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“Un pícaro como yo”:
la picaresca y el arte de fingir en Fernando Fernán-Gómez

Simone Trecca

Página 3

2. La picaresca, el teatro y el arte del actor

Afirma con acierto Ros Berenguer (1996: 488) que tanto la versión teatral de El Lazarillo de Tormes como la pieza El pícaro. Aventuras y desventuras de Lucas Maraña representan para el autor una (nueva) apuesta por el teatro popular, “un género teatral del pueblo y para el pueblo” (cito del programa de mano del espectáculo), alejado tanto del teatro poético-simbolista como del experimentalismo vanguardista, en la medida en que lo que busca es, esencialmente, el contacto con el público y la implicación directa de este en el proceso comunicativo Fig. 7 y Fig. 8. La sensibilidad teatral de Fernán-Gómez, no solo como escritor sino sobre todo como actor, le permite percibir instintivamente (y luego profundizar investigándolos) los mecanismos más intrínsecos de la literatura picaresca, especialmente a partir de la novela inaugural, y a la vez vislumbrar su potencial dramatúrgico, como no dejó de recalcar Francisco Umbral (1992). Creo que su mayor intuición, entre muchas otras, fue precisamente la de considerar el picaresco como un modo basado esencialmente en el lazo indisoluble entre el protagonista y el lector, implícito y real, aspecto que supo aprovechar al crear dos personajes (el Lázaro y el Lucas Maraña teatrales, respectivamente) corriendo el riesgo (muy calculado y oportuno, por otra parte) de que se confundiera el papel del personaje, dirigido al espectador implícito, con el del actor, que busca la complicidad activa del espectador real en la sala.

En el programa de mano del espectáculo de El Lazarillo Fig. 9, cuya lectura a continuación propongo, figura un breve escrito del adaptador en el cual pone de manifiesto, en primer lugar, el lazo que le une a la novelita anónima y más en general a la figura del pícaro; en segundo lugar, la genealogía de su Lazarillo:

Que Lazarillo de Tormes es una de las cuatro o cinco obras mayores de la literatura española no es necesario repetirlo; sí puede ser conveniente advertir que, de todas ellas, me refiero a las de los Siglos de Oro, es la de más fácil lectura; por consiguiente, la menos deteriorada por el paso del tiempo. De ahí que la tarea obligada para un adaptador, de actualizar algo el lenguaje, precisamente para que no pierda fluidez y ritmo al ser escuchado, para que conserve su claridad y su transparencia, no haya sido muy ardua, y menos aún para un pícaro como yo, cuya amistad con el pícaro salmantino data de los catorce años, cuando le encontré por primera vez en económica edición de papel prensa.

Ahora el pregonero abandona por poco tiempo plazas y calles de Toledo y se encarama al escenario para emular a tantos parientes suyos, los cómicos. Me he limitado a echarle una mano, pues él nació dotado para fingir y más le enseñó la vida. Con mi escasa ayuda y la muy abundante, eficacísima, inspirada y profesional del cómico Rafael Álvarez, llamado “El Brujo”, y gobernado por la invisible batuta del director, seguro que sale bien librado de esta singular peripecia.

Al modesto adaptador le han sido de especial ayuda los comentarios de José Antonio Maravall, de Fernando Lázaro Carreter y de otros sabios, y especialmente, lo que ha podido hurtar a Francisco Rico, que le hizo fijar su atención en que lo que narra Lázaro es un “caso” y que lo narra por medio del género epistolar, moda entonces recién importada de la admirada Italia. El adaptador se ha limitado a convertir la carta en declaración -más o menos pública-, y ha resultado un monólogo. Pero no un soliloquio. Aquí el personaje no medita en soledad, no se autoanaliza ni abre el corazón aprovechando que nadie le ve ni le escucha; al contrario, declara, se confiesa -dice que se declara y se confiesa- a unos cuantos señores a los que el espectador del teatro no ve, pero que están ahí, también como espectadores, y escuchan toda esta retahíla, esta sarta de verdades, que no sabrán nunca si lo son.

Como pariente de los cómicos (y, por ende, del mismo Fernán-Gómez y de Rafael Álvarez Fig. 10), en la medida en que «nació dotado para fingir», el antecesor de todos los pícaros lo es también por formar parte de la familia de los pícaros literarios: de ahí que el adaptador acuda a la ayuda de algunos estudiosos, con especial mención de los ensayos de Francisco Rico10, que le proporcionaron la perspectiva más consonante con su propia visión. Así pues, para dar vida de carne y hueso al Lazarillo de papel, Fernán-Gómez se guía por dos directrices: la artesanía teatral y la labor hermenéutica, que inmediatamente se fusionan en la concepción de un sistema de producción y recepción del texto basado en un monólogo en el que el personaje (o, mejor dicho, el actor) “dice que se declara y se confiesa”.

Actor, digo, más que personaje, por dos razones esenciales: la primera es que el Lazarillo teatral no deja de entrar y salir del papel que interpreta, mediante varios guiños al espectador real; la segunda, que hacia la mitad de la representación El Brujo interpreta un intermedio histriónico bastante dilatado, bajando de las tablas y rompiendo explícitamente una ya lábil cuarta pared11. Ambas características sientan las bases para el desarrollo futuro del Lázaro fílmico, al poner de relieve que la narración del pícaro, pese a estar enmarcada dentro de una disposición argumental motivada por aspectos circunstanciales (justificar el caso) –esto es, dentro de un discurso orientado hacia un fin específico–, también hace hincapié en la habilidad del personaje como cómico y connota muchos de sus relatos como parte de un repertorio consolidado. Dichas narraciones retrospectivas se desarrollan de manera lineal y ocupan la mayoría de la función teatral, si bien es de notar la mayor extensión de los episodios del ciego y el clérigo (unos veinticinco minutos cada uno) frente al del escudero, en el cual se soslayan todos los aspectos que remiten explícitamente al tema del honor, así como la elusión de los amos que aparecen en los tratados 4 a 6.

Todo ello no impide que, por otra parte, desde que sale a escena como pregonero de vinos en Toledo (y por su porte intuimos que también muy adicto al dulce licor), los espectadores y las invisibles Vuestras Mercedes a quienes se dirige quedan enredados en una amable charla con claros intentos persuasivos y de autojustificación. Eso ya a partir de la frase de entrada “no hay criatura humana que no haga faltas”, la cual no deja de recordar aquella irónica pero muy interesada invitación a no juzgar (“que es pecado ya señalado en los evangelios”) del presentador/prologuista de la serie de televisión, y tiene su eco en el filme, donde en cambio se enuncia al final y enriquecida con más detalles e implicaciones. La misma función desarrolla la reiteración, durante todo el espectáculo, del leitmotiv “bien sé que no soy yo quien debo juzgarme sino Vuestras Mercedes, como bien se sabe, pero ¡qué hambre!”, que aporta uno de los elementos concretos del Lazarillo y, al mismo tiempo, evidencia su valor argumentativo además de temático. Cierra el círculo o, más bien, el contorno de este marco discursivo, la petición final del pícaro –“Intercedan por mí vuestras mercedes... tengo paz en mi casa”– en la cual se condensan todas las implicaciones de esa idea de buen puerto que sella el prólogo literario y cuya defensa, al fin y al cabo, motiva la narración de su propia vida.

El hecho de que, a diferencia de lo que ocurre con el Lazarillo, en el montaje de El pícaro. Aventuras y desventuras de Lucas Maraña intervienen muchos personajes, otorgándole a la obra cierto carácter polifónico Fig. 11, Fig. 12 y Fig. 13, no es óbice para que el protagonista, definido por Ros Berenguer (1996: 486) como una especie de “personaje antológico”, sobresalga como voz principal y, sobre todo, actúe como intermediario entre el universo dramático y el mundo del espectador. Si con el pícaro salmantino Fernán-Gómez pretendía especialmente hacer hincapié en las estrategias de autojustificación del personaje, dadas por la necesidad de autodefensa jurídica (por el caso) y legitimación de sí como protagonista del relato, quizás Lucas Maraña le sirva de manera particular para declinar su peculiar visión del pícaro como puente entre el pasado y el presente, siendo figuración melancólica, pero nunca sentimentalista, del perdedor, del superviviente de todos los tiempos. Ello vuelve a conectarle con una materialidad histórica de la que se hace portavoz y observador privilegiado, por directamente involucrado y sumergido en la misma, con esa actitud de ironía y humor que tantos personajes de nuestro autor caracterizan, pero que, en el teatro y de la mano de un cómico, se convierten en eficacísima herramienta de complicidad y seducción hacia el público, como queda bien claro incluso en el programa de mano del espectáculo Fig. 14:

Del hambre, de la pereza, del afán de medrar sin mucho esforzarse, de las heridas justa o injustamente recibidas, los pícaros y los autores de la picaresca, ya que no una fiesta, que eso es imposible, quisieron hacer una diversión, una fuente de risas, un gozo. Y eso mismo pretenden el autor y el director y los cómicos y los demás participes de este espectáculo con la colaboración principalísima de los espectadores.

La evolución siguiente de Lucas Maraña en el narrador autodiegético de Oro y hambre podría suponer una vuelta al orden, una especie de redención en la etapa de madurez del autor, que devuelve por fin su pícaro a su lugar natural: las páginas de una novela. Sin embargo, este último tramo de la trayectoria del personaje no tendría sentido ni se entendería del todo sin tener en cuenta su larga gestación, su paso por el estilo episódico de la serie de televisión y, máxime, su teatralización. De manera que, por ejemplo, la presencia del artificio de la interpelación al lector (Rodríguez de Lera, 1999-2000: 411), que por supuesto es de derivación picaresca, aquí mantiene esa función de contacto entre pasado y presente ya experimentado en la pantalla televisiva y potenciado en el escenario: rasgo necesario para poder considerar el relato como narración picaresca, ya que esta, si no le habla al hombre del presente, no tiene razón de existir. El título del libro, por otro lado, no deja lugar a dudas acerca de cuál es la relación entre las dos épocas: la dorada y hambrienta España imperial sigue proyectando sus luces y sombras en la actualidad, y el pícaro sigue siendo, hoy como ayer, el observador privilegiado capaz de desvelarnos unas verdades, aunque, admite, a veces se deja “arrastrar por el hábito de mentir” (Fernán-Gómez, 1999: 15), esto es, de actuar, fingir, engañar. En fin, otro pariente de los cómicos, a la par que el prototipo salmantino.

A propósito de este, la metamorfosis definitiva en personaje cinematográfico, en la película Lázaro de Tormes, tampoco significa, ni mucho menos, el menoscabo de los rasgos teatrales e histriónicos adquiridos durante tantas temporadas, pero no en el sentido de que la película es una traslación de la versión teatral Fig. 15. No cabe duda de que el guion no hubiera nacido, o no se hubiera escrito así, sin el afortunado montaje, interpretado por Rafael Álvarez, El Brujo, a partir de su estreno en 1990 y durante muchos años, aunque no me parece adecuado definir el film, como lo hace Carlos Fernando Tapia (2007: 105), una adaptación a partir del texto teatral, a pesar de que existen elementos que los asimilan.

La película se abre, como la novela, con la enunciación del “yo” y una especie de prólogo en el que un Lázaro adulto, enfocado de medio cuerpo, está justificando no tanto su vocación de narrador, sino su conducta, encaminada siempre –según afirma ante la cámara– a calmar el hambre y buscar descanso. Pero lo que más tiene que interesarnos a la hora de analizar las estructuras del discurso, es que paulatinamente descubriremos que Lázaro no nos está hablando directamente a nosotros, los espectadores, sino a un tribunal ante el cual se tiene que exculpar; sobre la acusación de rufianería Fig. 16. Se reproduce así el mecanismo del doble destinatario que ya se encontraba en la novela, pero con algunos cambios importantes, que, además de modificar la situación de discurso, marcan una connotación nueva del protagonista. De hecho, al presentar diegéticamente tanto al narrador como a los destinatarios directos de la narración, en el texto fílmico se produce un salto de nivel que transforma al encausado (trasunto del epistológrafo novelesco) en un personaje que cuenta su historia, es decir, en un narrador incontestablemente intradiegético y autodiegético. Además, dentro de la narración testimonial de los hechos, hay dos momentos en los que el yo narrador le cede la palabra al yo narrado para que este, a su vez, cuente en primera persona algunos de los acontecimientos de su vida, dando lugar a una narración de segundo nivel. El primero se encuentra cuando el imputado está describiendo ante el tribunal su empleo de pregonero de vinos para el Arcipreste de San Salvador. Hallándose en una plazuela de Toledo pregonando, un grupo de niños se le acerca y le rodea, rogándole que cuente “lo del nabo y la longaniza”. Lázaro accede a narrar la historia de su separación con su madre y su servicio con el ciego. Asistimos a los famosísimos episodios de la iniciación del pícaro, de la longaniza y del poste de piedra a través del cual el mozo se despide de su primer amo. Es la primera vez que vemos a Lázaro siendo niño, y ya han transcurrido veinticinco minutos de película. La misma estrategia se repite al ser Lázaro, ya casado, preso por la justicia y llevado frente al escribano, antes del juicio. A este le empieza a contar su experiencia con el clérigo, muy detalladamente, y al preguntarle el escribano si cree que es necesario remontarse tan atrás y extenderse tanto en su declaración, “en vez de ceñirse a los hechos que han provocado la causa”, le contesta que esos hechos se originaron justamente en la época de aquellas desgracias suyas.

Hay unos rasgos que aproximan los dos momentos de la película mencionados y que representan, además, uno de los ecos del tratamiento teatral del personaje: ante todo, la presencia de unos espectadores que asisten a la performance y participan en ella activamente con risas e intervenciones verbales o gestuales, sean ellos los niños de la plaza de Toledo, el escribano y el relator delante de Lázaro, o el público a sus espaldas Fig. 17. Todos, que lo admitan o no, quieren escucharle, se divierten y disfrutan con sus capacidades actorales. Consecuentemente a lo mencionado anteriormente, Lázaro no se limita a relatar los acontecimientos, sino que los interpreta, caricaturizando abiertamente a sus dos primeros amos, imitando las voces de ellos y la suya propia de niño, utilizando sonidos onomatopéyicos, entonaciones y gestos exagerados para provocar las justas reacciones en su público atento y divertido. Tal como el epistológrafo le guiña el ojo al lector más avisado a través de unos recursos retóricos lingüísticos, así el hábil narrador en la película establece una relación muy sintonizada con su público, también gracias a unos rasgos prosódicos y paralingüísticos determinados, igualmente retóricos. Finalmente, la forma con que entretiene a sus oyentes evidencia que esos cuentos se los sabe de memoria, y no por ser el protagonista de los mismos, sino por haberlos narrado muchas veces en pasado, lo que es verosímil, tratándose de hechos muy antiguos de su vida. Dicho de otro modo, se trata de narraciones que forman parte de su repertorio cómico, lo cual hace que sea aún más enérgico, por codificado, el uso de los mencionados rasgos prosódicos y paralingüísticos, reforzando su efecto. Son estos algunos de los frutos más logrados de que el Lázaro de Fernán-Gómez haya pisado las tablas antes de acabar en una película, y representan el estadio final de una evolución iniciada con el pícaro de aquella lejana producción televisiva de 197312.

Tanto Oro y hambre como la película Lázaro de Tormes recuperan la primera persona y hacen que lo picaresco vuelva a conjugarse con el modelo autobiográfico o, mejor dicho, pseudoautobiográfico de sus orígenes, pero en ambos casos ese desarrollo se da, en la trayectoria de Fernán-Gómez, solamente después de la teatralización explícita. A través del teatro, el pícaro se apropia definitivamente de su voz y de su punto de vista, justifica su esencia como materia (personaje y argumento) y como foco sobre la realidad y sobre las limitaciones materiales que aquejan a buena parte de la humanidad de todos los tiempos. Pero todo ello, a la vez que mantiene firmemente anclada la materia y los temas a la genuina realidad social e histórica (la del pasado como la actual), potencia exponencialmente lo artificioso de la función del pícaro, dejando al descubierto, ¿o tal vez no?, los secretos del arte de decir verdades mintiendo, el talento de disimular un punto de vista, el anhelo de contar su propia vida desde la perspectiva entrañablemente engañosa del fingimiento.

10 Si la lectura de Maravall (1986) le proporciona al autor la correcta contextualización social del fenómeno, las investigaciones de Lázaro Carreter, especialmente sus consideraciones sobre el Lazarillo como ficción autobiográfica, y las de Francisco Rico (1966, entre otras y además de la ya mencionada en la nota 4) ofrecen una importante valoración de las bases literarias y de las estrategias comunicativas de la picaresca. Volver al texto 11 Me baso para estas consideraciones en la grabación de espectáculo disponible en el archivo digital de la Teatroteca del Centro de Documentación de las Artes Escénicas y de la Música. Volver al texto 12 Sin embargo, no por ello las soluciones adoptadas se apartan demasiado del lenguaje cinematográfico, sino que, más bien, guían al director en la elección de las técnicas narrativas fílmicas más adecuadas. La fuerte caracterización que les da el narrador a los personajes de su cuento hace más evidente el plano del narrador que el de lo narrado: hay casos, por ejemplo, de superposición sonora de las voces imitadas y las voces intradiegéticas, y lo mismo pasa en el plano de las imágenes, en las que se dan muchas alternancias entre el primer nivel del relato (la plazuela y el estudio del escribano) y el segundo (el mesón, o la casa del clérigo, por ejemplo). Me he ocupado más detenidamente de las fortunas y adversidades intermediales del Lazarillo de Tormes en el primer capítulo de mi libro sobre el tema (Trecca, 2019: 41-67). Volver al texto