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NÜM 4

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1. MONOGRÁFICO

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1.4 · Cervantes en los teatros nacionales


Por Fernando Doménech Rico
 

 

1966. Numancia

La primera gran producción de los teatros nacionales de una obra de Cervantes fue la tragedia Numancia, elegida por Miguel Narros para comenzar su andadura al frente del Teatro Español [Fig. 3]. Narros fue nombrado en 1966 para sustituir a Cayetano Luca de Tena. Era un director joven, que se había formado en el TEM bajo la dirección de William Layton. Se trataba, por tanto, de una apuesta arriesgada, por lo que suponía darle el primer teatro de España a una persona formada e identificada con los principios del teatro independiente. Narros no defraudó.

En 1966 se celebraba el 350 aniversario de la muerte de Cervantes. Narros cumplió con la efemérides eligiendo una obra que suscitaba al menos sospechas entre los sectores del régimen franquista, no tanto por su contenido, ya que la historia de la resistencia y destrucción de Numancia era uno de los mitos fundamentales de la revisión histórica que se había propuesto el nacionalcatolicismo; era familiar a todos los escolares dentro de una serie de hitos del heroísmo español: Sagunto, Viriato, Numancia, Covandonga, Guzmán el Bueno, el Alcázar de Toledo... El problema venía dado por la historia escénica de la obra de Cervantes, que, a tenor de las críticas escritas a raíz del estreno de Narros, estaba aún muy presente en la mente de los españoles: Numancia, en versión de Rafael Alberti,había sido montada por el Teatro de Arte y Propaganda de la República, dirigido por María Teresa León, en el Madrid sitiado por las tropas franquistas en 1937. Alberti explicaba estas circunstancias en el prólogo a la edición de su versión, fechado en Madrid el 7 de noviembre de 1937:

La presente edición de La Numancia de Cervantes no es la fiel, erudita, del investigador meticuloso y, por otra parte, respetable. Es simplemente [...] una “adaptación y versión actualizada”, con miras a representarse en un teatro de Madrid [...] a poco más de dos mil metros de los cañones facciosos y bajo la continua amenaza de los aviones italianos y alemanes. [...] Los soldados de nuestro Ejército Popular, los heroicos ciudadanos y defensores de Madrid que la presencien sabrán apreciar, estoy seguro, lo que esta representación significa, lo que tiene de transcendencia histórica. Aunque la gravísima situación militar de aquella diminuta ciudad celtíbera, su larga y tenaz lucha con las huestes romanas durante más de una decena de años, el heroísmo y glorioso final de todos sus habitantes disten mucho de podernos ofrecer un exacto paralelo con nuestra capital republicana, en el ejemplo de resistencia, moral y espíritu de los madrileños de hoy domina la misma grandez y orgullo de alma numantinos (Alberti, 1975, 7).

Poco después, la obra fue montada en París por Jean-Louis Barrault, que recogió el propósito político de Alberti y María Teresa León combinándolo con las ideas de Antonin Artaud y su “teatro de la crueldad”. El montaje, con escenografía y vestuario del pintor surrealista André Masson, se estrenó en 1937 y muy pronto se convirtió en un símbolo internacional de la resistencia frente al fascismo. En 1965 Barrault retomó la obra cervantina con nueva versión firmada por Jean Cau, premio Goncourt 1961, en el Theatre Odeon de París. El corresponsal de ABC daba cuenta del estreno, insistiendo en la primacía de la puesta en escena sobre el texto de Cervantes: “Es un bello espectáculo, pero la obra tiene poco que ver con el original” (ABC, 10 de noviembre de 1965). El mismo Narros tenía muy presente estos antecedentes:

Era algo tan divertido... Era querer hacer algo imposible en ese momento... Quería hacer la Numancia que había leído de Alberti. Lo que fue El cerco de Madrid, hecho por cuatro generales, que son Mola, Queipo, Franco y Sanjurjo, su visión de la Numancia. Yo quería mostrar a un pueblo desorganizado, que no tiene una táctica militar bien formada, al lado de un Ejército de una potencia, como podía ser Roma en esos momentos de Numancia. (Miguel Narros, en García Lorenzo y Peláez, 2002, 36).

También los tenían muy presentes algunos espectadores y varios críticos de 1966, como documenta Francisco Álvaro: “Antes había sido representada en Sagunto, y en 1937, en la «zona roja española». Rafael Alberti aprovechó la ocasión para lanzar su «versión»” (Álvaro, 1967, 113). Un crítico especialmente enterado sabía incluso de la puesta en escena de Barrault y de las consecuencias que trajo: “Desde que en París Jean-Louis Barrault montó la Numancia de Cervantes, ya sabía uno que, de rebote, aparecería en nuestros escenarios, ungida de superactualidad” (Álvaro, 1967, 115).

La superactualidad a que se refiere el crítico (sin duda Antonio Valencia) consistía en una plástica contemporánea que se concretaba en un vestuario deliberadamente anacrónico: frente a las ropas de los numantinos, que tenían un aire intemporal, el vestuario de los romanos recordaba los uniformes de la II Guerra Mundial, e incluso de la guerra de Vietnam. Fusiles, relojes, cigarros y “la marcada intención de convertir a los romanos en nazis” daban un sentido nuevo y muy actual a los versos de Cervantes, muy en la línea de lo que habían hecho los anteriores adaptadores. Pero, evidentemente, los paralelismos entre los romanos y los ejércitos fascistas (más que nazis) no debieron de ser del agrado de una parte del público y de la crítica. El ABC hacía toda una declaración acerca de la oportunidad de tales novedades:

El anacronismo sólo se justifica cuando tiene intención. La de proclamar la intemporalidad de la pieza, la eternidad de esa virtud colectiva de un pueblo capaz de preferir la muerte a la esclavitud, no coincide precisamente con esa temporalización –por cierto ya inoperante en la sensibilidad de esta hora–, que tuvo su objeto y su eficacia hace unos lustros (Álvaro, 1967: 116).

Es evidente que el crítico del diario monárquico no cayó en la cuenta –no quiso caer en la cuenta– de que lo que pretendía Narros era precisamente “temporalizar” la obra, no darle un aire de supuesta eternidad. El hecho es que el estreno fue conflictivo. El crítico de Arriba afirmaba “que dio lugar a las más contradictorios juicios del público: aplausos, silbidos, levísimo pateo y «¡bravos!», todo en afinado concierto” (Álvaro, 1967, 115).

El estreno se produjo en el Teatro Español el 3 de octubre de 1966. La escenografía y el vestuario eran de Francisco Hernández y la música de Carmelo Bernaola. Un total de setenta y siete actores daban vida en el escenario a los numantinos y romanos de la tragedia. Narros contó con algunas figuras de la escena del momento, como Carlos Lemos, y con actores procedentes del TEM que luego harían larga carrera en el teatro, como Berta Riaza, José Luis Pellicena, José Carlos Plaza, Francisco Vidal y una jovencísima Ana Belén. El montaje tenía un tono épico, grandioso, en donde el protagonismo colectivo se imponía sobre las individualidades. Era una decisión que aburría a algunos y entusiasmaba, por ejemplo, al crítico de Informaciones (Pérez Fernández):

Sobre el fondo colosal de un escenario impresionista, setenta y siete intérpretes se movilizan en la más compleja sucesión de cuadros, llenos de vida y de fuerza, de emoción y de angustia, en medio de un clima tenso que va adensándose hasta alcanzar la cuajada culminación de la tragedia (Álvaro, 1967, 116).

Otros aspectos del montaje estaban en consonancia con esta lectura de la obra cervantina. La escenografía de Francisdo Hernández se alejaba de cualquier pretensión historicista para convertirse en un gran fresco de tintes expresionistas que, como el mismo Narros recordaba, se inspiraba en el Guernica de Picasso:

El espacio escénico lo hizo un pintor andaluz, Paco Hernández. Lo que había era una gran influencia picassiana, influencia del Guernica. El decorado era un grito. Era España gritando. La música de Bernaola empezaba también con una serie de gritos. Eran los gritos de esa gente a la que lo único que no les pueden quitar es la voz. ¡Las voces, los gritos! Ya entonces me interesa el espacio sonoro. Utilicé el sonido estereofónico en la sala. El teatro tenía que benficiarse de los avances técnicos que se estaban produciendo. Así que hicimos una instalación en el Teatro Español de sonido estereofónico (Miguel Narros, en García Lorenzo y Peláez, 2002, 36).

La crítica estuvo dividida: en general se reconoció el gran esfuerzo de producción y el sentido coral del espectáculo, pero se señalaron problemas de ritmo, una deficiente interpretación en algunos casos (salvando las grandes figuras y algunos jóvenes) y, sobre todo, la falta de respeto al texto de Cervantes. El mayor enemigo del montaje fue el crítico de Marca, Antonio Valencia:

Se declamó mal. Se declamó desigualmente en todo y estilo, cada uno por su lado. El movimiento y la escenografía estuvieron presididos por el efectismo, viniese de donde viniese. Creo que pocas veces se podrá presentar una labor, sin duda loable por el esfuerzo desplegado, tan despegada de la obra y su realce y tan atenta en convertirse en protagonista, caiga quien caiga (Álvaro, 1967, 117).

Un disgusto semejante, pero por las razones contrarias, era el que manifestaba Ángel Fernández Santos en las páginas de Primer Acto. Si desde un punto de vista formal el montaje le parecía “una maravilla” por el “enorme talento desplegado [...] sobre el escenario del Español, moviendo, dirigiendo e iluminando prodigiosamente individuos y masas”, desde el punto de vista del contenido, le achacaba “falta de audacia al enfrentarse al texto original”:

Conscientemente o no –esto es para el caso completamente secundario–, Narros ha realizado un intento de montaje político de la obra. De acuerdo. Eso es lo que hay que hacer con Numancia. Lo que ocurre es que este montaje político de Narros es, políticamente, inconsecuente en el análisis del texto. El anti-imperialismo, o, más claramente, el izquierdismo del montaje de Narros depende, a mi juicio, de unos trajes. Revistió a los personajes cervantinos de una plástica que nos permite reconocerlos como fuerzas históricas presentes, regresivas unas y progresivas otras... pero dejó intacto el texto original (¡la eterna cuestión de los clásicos!). Y este texto original es ambiguo, confuso políticamente, bordeando continuamente una justificadísima posibilidad de interpretación reaccionaria (Fernández Santos, 1966, 48).

Sea como fuere, el montaje de Narros de la tragedia cervantina marcó un antes y un después en la puesta en escena de los clásicos. Frente al academicismo de propuestas anteriores y el colosalismo de un Tamayo, mostró que, a pesar de todas las limitaciones, podía haber una lectura contemporánea de nuestros textos clásicos, que el respeto por el texto no era óbice para que la puesta en escena tradujera inquietudes e ideas de la más pura actualidad. Mostró además que la plástica escénica y el espacio sonoro tenían una función primordial no sólo para adornar el espectáculo, sino para transmitir eficazmente la visión del director.

 

 

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