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2. VARIA

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2.1 · El Teatro de los Niños, de Jacinto Benavente

Por Javier Huerta Calvo.
 

 

Una función homenaje al creador del Teatro de los Niños: El nietecito

Aun cuando incomprendido de tantos, era innegable el esfuerzo que estaba haciendo Benavente por consolidar el Teatro de los Niños. Para el 27 de enero de 1910 se anunció una función extraordinaria, a su beneficio, en el Ateneo de Madrid, cuya Sección de Literatura presidía José Francos Rodríguez (Anónimo, 1910m). Se trataba de homenajear a Benavente tras haber alcanzado El príncipe que todo lo aprendió en los libros la 53 representación.La sesión comenzó con una conferencia del propio Benavente, a la que pertenece este fragmento:

Aquí nos debemos a las verdades, por eso quiero decir ante todo en el juguete: si el juguete lleva dentro algún mecanismo que nos enseñe alguna verdad científica, no será malo el cuento de niños que encierra alguna verdad... Pero, ante todo, que el juego divierta y entretenga. […] Por eso yo, que por única disculpa de todos mis errores y por única vanidad de mis aciertos invoqué la perdurable infantilidad de mi espíritu, creí que este Teatro para los Niños, que a mí me divierte tanto, divertirá también a mis hermanos, los niños y los poetas. Ellos son todo el porvenir, besos de amor y rimas de versos: van renovando a cada aurora la vida y el espíritu de las generaciones: patria sin niños es patria sin vida; tierra sin poetas es tierra sin alma (en Ferrer C. Maura, s.a., 174).

A continuación se leyó un cuento de Paul Delair, además de la habitual serie de poemas, en esta ocasión debidos a Eduardo Marquina, Nilo Fabra y Ramón Pérez de Ayala, que se sumaba así al proyecto de Benavente con un poema titulado «Contra estos siete vicios»:

  Siete son los niños
que hay en las veredas
del jardín fragante
de la Primavera.
Son siete diablejos,
y, en capullo, encierran
los siete pecados
que en el mundo reinan.
Soberbia. Juan, que, porque es noble,
a muchos desdeña.
Avaricia. Pepe, que de ahorros
guarda la hucha llena.
Lujuria. Jesús, que a las niñas
las pellizca y las besa.
Ira. Luis, que cada día
tiene una rabieta.
Gula. Enrique, que a todos
roba la merienda.
Enrique. Eduardo, que llora
cuando a otros festejan.
Pereza. Y Alfonso, que siempre
se duerme en la escuela.
 
Siete son los niños
Que saltan y juegan.32

  Además de Ganarse la vida y El príncipe que todo lo aprendió en los libros, Benavente escribió otra pieza para la ocasión: El nietecito [fig. 9].Una obra que, bajo su envoltura de cuento folclórico33, escondía una historia de aire casi shakespeariano, como muy bien veía Eduardo Gómez de Baquero, más conocido por su seudónimo de Andrenio.

El nietecito es un breve cuento moral trasladado al teatro. Está tomado de Grimm y reprende la ingratitud de los hijos para con los padres. Es una idea que ha tenido en la literatura mil formas y avatares, en géneros grandes y chicos, desde El rey Lear y La Terre a ese cuento, que tiene diversas variantes y que Benavente ha llevado a la escena con el sobrio realismo y la penetrante emoción que sabe dar a estos cuadros breves de la vida (Andrenio, 1910).

Don Patricio, crítico del Eco artístico, atestiguaba el clima de fervor con que era seguida siempre la aparición de don Jacinto:

Al peregrino ingenio del maestro Benavente debe nuestra literatura escénica una joya más: El nietecito, delicioso cuento que mereció una excelente acogida, valiendo a su eximio autor aplausos delirantes, los que corresponden a su mérito (1910, 7).

El asunto de El nietecito era similar al de Ganarse la vida: una denuncia de los egoísmos familiares, en este caso de los hijos con el padre viejo; un pobre abuelo a quien su hijo y su nuera maltratan dándole de comer en una escudilla de perro. Es el nieto el que pone el desenlace moral de la obra, haciéndoles ver a sus padres lo injusto de su comportamiento; un nietecito que de nuevo interpretaba Isabelita Garcés y que se convertía así en un ejemplo para los niños que acudieron al Ateneo, pocos, como casi siempre:

Lo único que se echó de menos fueron los niños, que hubieran participado tanto o más que los grandes de la simpática fiesta de ayer noche (Anónimo, 1910g, 3).

La muñeca irrompible, de Eduardo Marquina

La compañía de Fernando Porredón terminó su campaña de invierno en el Príncipe Alfonso, con «el envidiable privilegio de haber sido el primero en ofrecer su apoyo y sus entusiasmos al Teatro para los Niños, bella idea del ilustre Benavente, en la que han colaborado hasta ahora con tanto acierto como buen deseo escritores tan prestigiosos como Sinesio Delgado, Ceferino Palencia, Marquina, López Marín, Sassone, Fernández Shaw, Pérez Zúñiga, Fabra y Palencia (hijo)» (CyT, 1910, 4). Se anunciaba también que Porredón proyectaba una tournée de primavera con el Teatro de los Niños. «Antes –seguía diciendo–, y con objeto de estrenar las obra que tiene en ensayos, El gato con botas34, de Benavente, y La cabeza del dragón, de Valle-Inclán, verificará un corto número de representaciones de tarde en el Teatro de la Comedia, para cuya organización ha dado todo género de facilidades, lleno del mayor entusiasmo, el simpático empresario de aquel teatro, don Tirso Escudero, encantado, como se dice ahora, de hacer un favor al Arte y de rendir homenaje de admiración al ilustre maestro Benavente» (CyT, 4). Es decir, el Teatro de los Niños cambiaba de sede: del recoleto Príncipe Alfonso se trasladaba a un coliseo de mayor empaque, el Teatro de la Comedia. Tiempo, por lo tanto, de esperanza; el cambio de local podía suponer una mayor asistencia de público y un relanzamiento del proyecto, pero lo que finalmente trajo consigo fue su lamentable liquidación.

La obra que inició la nueva y última fase del Teatro de los Niños en la Comedia fue La muñeca irrompible o inrrompible, como llegó a anunciarse en los carteles35. La pieza, que se estrenó el 3 de febrero, iba aderezada con los poemas de costumbre, esta vez originales de Benavente, Nilo Fabra y Francisco Villaespesa. «Teatro infantil en seis cuadros»: tal es el subtítulo que le puso a esta obra su autor, Eduardo Marquina, estrecho colaborador del Teatro de los Niños ya desde la sesión inauguradora.

Toca el autor de En Flandes se ha puesto el sol el por entonces bastante común motivo de los muñecos que se humanizan. En el cuarto de los niños Baby y Boby con los cinco muñecos de Baby: Polichinela, Policeman, Agente, la Gorda y Mary, que es la muñeca irrompible. Los muñecos van cobrando vida, se hacen grandes, y Boby y Baby tienen miedo de ellos porque están solos en casa. El segundo cuadro transcurre en el palacio del rey Protocolo, rodeado de sus cortesanos, todos con «cara de máscara japonesa». Es un rey cruel con los niños: «Las raíces del gran reino de Protocolia están en los corazones de los niños. Con sangre de estos corazones quiero regar mi cetro después de plantarlo en el centro de mis campos arrasados, para que fructifique» (II, 317). Así implanta en todo su reino la noche y manda capturar a todos los niños, entre ellos, Baby y Boby, que son apresados por unos muñecos grandes. El rey los condena a la pérdida total de la alegría y a ser encerrados en una jaula perpetua. Polichinela propone entonces que en lugar de aplicarles a ellos la pena, se la administren a la muñeca, pues matándola a ella los niños perderán para siempre su alegría. Cuando el Verdugo va a ejecutar a la muñeca, una extraña fuerza retiene su brazo para que no cumpla la sentencia: y es que la muñeca es inmortal. Polichinela ofrece entonces su vida a condición de que los niños queden libres. Pero tampoco Polichinela muere, ya que en el momento de ir a ser ajusticiado introduce la cabeza dentro de su capa, de modo que lo único que le guillotina el verdugo es la joroba, y así «las jorobas de Polichinela sirven para devolver a los niños la felicidad y la alegría».

Sin duda, la pieza de Marquina, luego de una serie de obras bastante mediocres, elevaba de nuevo el listón estético del Teatro de los Niños, tal como reconocía el crítico Laserna: «Esta bonita comedia será una de las mejores del repertorio en formación de nuestro teatro de la infancia» (1910b, 1). Y con esa apreciación coincidía el crítico de ABC:

Decir que Marquina ha llevado a la obra poesía, amenidad y gracia es cosa innecesaria. A La muñeca irrompible [sic] sólo puede ponérsele un defecto: el de que su autor, al escribirla, pensó quizá que literatos y personas mayores habían de escucharla, y en algunos momentos olvida que escribe para niños, diciendo cosas muy bonitas y hondas, que hacen meditar a los hombres (CyT, 1910, 10).

Una pieza mayor como remate: La cabeza del dragón, de Ramón María del Valle-Inclán

Aun cuando sufriera algunos altibajos, la relación entre Benavente y Valle-Inclán –los dos de la misma quinta, 1866– fue siempre muy cordial y de mutuo respeto, desde los tiempos en que el autor de Femeninas colaborara como actor en La comida de las fieras. A pesar de las enormes diferencias, a ambos les unía un mismo sentido poético del teatro. En general, es Valle-Inclán quien va tras las huellas de Benavente: en 1912 estrenará La marquesa Rosalinda, que continúa la estela de Los intereses creados, en cuanto a la recuperación de la Commedia dell’arte se refiere. Ahora, con destino al Teatro de los Niños, escribe La cabeza del dragón, que en tantas cosas resulta análoga a El príncipe que todo lo aprendió en los libros: acción fantástica en ambas, un príncipe protagonista, no faltan los ayos, y el bufón tiene un especial relieve en las dos.

La cabeza del dragón se estrenó el 5 de marzo de 1910. El crítico de El Imparcial, José de Laserna, la elogiaba diciendo que «pasará a las antologías de nuestro teatro de la infancia y será uno de los más preclaros blasones del noble escudo literario del autor de Romance de lobos» (1910, 1). En Nuevo mundo escribía Alejandro Miquis:

Sea o no bueno el régimen constitucional, y plausible o no que los poemas den conferencias en América, siempre interesarán mucho a los pequeñuelos las aventuras de la infantina destinada a ser víctima propiciatoria inmolada al dragón y a que salva por su amor y con su denuedo el príncipe Verdemar (1910, 13).

Y añadía:

Los mayores apreciarán también las sales, un poco gordas esta vez, que Valle ha puesto en su obra serán, y fueron el día del estreno, gratísimas para las personas mayores, que aplaudirán tanto como los niños la labor del escritor admirable (Miquis, 1910, 13).

Las críticas favorables fueron coincidentes en los encomios hacia la pieza de Valle. Así escribía el crítico de El País:

El ilustre literato don Ramón del Valle-Inclán volvió a probar fortuna en el teatro con una preciosa comedia dedicada a los niños. […] Muy bien interpretada la comedia por los artistas, especialmente por la señorita Rodríguez y el señor Porredón, gustó mucho a una concurrencia más selecta que numerosa. El eminente autor de las Sonatas tuvo que salir varias veces al palco escénico (Anónimo, 1910j, 2).

En parecidos términos se expresaba Floridor:

La notabilísima empresa del Teatro de los Niños, con tan desinteresado afán creada y sostenida por el insigne Jacinto Benavente, se ha enriquecido ayer con una nueva obra, un cuento primoroso de don Ramón del Valle-Inclán. El maravilloso cincelador de nuestra prosa no podía permanecer indiferente a este simpático movimiento, y a él ha acudido con todos los esplendores de su ingenio y todas las galanuras de su estilo, diluyendo en dos actos un cuento infantil que es un primor de ingenuidad, de ternura, de gracia y de ironía (Floridor, 1910c).

Y todavía afinaba más A. Palanques:

Con escasa pero distinguida concurrencia, se verificó el estreno de La cabeza del dragón, exquisita comedia debida al preclaro talento de Valle-Inclán, que en esta, como en todas sus producciones, pone de relieve un delicadísimo temperamento de poeta, que aun en la prosa, depurada labor de estilista, vierte variedades de inspiración traduciéndolas en fuente de poesía (Palanques, 1910, 6).

Amado Nervo incidía en el valor estilístico de la pieza:

Trátase de una obra para los niños, la cual viene a aumentar el acervo de ese Teatro Infantil que inició Benavente […] Todos sabemos que Valle-Inclán es estilista máximo, y por lo mismo nada tiene de raro que su obrita, ingenua por aquellos a quienes se dirige, sea pulida y preciosa como cuanto es suyo (Nervo, 1921, 145).

A los pocos días aparecieron en la revista Comedias y comediantes unas lindas aleluyas de La cabeza del dragón [fig. 10]; aleluyas que recogen las principales secuencias argumentales de la obra […] en nueve viñetas acompañadas por sus correspondientes dísticos, impresos en letra gótica para sugerir así el aire legendario de la historia (Alerm, 2003).

Aún hubo un estreno más en el Teatro de los niños: El alma de los muñecos, de Francisco Viu. Desde su Teatro fantástico los fantoches habían ocupado un lugar relevante en la poética dramática de Benavente, como lo ratificó Eugenio d’Ors en una de sus glosas:

Todo está escrito sobre la estética de los fantoches. Nada, casi nada, sobre su técnica […] Copiosa la literatura sobre el primer tema, también entre nosotros, desde Jacinto Benavente, fino gustador de cuanto en el teatro es golosina y excepción (d’Ors, 1924, 7).

La obra de Viu, que no hemos encontrado, era más bien un boceto, según apuntaba el crítico de ABC: «El Sr. Viu no ha hecho otra cosa que tomar notas para una obra que sin duda ha de escribir algún día, pues lo representado ayer por la compañía de Porredón, ni por sus dimensiones ni por su desarrollo, puede considerarse como tal» (Anónimo, 1910k, 10). Y, por su parte, Andrenio veía la obra muy alejada de la sensibilidad infantil, al dramatizar «el eterno drama sentimental de los payasos, de los acróbatas sensibles, demasiado humano, demasiado relacionado con el amor, para que pueda ser materia del sueño de un niño» (Andrenio, 1910e, 19).



32 En El Imparcial (31-I-1910), 3.

33 Como escribe Pilar Espín, en las obras inspiradas en cuentos –Perrault, Grimm– «se puede observar la gran técnica dramática de Jacinto Benavente, capaz de adaptar un género literario –el cuento– a otro –la pieza dramática– respetando escrupulosamente la narración como es el caso de El nietecito, o incorporando […], junto al nudo esencial del cuento dramático elementos originales propios que enriquecen la vieja tradición con su toque poético y la madura ironía y reflexión de su mejor teatro» (Espín Templado, 1993: 581-582).

34 No hay constancia de que Benavente escribiera una adaptación dramática de El gato con botas, aunque en realidad ya la había hecho con Los intereses creados (Buero Vallejo, 1983).

35 «No he tenido empeño ninguno en corregir la ortografía de los carteles, porque creo que el uso, elemento primordial en la biología de las palabras, autoriza, consagra y sanciona plenamente el barbarismo ortográfico que pueda haber en conservar la n del prefijo en la palabra in-rompible» (Marquina, 1910, 2).

 

 

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