el conjunto que los actores individuales. Y de los protagonistas, Silvia Marsó y Manuel Navarro, que cumplieron, sin más.

 

 

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