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2. VARIA

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2.1 · El Teatro de los Niños, de Jacinto Benavente

Por Javier Huerta Calvo.
 

 

El proyecto se pone en marcha

Pese a tantas reticencias e incomprensiones, la idea de Benavente contó en seguida con el apoyo de artistas e intelectuales de prestigio. El escritor mexicano Amado Nervo fue uno de sus valedores más entusiastas. En un artículo titulado «Inauguración del Teatro para los Niños» recoge una completa crónica de lo que escribieron los críticos al día siguiente, entre ellos el de El Liberal:

Benavente es soltero y, sin embargo, ama a los pequeñuelos. Y ahora da en la diabólica idea de construir un teatro de niños, donde, sin que se aburran las personas grandes, empiecen los chicos a ver la vida tal cual es, conduciéndolos de la mano por una senda de saludable alegría, que al mismo tiempo les sirva de beneficiosa enseñanza (apud Nervo, 1921, 156).

De acuerdo con su concepto modernista de la literatura, Nervo veía en el proyecto benaventino «la obra de un poeta. De un gran poeta que ama la vida en su más hermosa manifestación» (1921, 157).

Con similar entusiasmo se manifestó un hombre de la generación más joven, Ramón Gómez de la Serna. Desde las páginas de su rompedora Prometeo Ramón saludaba el Teatro de los Niños, que –según él– venía a cubrir un hueco en la ciudad de Madrid, donde el único precedente había sido un teatro de polichinelas que se levantaba, a fines de siglo, en el solar donde luego se construyó el Hotel Ritz:

Desde entonces se quedó Madrid sin Teatro de los Niños. Esto era absurdo. ¡Lo que dejó en uno una huella más indeleble que las cosas de colegio, lo que sin adaptar al ad pedem litterae a su espectáculo, más que nada por evocación, rarificación y sugerimento nos inquietó profundamente, lo que nos comenzó a desdoblar dándonos cuenta del otro mundo, el de alrededor, contrapuesto al nuestro, lo que nos permitió hacer las primeras clarificaciones de conjunto y nos hizo sentir el poder descriptivo, lo que sin humillaciones, expeditamente, sin reservas de por sí –como sucede con las cosas de los mayores–, lo que nos hizo un tanto beligerantes, el teatro de polichinelas, no existía! […] Hoy Benavente ha planteado esa necesidad y va a ser un hecho el Teatro de los Niños que, si bien no será de Polichinelas, creará del mismo modo en otros niños, esbozos, proyectos, iniciaciones y barruntos (Gómez de la Serna, 1910, 109-110).

El siguiente paso era encontrar un elenco de autores dispuestos a escribir obras para niños11. Parece que, en principio, Benavente contó también con el ofrecimiento de escritores de primera fila, entre ellos el propio Gómez de la Serna, además de otros más próximos a su generación y gustos estéticos, como Santiago Rusiñol, Eduardo Marquina, Ramón María del Valle-Inclán, Gregorio Martínez Sierra e, incluso, los hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero12… Es decir, había un predominio de la secta modernista. Tiene esto su importancia, pues en el fondo –como ya se ha dicho– el Teatro de los Niños ha de considerarse un esqueje de la dramaturgia renovadora –de vuelo fantástico y poético– que Benavente había venido propugnando desde sus inicios literarios. Sin embargo, no todos los escritores mantuvieron el compromiso, y Benavente hubo de implicar a otros nombres de menor prestigio pero más avezados en la práctica escénica, así Enrique López Marín, Sinesio Delgado e, incluso, algunos noveles, como Felipe Sassone. Por otro lado, es natural que Benavente quisiera dar él mismo ejemplo escribiendo las obras para la primera función y que, incluso, previera otras que nunca se llevaron a cabo, como una adaptación de El mercader de Venecia, de su amado Shakespeare13, y otra de Robinson Crusoe.

Cristóbal de Castro, uno de los nombres que más hizo por la renovación escénica en la España del primer tercio del siglo xx, apuntaba motivos casi religiosos en la génesis del proyecto benaventino:

Se ha inaugurado el Teatro de los niños entre aureolas de simpatía y de ternura. Perrault, Andersen Grimm –la trinidad de los pequeños–, han cobijado entre sus mantos invisibles a esta raza de la inocencia y de la ingenuidad. Hombres que han sondeado la maldad humana, se disponen a convivir las horas infantiles con un noble deseo, melancólico y redentor. Porque, como decía Renan, «lo único que queda en las almas combatidas en pie, es la gracia de amar a los niños». Y como Jesucristo –el más profundo sabedor del pecado y de la indulgencia–, cuantos saben la ciencia amarga del mal y del bien, repiten sus palabras de melancolía y de ensueño: «Diligete pueri…» (Castro, 1909, 1).

Castro continuaba después con una serie de interesantes consideraciones sobre la naturaleza y la necesidad del teatro infantil:

¿Es que los niños necesitan un teatro aparte? Cuando estrenaron en París el Peter Pan, que ya era en Londres obra centenaria, los espíritus más sutiles trataron la cuestión devotamente. Noiziere y François de Nion se pronunciaron con fogosidad por la creación de un teatro para niños, de un teatro «concebido sin mancha, como el Verbo que se hizo carne»; de un teatro «limpio de nuestras impurezas, de nuestros apetitos, de nuestras maldades». Para muchos, la concepción del «Teatro infantil» debe seguir estacionada en la forma inofensivamente primitiva de las marionetas y del «Guignol». Para otros las bellas artes deben incorporar sus idealismos nobles a esta empresa tan noblemente ideal, engalanando con el verso, con la música, con la mise en scène a Caperucita y a Cendrillon. Para otros, finalmente, esto de hacer del teatro un cordón sanitario, aislando a los pequeños de nuestras impurezas y de nuestras maldades, educándolos solamente con fábulas pintorescas y pueriles, es crear una generación idealista, empírica y romántica, y echársela a los perros de la vida, o dígase hombres (Castro, 1909, 1).

Junto al respaldo intelectual, era preciso el aval financiero. Benavente debió sondear a varios empresarios, tal como insinúa en un artículo publicado la temporada anterior a la inauguración. En él evidencia su decidida voluntad de ponerlo en marcha, a pesar de todas las dificultades, incluida la principal, la económica:

Pero, en fin, con dinero con sin él, con teatro nuevo o en cualquiera de los muchos existentes, el Teatro de los Niños empezará en la próxima temporada, modestamente, como un ensayo. Como los empresarios grandes tienen bastante en qué pensar con su gran público, preferiremos un pequeño empresario y un pequeño teatro: Fernando Porredón y el Príncipe Alfonso (OC, VII, 604-605).

En Fernando Porredón14 tenía Benavente depositada una gran confianza. Lo conocía bien a raíz de su trabajo en algunas obras recientes suyas como El marido de su viuda (1908), Hacia la verdad (1908) y La señorita se aburre, esta última estrenada el 1 de diciembre de 1909, en el mismo Teatro Príncipe Alfonso. Este pequeño coliseo estaba situado en la calle de Génova, esquina a la del General Castaños, muy cerca de donde a fines del siglo xix se levantaba el teatro-circo del mismo nombre, más conocido sin embargo como Teatro Circo de Rivas, entre la plaza de Colón y la calle de Bárbara de Braganza (Sepúlveda, 1892)15. Augusto Martínez Olmedilla lo describe así:

Era pequeño, lindísimo, coquetón, una verdadera bombonera, digna de competir con la de don Cándido [se refiere a don Cándido Lara, y al teatro Lara de su propiedad, situado en la Corredera Baja de San Pablo y conocido popularmente como La Bombonera], si no fuese por el absurdo emplazamiento. En aquella época, la barriada no podía sostener el coliseo, que permaneció cerrado por la carencia de postores. De este marasmo lo sacó Fernando Porredón, entonces joven y entusiasta, que unido a Jacinto Benavente formaron compañía para realizar una idea que el insigne comediógrafo venía madurando tiempo atrás: la implantación del Teatro de los Niños. […] Conclusa la temporada de teatro infantil, con éxito artístico pero con pérdida pecuniaria, el coliseo acentuó el descrédito en que yacía. Si nada menos que Benavente no consiguió atraer el público, ¿qué pudiera esperarse de lo que otros hicieran? El cerrojazo amenazaba eternizarse (Martínez Olmedilla, 1948, 315-316).

Allí se puso en marcha el Teatro de los Niños hasta que a principios de febrero de 1910 la compañía se trasladó al Teatro de la Comedia.
El repertorio de obras estrenadas fue el siguiente:

  1. Ganarse la vida, y El príncipe que todo lo aprendió en los libros, de Jacinto Benavente (Teatro Príncipe Alfonso, 20-XII-1909)
  2. Los pájaros de la calle, de Enrique López Marín (Teatro Príncipe Alfonso, 6-I-1910)
  3. El último de la clase, de Felipe Sassone, y La mujer muda, de Ceferino Palencia Álvarez-Tubau (Teatro Príncipe Alfonso, 13-I-1910)
  4. Cabecita de pájaro, de Sinesio Delgado (Teatro Príncipe Alfonso, 20-I-1910)
  5. El nietecito, de Jacinto Benavente (Ateneo de Madrid, 27-I-1910)
  6. La mala estrella, de Ceferino Palencia Álvarez (Teatro Príncipe Alfonso, 29-I-1910)
  7. La muñeca irrompible, de Eduardo Marquina (Teatro de la Comedia, 3-II-1910)
  8. La cabeza del dragón, de Ramón del Valle-Inclán (Teatro de la Comedia, 5-III-1910)
  9. El alma de los muñecos, de Francisco Viu (Teatro de la Comedia, 9-III-1910)

La crítica acogió con entusiasmo la iniciativa del futuro premio Nobel, que había enarbolado «antes que todos la bandera de una institución plausible desde todos los puntos de vista» (CyT, 1909: xv). Un proyecto sin duda idealista, en el que debieron primar poco las razones monetarias y más bien la creencia de que con este tipo de teatro se podía hacer mucho por la regeneración poética de la escena española. Como se irá viendo a lo largo de este trabajo, son muy abundantes las referencias al escaso público infantil que asistió a casi todas las funciones. Pero aunque esto fuera así, en nada desmerece el valor del proyecto, su voluntad educadora y regeneradora de la escena contemporánea. Felipe Sassone, que hizo sus primeros pinitos como autor en el Teatro de los Niños, destacaba esta función purificadora que el proyecto de Benavente pudo tener entre los espectadores de entonces:

Por la garantía que prestaba Jacinto Benavente, fundador y director del nuevo teatro, acudieron al Príncipe Alfonso los niños y además todo el público de los grandes estrenos, ansioso de aniñarse gozando un poco de arte puro, claro, riente, que prometía tener la ingenuidad de los sueños infantiles, sueños azules, de dulzura y de paz, que ya hombres no tenemos en la inquietud, un mucho trágica y otro mucho más grotesca de la vida. Y sucedió, por obra y gracia del autor de Señora ama, que con esperar tanto como esperábamos, aún se nos dio más, y durante las tres horas que duró el inolvidable espectáculo, pensaron los intelectuales, rieron los niños, lloramos los mayores y aplaudimos todos con la más intensa de las emociones y el más exaltado de los entusiasmos (Sassone, 1909, 3).



11 Un autor de éxito, Manuel Linares Rivas, había estrenado a principios de 1909, en el Teatro Español, una obra para niños, El caballero Lobo, pero –como advierte Jean-Marie Lavaud– «la pièce ne s’adresse donc pas aux enfants comme on pourrait le croire, mais à des adultes avertis, surtout s’il faut y discerner une intention politique»(Lavaud, 1979, 499).

12 Sobre la colaboración de los célebres comediógrafos escribía el cronista de ABC: «Los hermanos Álvarez Quintero, con los que tuvimos el gusto de hablar no hace muchos días, sienten tan noble entusiasmo por la tan admirable iniciativa, con la que se hallan absolutamente identificados, que la apoyarán con el valioso concurso de sus obras» (Anónimo, 1909e). El caso es que no aportaron ninguna obra, aunque el mismo año habían estrenado la zarzuela infantil La muela del rey Farfán, con música del maestro Amadeo Vives.Sobre el contexto teatral infantil de la época, aparte del libro ya mencionado de Cervera, puede consultarse el prólogo de Itziar Pascual (2008), aunque molestan las numerosas erratas e inexactitudes.

13 Algunas crónicas atribuyen, sin embargo, la refundición de la comedia de Shakespeare a Gregorio Martínez Sierra (Anónimo, 1909e), pero en realidad parece que la pieza encargada por Benavente a los Martínez Sierra era La doma de la bravía o La fierecilla domada.

14 Fernando Porredón tuvo larga permanencia en la escena española desde los primeros años del siglo xx. Además de estrenar varias obras de Benavente, formó compañía con Matilde Rodríguez, y después con Fifí Moreno la compañía cómico-dramática Comedia. Con ella interpretó Los duendes de Sevilla (1930), de los Quintero, La educación de los padres, de José Fernández del Villar, La marquesona, de Quintero y Guillén, y otras. Perteneció a la compañía de Margarita Xirgu y con ella intervino en el estreno de Divinas palabras, dirigida en 1933 por Cipriano Rivas Cherif, interpretando al idiota hidrocéfalo. Después de la Guerra Civil intervino en numerosas películas: Gracia y justicia, Héroe a la fuerza, La boda de Quinita Flores, Los habitantes de la casa deshabitada, El hombre que veía la muerte, La chica del gato…

15 Este teatro-circo había acogido, sobre todo, espectáculos circenses, con figuras del circo internacional como las gimnastas hermanas Fourcart, los clowns ingleses Hanlon-Lee, la Compañía Imperial Japonesa o la trapecista Geraldine, que fue musa misteriosa de don Jacinto.

 

 

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