2. VARIA
2.1 · El Teatro de los Niños, de Jacinto Benavente
Por Javier Huerta Calvo.
El final de una hermosa aventura
Fue aquella la última función del Teatro de los Niños. El crítico de El Heraldo de Madrid levantaba acta de la defunción con palabras duras pero justas:
Aquel noble intento de crear en España un teatro infantil, en el que puso Benavente un entusiasmo que merecía mejor éxito, se ha malogrado a medias. El público ha respondido con tal tibieza al requerimiento artístico del gran dramaturgo, que su inteligente colaborador, Fernando Porredón, se ha visto en la necesidad de reducir las representaciones. El Teatro de la Comedia ha ofrecido al uno y al otro franca hospitalidad; pero el público, indiferente a todo levantado designio artístico, no aporta a la empresa el calor de su presencia, fuera de un centenar de espíritus selectos, mal hallados con la ramplonería del género sicalíptico, dan su dinero y su aplauso a aquella simpática iniciativa de Benavente y Porredón (Bueno, 1910).
Y en la misma línea se pronunciaba G. Campos en El Correo español:
Hay que decirlo con gran sentimiento, mas como un hecho cierto que duele confesar. La noble idea de este Teatro, glorioso timbre en el historial literario de Benavente, ha sido recibida más que con frialdad, con indiferencia por parte de quienes casi sagrada obligación tenían de prestarle su apoyo. La fuerza de la costumbre y la rutina, tan endiosada en el modo de ser de los españoles, han tenido tal empuje en esta ocasión, que ha podido darse el caso curioso de estar muy desanimado el teatro en estas bellísimas matinées infantiles. Y cuidado si se ofrecían manjares delicados y escogidos, pero quizá los padres han preferido mejor el ir acompañando a sus pequeñuelos a otros sitios donde la sicalipsis es reina y señora, y la moral escénica suele salir tan mal parada, tal vez porque acudiendo a ciertos teatros en esta forma, su estrecha conciencia encontraba una disculpa para ver lo que de otro modo difícilmente hubieran visto. ¡Benditos Sanchos que así cuidan de la educación de sus hijos (Campos, 1910).
Alfaro, en El Heraldo de Madrid, escribía una crónica bajo el título de «Increíble», en que justificaba el fracaso del Teatro de los Niños por razones que tenían que ver con la peculiar idiosincrasia española:
Y como en los cuentos de hadas surge del lago azul el prodigio del palacio, del altruismo de su idea surgió el Teatro de los Niños. El presente era regio, digno de la fama mundial de su creador. En otro país hubieran correspondido al valiosísimo regalo: con subvenciones, el Gobierno; los ricos, disputándose el abono, y con su aplauso entusiasta, los compatriotas del iniciador. Aquí… ¡psch! tuvo aceptación. Y en coches y en automóviles, envueltos en suaves espumas […], los niños de los poderosos, como si alguien, por arte de magia, hubiera desocupado en el salón del Príncipe Alfonso las vitrinas de juguetes finos de un bazar alemán, medio ocuparon el teatrito. […]
A lo largo de los poco más de sesenta días que duró la aventura del Teatro de los Niños, Benavente hubo de enfrentarse a muchas incomprensiones e, incluso, a alguna elegante salida de tono como la de Mariano de Cavia, cuando le pidió crease un teatro para los viejos:
Vamos a ver, egregio Benavente, ¿por qué ha de tener la tierna infancia más privilegios que la venerable y augusta senectud? Y ¿cómo es que en esta tierra donde tienen su asiento todo remedo, imitación, parodia, calco y plagio no se ha “fusilado” todavía tu admirable ideíca del teatro para los Niños, adaptándola para usanza y apacible entretenimiento de los viejos? ¡no dicen que la vejez es una segunda infancia? (Cavia, 1910, 1).
La respuesta de Benavente no se hizo esperar. Frente a la mirada hacia atrás de Cavia, él tenía el porvenir como meta:
Mariano de Cavia me propone un Teatro para los Viejos, que vendría a ser, no contraposición, sino complemento del Teatro para los Niños. Los extremos se tocan, y acaso viniera a suceder, por el humano y natural prurito de aniñarse en los ancianos y de hombrear en los infantes, que el teatro dedicados a los primeros fuera el favorito de de los segundos, y viceversa. Pero ¡ay!, ¿es tan necesario el Teatro para los Viejos? ¿Llenaríamos con él algún vacío, ni siquiera el del teatro mismo? Si el teatro pretendía ser educativo, ya en el más amplio sentido moral o en el puramente artístico, ¿qué provechosa enmienda podría esperarse en nuestros venerables? Ninguna. […] Dejemos, pues, a los viejos, que para nada necesitan teatro, cuando todo el mundo es teatro, de moda y lucimiento para ellos. Pensemos en los niños, en los verdaderos niños, hijos de padres verdaderos jóvenes, que solo de ellos puede esperarse la nueva vida por la nueva escuela. ¿Religiosa? ¿Laica? Allá unos y otros. El arte es religión neutral. ¿No es en el Vaticano donde se guardan las más bellas reliquias del paganismo? ¿Quién sabe si no será en un templo pagano de Arte donde se guardará lo más bello del Arte cristiano? Nunca fueron como las nuevas lo serán siempre de las viejas. Y, ¡vive Dios!, que hay entre nosotros vejestorios, en todos los órdenes de la vida, que no son dignos de ningún respeto» (OC, VII, 677).
Si el proyecto hubiera continuado, es probable que no hubiera tardado mucho en estrenarse una obra de Gregorio Martínez Sierra, en realidad de María, su mujer. Se trataba de una traducción de The Taming of Shrew, de Shakespeare, con el título de Domando la tarasca. Dada la devoción que por el de Stratford-upon-Avon sentía el autor madrileño, no es extraño le hiciera este encargo a la sociedad Martínez Sierra, aunque la obra finalmente no se estrenaría hasta abril de 1917, dentro de las actividades del Teatro de Arte (Martínez Sierra, 2000, 99). Según Juan Jesús Zaro, María «imprimió al texto un carácter guiñolesco o de farsa, por estar inicialmente destinado a un público infantil» (2007, 79). Fue Catalina Bárcena su intérprete principal, con una brillante puesta en escena de Gregorio Martínez Sierra, reforzada por la escenografía de Fernando Mignoni, que el crítico de ABC parangonaba con las de Antoine por su sentido del espectáculo, «buscándole fondo y entonación apropiados, en una armonía de elegancias y matices que tan bien responden a la delicadeza y sensibilidad de su temperamento».
Curiosa es también una pieza de José Selgas Ruiz, Los intrusos, «fantasía cómico-lírica para el Teatro de los Niños, en un acto y un prólogo, en verso». La obra fue estrenada en el Teatro Romea de Murcia el 23 de diciembre de 1910, y lleva una dedicatoria del autor «A los niños», en la que alude al proyecto ya finiquitado para entonces de Benavente:
Para vosotros, mis adorados hijos pequeños y para todos los niños que, cual vosotros tienen la dicha de conservar en su alma para los privilegios de la inocencia exenta de sinsabores y desengaños, escribí esta obra. Y acariciando en ella, con toda modestia, la peregrina iniciativa del insigne Benavente, cuyo apellido debemos grabar los amantes padres, que no somos ingratos, en el corazón y en la memoria de nuestros hijos, la puse en escena y la doy al público36.
Un regusto más bien amargo dejó el Teatro de los Niños en Benavente. Al año de que terminara aquella su altruista aventura escribía:
El año pasado tuve, con el concurso de otros autores, el costoso capricho de iniciar un Teatro para Niños. No solicitamos licencia del ordinario, ni pedimos el visto bueno de ninguna cofradía, porque no hay conciencia, por enlodada que estuviera al roce de las miserias humanas, que no sepa por sí misma, bien claramente el respeto que se debe al alma de un niño. Acudieron madres y niños de la clase media y de las clases populares. A la sociedad elegante no tuve el gusto de verla por allí. Sus automóviles y sus coches lujosos estaban a la puerta de otros teatros de garrotín y desvergüenza. Se comprende que acudan a que la autoridad les moralice el teatro los que no saben contener la curiosidad por las inmoralidades (OC, VII, 805-806).
De nuevo asoma a su pluma el malestar de un ilustrado como era él ante la indiferencia cultural del medio; su malestar y su escepticismo:
Yo no me considero un héroe ni un bienhechor de la Humanidad por haber patrocinado este teatro, pero tampoco espero que se me considere un malhechor. Con menos trabajo y entusiasmo, un par de piezas sicalípticas me dejarían más en limpio. ¡Bello país! ¡Cuántas veces hubiera uno emigrado si no hubiera uno aprendido a despreciar desde muy joven! (Benavente, 204).
Lo cierto es que Benavente sentó un maravilloso ejemplo con su Teatro de los Niños. Anticipador de grandes propuestas renovadoras, también en este sentido fue un precursor. Precursor del Lorca que buscó desde muy pronto la complicidad de los niños con La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón, consu afición a los títeres y, en general, con su concepto aniñado del teatro. Precursor también de Salvador Bartolozzi y Magda Donato, creadores del Teatro Pinocho, que durante algunos actuó en el mismo Teatro de la Comedia, y del Guiñol Pulgarcito, que le tomó el relevo en el coliseo de la calle del Príncipe, y que dirigió el actor Antonio Vico. En él, precisamente, se repuso El príncipe que todo lo aprendió de los libros, en 1929 (Cañizares Bundorf, 2011: 327-328). Precursor, en fin, del Alejandro Casona que empezó su carrera dramática haciendo teatro con los niños de la escuela en la que enseñaba.
A pesar de todo, Benavente, que siguió escribiendo obras infantiles (La princesa sin corazón, Y va de cuento…), nunca olvidó que la cultura teatral de un pueblo debía empezar por su sector más joven. Todavía en noviembre de 1935 dirigió en el madrileño teatro Fontalba El nietecito, esta vez interpretada enteramente por niños, tal como se aprecia en la fotografía37.
Es curioso que el homenaje que se le tributó en Valencia, en plena Guerra Civil, se justificara no sólo por su lealtad al gobierno de la Segunda República sino por su dedicación al mundo de la infancia [fig. 11]:
El pueblo español va a rendir un homenaje de carácter nacional a su dramaturgo más representativo. Y es el poeta que quiso crear hace muchos años un teatro feérico donde levantar un mundo de ilusión y de ensueño para los niños, el que ahora va a ser festejado en la cumbre serena de su vida y de su gloria por este pueblo infantil y generoso que lucha en las trincheras por su cultura, por su libertad, por su independencia, por el porvenir de estos hijos de España que hoy viven, y estudian, y juegan con el temor constante de oír zumbar sobre sus cabecitas inocentes los motores de la aviación del crimen. ¡Niños de España!... ¡Niños del mundo! Para los que Benavente imaginó sus cuentos escénicos, dejando volar su fantasía por los encantadores reinos de la belleza y de la bondad, anillando su espíritu, dejándolo correr por los bosques legendarios donde las hadas buenas salvan a los pequeñuelos extraviados y los protegen contra las emboscadas del lobo. ¿Cómo en el Benavente burlón, satírico y sutil, espíritu desengañado, inteligencia cargada de escepticismo se produce esta contradicción? ¿Por qué? Porque Benavente, detrás de su escéptica sonrisa, ¡tenía un renovado aliento de fe en la bondad del ser humano y sabe que en el fondo de éste hay algo noble y puro, independiente e insobornable, y es la conciencia del niño. Lo aprendió de su padre, el médico que consagró su vida y su ciencia a la infancia, el bondadoso y sabio doctor Benavente, al que los niños madrileños erigieron un monumento en los jardines del Retiro. El niño es lo mejor del hombre y quizá lo «único» de muchos hombres. Cuando acaba el niño, cuando asoma en su alma la primera malicia del hombre, maculándola, puede decirse que acaba lo mejor del hombre. ¡Felices aquellos que conservan, al través de los años, la ingenuidad, el candor, la pureza de alma de los niños!... ¡dichosos aquellos cuyas conciencias no han sido corrompidas por el tiempo y el dinero, los dos grandes corruptores que oxidan cuanto tocan, y cuyos espíritus conservan aún la .preciosa virtud de aniñarse, es decir, de hacerse mejores!... Hemos de agradecer a los poetas que, como Jacinto Benavente en España, y James Barrie, en Inglaterra, se han sentido niños y han escrito para los niños maravillosas feeries, fabulosos cuentos escenificados con arte de magia, donde los pequeños espectadores encuentran el más hermoso e inolvidable placer. ¡Niños de España!... ¡Niños del mundo!... El pueblo español, representado por su legítimo Gobierno, va a rendir a Benavente, que tantas veces deleitó con sus magias y fantasías, a los que hoy luchan en el frente cuando eran pequeños, va a rendirle, repito, un homenaje por su gloriosa ancianidad, por su patriotismo. […] ¡Niños del mundo! Niños alemanes e italianos que habéis visto representar en vuestros grandes coliseos las obras del maestro famoso, traducidas a casi todos los idiomas y especialmente al vuestro... Pensad que otros niños en España, inocentes como vosotros, juegan y ríen sin saber cuándo ha de ser truncado su juego y su risa por la muerte que les viene de lo alto. […] Y este será el mejor homenaje que podéis rendir al poeta de La Cenicienta y de ¡Y va de cuento!, al que hizo pasar a los niños de España y el mundo tantas inolvidables veladas de ilusión y alegría con su teatro de hechizo y de ensueño (Valverde, 1938).
Y otro crítico, aniñado también, como lo delata su seudónimo, escribía:
Ágil, menudo, magro, con su andar de gorrión en rastrojo, don Jacinto cruza las calles ciudadanas dominado por ese típico apresuramiento suyo huidizo y fugaz, que da a su figura chiquitita borrosos contornos de ingravidez.[…] Va como siempre; muy pegado a la pared, muy dentro de sí mismo. No es hombre de calle don Jacinto. El mundo interior –ilimitado– de la breve intimidad hogareña, o el tibio ambiente del saloncillo teatral, bastan a su recia personalidad de Premio Nobel. […] Una semana lleva Valencia agradeciendo a don Jacinto Benavente, en nombre de España, la fidelidad a sus concepciones literarias, a sus ideas liberales. Huelga toda exaltación del hecho. Cualquier mediano catador de matices no necesita más que la anécdota de los melocotones. Si no un símbolo, puede ser una lección. De ternura. Y de sencillez. Estas dos virtudes altísimas de don Jacinto servirán quizá para justificar –ante los más obtusos– su permanencia entre nosotros. Salamanca asesinó a Unamuno. Burgos ha hecho un guiñapo de Baroja. Valencia, para el humano y tierno espíritu de don Jacinto, ha tenido sus mejores flores y la predilección maternal de nueva patria chica (Lopezito, 1938).
Nada de esto contó cuando, tomada Valencia por los rebeldes, don Jacinto se echó en brazos del nuevo régimen, arrepentido y contrito por su colaboracionismo con el gobierno republicano. De ese arrepentimiento es una muestra vergonzante el teatro que escribió con posterioridad, así las comedias Aves y pájaros y, sobre todo, Abuelo y nieto, en que el propio Benavente representaba su papel de viejo para contar el pasado abominable que había tenido que arrostrar. Pero era ya otro Benavente, pusilánime, envejecido, traidor incluso a sus principios más liberales. Son las sensaciones que despierta una pieza manuscrita suya, titulada Cuento de Navidad38, y que debió escribir al poco de acabada la guerra. Lleva el subtítulo de «fantasía para chicos en un prólogo y dos actos, divididos en cuadros, en prosa y verso», pero es una fantasía falaz, ambientada en la realidad de la Segunda República, en concreto durante el bienio negro. Los protagonistas de la historia son Bobito y Lolín. Cuando duermen y entran los reyes dice Melchor:
Como España anda tan revuelta, es menester que nosotros les demos alegría a los pequeñuelos, ya que los mayores se empeñan en vivir amargados… (1, 10).
El cuadro tercero transcurre en el Teatro Guiñol que les ha pedido a los Reyes Bobito. Salen en él Polichinela y Cristobita, caracterizado como un obrero con «blusa y gorra de visera o boina» (1, 13), un obrero protestón que representa a la izquierda revolucionaria: «Hay que hacer algo, / que ahora no mandan los nuestros / y está uno desesperao» (1, 15). Polichinela –¿quién sabe si no una encarnación grotesca del Caudillo? – apalea entonces a Cristobita y se dirige con estas palabras a los muchachos del público:
Ya lo sabéis, amiguitos:
cuando un frescales o un zángano
quiera abusar de los buenos
y explotar a los honrados,
lo mejor es una tranca
bien sujeta entre las manos…
Para entonces habían pasado muchos años desde que, a fines de 1909 Benavente –a ejemplo de su padre– decidiera ayudar al progreso de los niños con la herramienta que mejor dominaba: el teatro. En medio quedaban los años de brega política, en el Partido Conservador de Antonio Maura, sus polémicas con la Segunda República, su adhesión tal vez forzada pero real al régimen legítimo contra la sedición franquista… Todas esas vacilaciones y ambigüedades, probablemente calculadas, como la sexual, terminarían pasándole factura. Nuestra intelligentsia teatral, que suele conducirse más por el sectarismo que por una calmada reflexión, lo ha ido marginando del canon contemporáneo como si de un apestado se tratase. No salvan de su obra ni siquiera los títulos más indiscutibles, como Los intereses creados, cuyo centenario en 1907 pasó con total pena y sin ninguna gloria, para vergüenza de la programación de los teatros nacionales y municipales. Como escribe el profesor Ruiz Ramón, «olvidar la función innovadora que el teatro de Benavente tuvo en los últimos años del siglo xix y primeros del xx al romper definitivamente con una tradición teatral melodramática y declamatoria fundada en la peripecia y el patetismo, dejar de proclamar su originalidad como comediógrafo y su papel de actualizador de la escena española coetánea, que, mediante él, enlaza con las formas teatrales más modernas de la estética realista de su tiempo, sería incurrir en parcialidad y en error de apreciación histórica» (Ruiz Ramón, 1977, 37-38).
La escena española contemporánea no está sobrada de tentativas renovadoras e imaginativas. Una de las más felizmente pioneras fue, sin duda, el Teatro de los Niños. Con él Benavente quiso ayudar a la benemérita tarea de mejorar el mundo y la sociedad española, tan necesitada de empeños tan altruistas y benefactores. Y había que empezar por involucrar en esa tarea regeneradora a quienes menos contaminados de maldad estaban: los niños. Y había que hacerlo con el arte que más y mejor les podía llegar, esto es, el teatro, porque –como escribe Gómez de la Serna en su Automoribundia– «el teatro es en medio de todo una eterna infantilidad y al mismo tiempo le incumbe la más adulta de las misiones que es variar las costumbres hipócritas del mundo, mostrando una suspensión de la realidad (1957, 380).
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