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2.1 · El Teatro de los Niños, de Jacinto Benavente

Por Javier Huerta Calvo.
 

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Ilustración


El Teatro de los Niños, de Jacinto Benavente

Javier Huerta Calvo
Instituto del Teatro de Madrid (UCM)

 

No hay en España una literatura, un arte para los niños. Nos preocupamos poco de higienizar ni de alegrar su vida. ¿Hay mejor higiene que la alegría? Aun los niños ricos son aquí más desgraciados que los niños de otros países (J. Benavente, OC, VII, 530).

 

Una sociedad y una literatura ajenas al mundo de la infancia

Fue una obsesión durante toda su vida: la formación de los niños, su educación, que era tanto como decir su felicidad y la felicidad de la España en la que iban a crecer. Tal obsesión le venía de familia, cuando de pequeño oía hablar a su padre, el afamado pediatra don Mariano Benavente (1810-1885), del trabajo que llevaba a cabo con los niños de la Inclusa o los del Hospital del Niño Jesús; una labor abnegada de muchos años que la ciudad de Madrid supo reconocerle cuando al poco de su muerte le dedicó un sencillo monumento en el parterre del Retiro [fig. 1], a escasos metros de donde años después se erigiría el más ostentoso de su hijo Jacinto. «Artista sabio y santo» llama a don Mariano nuestro autor en el prólogo que escribió para el libro Los niños (1917) [fig. 2], en el que una y otra vez el dramaturgo no se cansa de denunciar las terribles carencias de la sociedad española en materia infantil, como si de un permanente homenaje a su padre se tratara:

Por algo soy hijo de quien mereció el nombre de «Médico de los Niños», y más que contra las enfermedades, tuvo que luchar en su vida profesional con la ignorancia de muchas madres y de muchos padres (Benavente, 1917, 80).

En estos y otros escritos se trasluce el espíritu regeneracionista que anima toda la primera producción dramática de Benavente: afán de reformar las costumbres, «manía pedagógica», de la que terminaría arrepintiéndose una vez que el escepticismo, al que le empujaron las difíciles circunstancias vividas durante la Segunda República y la Guerra Civil, se impuso definitivamente en su visión del mundo1. El ideal regeneracionista, que lo llevó a realizar una de las críticas más aceradas y profundas de la España de comienzos de siglo, representada en el espacio antiutópico de Moraleda, en el que transcurren algunas de sus comedias más críticas –Los malhechores del bien, La gobernadora, es el mismo que alienta tras su preocupación por la infancia: «No es por compasión, ni por bondad, ni por justicia, es por egoísmo por lo que debemos atender a los niños, a atender a mejorar la raza física y espiritualmente» (1917, 12)2.

Para el autor de Señora ama, la sociedad española había vivido de espaldas a los niños, arrastrada por un pesimismo radical, que –como en Shopenhauer pero con distinto fin– tenía como emblema la terrible frase de Segismundo en La vida es sueño: «el delito mayor del hombre / es haber nacido». De ahí que, en sus numerosas conferencias sobre el tema, Benavente se afanara en dulcificar los ánimos de la gente mayor recurriendo a veces a temas tan franciscanos como el amor a los animales, amor que él pensaba no tenían suficientemente asumido los niños españoles. Todo ello –en su opinión– había ido conformando entre nosotros una mentalidad dura, demasiado viril, una sequedad de ánimo que tenía incluso su reflejo en el arte, «apenas esclarecido por gracias infantiles, en los cuadros de Murillo y en alguna imagen del niño Jesús del escritor murciano Salcillo» (Benavente, 1917, 60). Pero no sólo era el arte; también la literatura española adolecía del mismo defecto:

En España, ¡triste es decirlos!, no se sabe amar a los niños. Si no hubiera otras pruebas bastaría esta falta de una literatura y de un arte dedicado a ellos. De la literatura clásica, ninguno. El Quijote es una obra de desencanto, de desilusión, propia de la edad razonadora. Sería cruel que los niños rieran con Don Quijote, y más que pensaran. De los escritores, tal vez Galdós, en la primera parte de sus Episodios nacionales, fue el único que escribió para los niños sin proponérselo; quizá por lo mismo, con mayor acierto. […] Los escritores que deliberadamente intentan escribir para niños suelen padecer el error de considerarlos demasiado pueriles, y se creen en el caso de puerilizar su espíritu. Por esto, las mejores obras para la infancia son las que no fueron escritas con intención de conquistarla. Robinson Crusoe, algunas novelas de Dickens… En cambio, ¡cuánta ñoñería, cuánta bobada en muchos cuentos y narraciones, pensados y escritos especialmente para los niños, que no pueden por menos de aburrirles (OC, VII, 498-499).

Pocos diagnósticos tan contundentes y exactos sobre una literatura que, a diferencia de las de nuestro entorno, había crecido de espaldas a los más pequeños, cuyo aprendizaje literario se hacía, entonces y ahora, a base de los grandes nombres de la narrativa extranjera: Defoe, Scott, Dumas, Dickens, Salgari, Verne, Melville, Twain, Stevenson... Sin duda, el profundo conocimiento que de la literatura francesa e inglesa tuvo Benavente lo llevó a dar el paso siguiente, esto es, contribuir como escritor a paliar esa carencia3. Si su padre había merecido el sobrenombre de «el médico de los niños», ¿por qué no podía ser él «el dramaturgo de los niños»? No sabemos si esta idea, que seguramente rondaba su cabeza desde hacía tiempo, tomó cuerpo el día en que cayó en sus manos un artículo de Carmen de Burgos, la célebre escritora conocida por Colombine4. A esa circunstancia alude el 26 de octubre de 1908 en El Imparcial, dentro de su sección habitual «De sobremesa»:

La distinguida escritora que firma con el seudónimo de Colombine propone en un artículo publicado en España artística la fundación de un teatro para los niños.

[…] ¡Un teatro para niños! Sí es preciso, tan preciso como un teatro para el pueblo. ¡Ese otro niño grande, tan poco amado también y tan mal entendido! Y en este teatro, nada de ironías; la ironía, tan a propósito para endulzar verdades agrias o amargas a los poderosos de la tierra, que de otro modo no consentirían en escucharlas, es criminal con los niños y con el pueblo. Para ellos, entusiasmo y fe y cantos de esperanza, llenos de poesía… (OC, VII, 498-499).

Obsérvese la manera tan modernista con que remata su escrito Benavente: «cantos de esperanza, llenos de poesía…» Sí, la poesía como componente esencial e imprescindible del arte dramático. Aun siendo él un poeta bastante mediocre (de ello se dio cuenta en seguida, nada más publicar su primer y último libro de poesía, Versos, en 1893), lo poético debía ser el santo y seña de todo teatro que se preciase de moderno y renovador. Él mismo había dado ejemplo de ello publicando en 1892 una singular colección de piezas teatrales todas ellas concebidas con una visión poética del mundo: Teatro fantástico. Frente al naturalismo imperante en la escena española de entonces, Benavente propugnaba con esta serie de obritas primerizas un regreso al origen mismo del teatro, al nacimiento de la farsa, las máscaras de la Commedia dell’arte, los teatrillos de muñecos, la magia de las comedias feéricas de Shakespeare, con su inquietante ambigüedad sexual…5 Por eso, no tardando mucho convocaría a los poetas españoles a la tarea de renovación escénica mediante un artículo extraordinario titulado «El teatro de los poetas»:

El teatro necesita poetas. Por su cultura, por su dominio de la técnica, por la variedad de estilos, quizá no hubo nunca en España tal número de excelentes poetas como ahora. Entre ellos los hay que triunfarían en el teatro con la sola magia de su poesía. Sí; los poetas modernos nos deben un teatro. […] ¡Poetas de España, yo, que daría todas mis obras por un solo soneto de los vuestros, os lo digo con toda la verdad de mi amor a la poesía: venid al teatro!6

Benavente publicó este artículo un año después del estreno de Los intereses creados, su obra maestra,en cuyo prólogo el autor pedía a los espectadores hicieran el esfuerzo de aniñar su espíritu para captar en toda su potencia el mensaje de la farsa, esto es, el teatro entendido como juego, lo que en esencia y en sus orígenes más remotos fue:

El autor sólo pide que aniñéis cuanto sea posible vuestro espíritu. El mundo está ya viejo y chochea, y el arte, por parecer niño, finge balbuceos. Y he aquí cómo estos viejos polichinelas vienen hoy a divertiros con sus niñerías.

En cierto modo, Benavente parecía buscar con esta declaración un público muy diferente al maduro y respetable que había venido aplaudiendo sus comedias de salón y sus dramas rurales: un público nuevo, de mentalidad más abierta e inocente, virgen de prejuicios. Es una poética basada en el aniñamiento de los espectadores, como lo ha explicado muy bien Antonio Díez Mediavilla:

Esta apelación del autor a los espectadores, esta mirada escrutadora y aniñada que Benavente reclama para explicar también su propia visión del mundo proporciona al dramaturgo los instrumentos más adecuados para construir, desde la distancia en apariencia ingenua y desinteresada con que contempla y siente la vida a su alrededor, aquellos espacios dramáticos en los que la farsa, la imaginación y la fantasía construyen un discurso muy entramado y coherente en el que se entretejen, por una parte, algunos de los elementos, adecuadamente cernidos y acrisolados, de la gran tradición farsesca y de la comedia del arte, y, por otra, las líneas de penetración en los espacios de la renovación estética, espectacular y dramatúrgica, que definen una parte importante del teatro de Benavente (2005, 107).

Los intereses creados es, en fin, su creación más alta y, en cierto modo, síntesis del concepto teatral que el dramaturgo había tenido ocasión de apuntar en sus escritos primeros –Vilanos, Figulinas–y, sobre todo, en el mencionado artículo «El teatro de los poetas». En ese sentido, es cabal paradigma de este teatro poético, y es lástima que las escasas representaciones que de esta antológica pieza se han dado en los últimos tiempos no hayan sabido sacar partido de la extraordinaria poesía que alienta en esta comedia, en realidad una compleja reescritura del famoso cuento de Charles Perrault, El gato con botas, es decir, una obra plenamente vinculada a la literatura infantil.

El caso es que, dos años después del gran éxito de Los intereses creados, Benavente se embarca en una de las empresas más loables para un hombre de teatro de su tiempo: la creación de un Teatro de los Niños7. Es probable, como quiere Severino Aznar Navarro, que la idea no sólo le surgiera de la propuesta hecha por Colombine, sino de un proyecto similar que había existido en el París de los primeros años del siglo, el Théâtre des Enfants, que pretendía representar «piezas escritas de propósito para los niños, sin que carezcan de interés para las personas maduras» (Aznar Navarro, 1909, 11)8. Este mismo crítico señalaba, no obstante, una diferencia importante del teatro infantil de Benavente respecto de su presunto modelo francés: el hecho de que los actores no fuesen niños sino adultos. Cuestión espinosa esta, en relación con la cual también tuvo Benavente que lidiar con los prejuicios de sus paisanos, para quienes el que trabajasen los niños en el teatro era un hecho poco menos que inmoral. En cambio, nadie parecía escandalizarse por verlos ocupados en otros menesteres muchísimo más indignos:

Era ridícula –escribe unos años más tarde– esa severidad en el trabajo de los niños en el teatro, cuando a todas horas del día y de la noche andan infelices criaturas tiradas como perros por esas calles; cuando niños de cuatro y cinco años vocean periódicos a las altas horas de la madrugada (Benavente, 1917, 42).

 Y es que por esos años había tenido lugar un hecho que a nuestro autor le pareció muy elocuente de la pacata mentalidad de la sociedad española: la prohibición para que actuara en Madrid la compañía del ballet de Loie Fuller9, constituida íntegramente por niñas. Las autoridades alegaron la Ley de Protección a la Infancia para impedir aquel intolerable acto de corrupción de menores, y de nada valieron las protestas de la directora estadounidense; protestas a las que aludía con su ironía acostumbrada el bueno de don Jacinto, para quien todo aquello no era sino un signo más del atraso de España respecto de las naciones vecinas, al mismo tiempo que un ejemplo de hipocresía social:

La directora ha protestado contra esa medida de la Autoridad. Es que está mal acostumbrada. Viene de otros países donde no se concede la menor importancia a los niños. Aquí no habrá podido ver niños abandonados por las calles, ni vendedores de periódicos menores de trece años expuestos al frío en estas noches de invierno y alternando con golfos y golfas de la peor especie. Y si recorriera esos pueblos de Dios, no vería niños y niñas, al sol de agosto, en las faenas del campo. Como nada de esto ha podido ver, comprenderá lo justo de la determinación al prohibir ese espectáculo de unas niñas sanas y alegres que, seguramente, no lo habrán pasado mejor en su vida. Pero nuestras autoridades no se enteran más que de lo que pasa en los teatros. Verdad es que, cuando no se encuentre a una autoridad por esas calles, ya se sabe dónde hay que buscarlas, en los teatros del distrito (Benavente, 1917, 83).

En esto, como en tantas otros aspectos del vivir, Benavente iba muy por delante de su tiempo10. A su parecer, el teatro podía ser un magnífico instrumento pedagógico, no sólo para crear espectadores sino también hombres y mujeres del mañana, pues que el teatro representado «es un buen ejercicio de memoria, de entendimiento y de pulmones; se adquiere, además, soltura y elegancia en la dicción y en los modales. Para niños –seguía diciendo– están escritas y para ser representadas por ellos numerosas comedias inglesas, y ¿quién duda que los ingleses saben educar a los niños?» (1917, 53). Sin embargo, era como predicar en el desierto. Para las mentalidades romas de la época –como ejemplo de ellas, la del mencionado crítico de La Correspondencia de España–aquel hecho no merecía sino la consideración de un delito de lesa infancia: «Dedicar a un niño al teatro –escribía Aznar Navarro– es un doble crimen: crimen de explotación primero: de perversión después. Y aún podemos añadir un tercero: el de condenarle a una pronta inutilidad» (1909, 1).

Con todo, en el primer reparto del Teatro de los Niños Benavente y el empresario que asumió el riesgo pudieron colar en una compañía de mayores a dos niñas, entre ellas una de ocho años, que con el tiempo alcanzaría gran fama como actriz cómica; se llamaba Isabelita Garcés [fig. 3].



1 «En mis obras –confiesa en sus Memorias– tal vez se abusa del sermoneo educativo. Al reflexionar sobre ello, lo deploro. Las obras no han ganado nada, y la educación de mis contemporáneos tampoco» (Benavente, 1944, 233). Aunque no lo consiguió del todo, como veremos, tampoco Benavente era partidario de la moralina en el teatro infantil: «No es tan fácil como parece divertir a los niños sin aburrir demasiado a los grandes. Los niños modernos nacen enseñados. ¡Oyen unas cosas en casa!... El numeroso repertorio de obras infantiles con que cuenta el teatro inglés no es aprovechable. Demasiado inocente. No por lo fantástico de sus asuntos, casi siempre basados en los cuentos de hadas más populares; no soy de los que abominan de la fantasía en la educación, como el maestro de Los tiempos difíciles, de Dickens, con su muletilla: «¡Hechos, hechos!». Al contrario, es preciso huir de toda pretensión docente, y mucho más utilitaria. Lamartine abominaba de las fábulas de La Fontaine, como obra educadora. Tenía razón; su moralidad, mejor dicho, inmoralidad practicona, desengañada, toda malicias y desconfianzas de rústico, es deplorable para el espíritu de los niños, abierto siempre a la generosidad y a la esperanza» (OC, VII, 604-605).

2 En la conferencia que impartió en el Ateneo de Madrid, el 29 de enero de 1910, con motivo de una función en su homenaje, insistió Benavente en esta función regeneradoramente patriótica que el teatro podía tener en España: «Claro está que, después de mi propio y particular recreo, he pensado con cierto orgullo infantil, el más propio de las circunstancias, que esto del teatro para los niños bien pudiera ser obra patriótica de educación moral y artística» (en Lavaud, 1979, 501).

3 No perdió ocasión Benavente para impulsar la literatura infantil de los escritores españoles, aunque no fuesen obras de gran calidad; véase su prólogo al libro de Anastasio M. Treceño, El jardín de la infancia. Colección de cuentos escogidos para los niños, Madrid, Gran Imprenta Católica, 1914.

4 A pesar de las muchas pesquisas llevadas a cabo en la hemeroteca, no he podido dar con el paradero del mencionado artículo. En realidad, nadie lo da, pues todas son referencias generales a partir de la cita de Benavente. Así, por caso, esta de Carmen Bravo Villasante: «Como en La España artística y en El Heraldo la pluma de Carmen de Burgos emprenda una campaña pro literatura infantil, solicitando la creación de bibliotecas infantiles, y se dirija a Benavente, pidiéndole un teatro para la infancia, el autor crea con Martínez Sierra [sic] el Teatro de los Niños» (1979, 171). Carmen de Burgos fue, como maestra y pedagoga, una escritora muy preocupada por los temas de la infancia, y son numerosos los artículos publicados en El Heraldo de Madrid, Revista Crítica y otras publicaciones, en los que hace gala de esa preocupación. Alguno de esos artículos le causó incluso problemas con las autoridades: «El niño, libre de la escuela, me parece un pajarillo emancipado de la prisión, que abre las alas al sol y aspira el ambiente del campo en flor, pero los infelices niños españoles, cuando salen de las escuelas no es para gozar esta alegría de vivir, es para caerse desde la jaula al fango de la calle. No hay para ello jardines ni gimnasios.10.000 menores de 6 años mueren anualmente en España. Coger a esos niños de las calles de Madrid y trasladarlos al campo a la orilla del mar, donde respiren aire puro oxigenado y se bañen en rayos de sol y oleadas de luz, con alimentos sanos, con ejemplos de moralidad, con el espectáculo hermoso de la Naturaleza, que despierta el amor a lo humano y a lo bello, ¿no es hacer una de las obras más necesarias y meritorias?» (apud Utrera, 1998, 83). Véase también La protección y la higiene de los niños (1904), un libro que, sin duda, debió complacer al hijo del doctor don Mariano Benavente. Según me informa Federico Utrera, gran conocedor de la vida y obra de Colombine, este artículo, del cual he extraído el fragmento más relevante, se publicó en El Heraldo de Madrid el 15 de abril de 1907.

5 En el fondo, gran parte de este material le venía inculcado desde la infancia, en la cual la presencia del teatro como juego fue fundamental en el aprendizaje de Benavente; léanse sus Memorias (OC, XI, 528).

6 Incluido en El teatro del pueblo (1909), OC, VI, pp.675-677.

7 Esta es la denominación correcta, aunque vacila, en muchas ocasiones, con la de Teatro para los Niños. Al respecto escribía Felipe Sassone: «Por la supuesta impropiedad gramatical de la preposición de, surgieron algunos puristas pedantes reclamando la preposición para; pero Jacinto, que no era cominero, ni hombre de tiquismiquis ni que reparase en pelillos, mantuvo su genitivo, que según él afirmaba el teatro de los niños como propiedad de estos, y ello en nada empañó la brillantez de la temporada, que obtuvo el favor del público durante muchos meses (Sassone, 1958, 350). De hecho hay algún libro con ese otro título como Teatro para niños (Madrid, Imprenta de Antonio Álvarez, 1910), que incluye, sin embargo, dos piezas de carácter religioso. Hay también una pieza de José Selgas Ruiz, Los intrusos, «fantasía cómico-lírica para el teatro de los niños», estrenada en el Teatro Romea de Murcia el 23 de diciembre de 1910 (Madrid, G. Velasco, 1912).

8 Lavaud publica una carta de Benavente dirigida a José Francos Rodríguez y fechada el 30 de agosto de 1909, en la que le da cuenta de sus proyectos y, entre ellos, del Teatro de los Niños: «El Teatro de los Niños no pretende ser por ahora más que un ensayo modesto. Una o dos representaciones teatrales en función de tarde» (Lavaud, 1979, 500-501).

9 Marie Louise Fuller (1862-1928), bailarina y escritora estadounidense, gran revolucionaria de la danza, en la que introdujo muchos elementos innovadores.

10 Para la contextualización de la intentona de Benavente en el marco del teatro infantil de la España contemporánea es preciso consultar la Historia de Juan Cervera (1982).

 

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