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Cómicos en primera persona: memoria de un oficio

Rafael González-Gosálbez

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2. El oficio

Los relatos de estos cómicos (como ellos mismos se denominaron evocando a aquellos comediantes nómadas que recorrían con su arte las tierras de España en los Siglos de Oro9) nos confirman que, en buena medida, la profesión de actriz/actor prolongó durante el siglo XX la característica de oficio familiar que la había determinado desde los tiempos remotos en los que se le colgó el cartel de deshonrosa. En el franquismo, pero también con anterioridad, poderes (incluidos, por supuesto, los fácticos, y al frente de estos la Iglesia católica) y ciudadanos establecieron que ser actriz o actor ponía en duda la decencia de quienes llevaban a cabo tal quehacer, por lo que cualquier progenitor honorable debía repudiar para su hijo, y mucho más para su hija, la dedicación actoral. Con excepciones, como las protagonizadas por los respetuosos padres de Lola Herrera, los aficionados de Nuria Espert o la entusiasta madre de Concha Velasco, o por cuestiones de supervivencia, como en las familias de José Isbert, Paco Rabal o la propia Velasco, el deseo de un o una joven de convertirse en cómico o cómica llevaba aparejado por sistema la negativa doméstica. Tenemos como ejemplo el caso de Alfredo Landa, que descubrió su vocación actoral cuando tenía catorce años, pero hasta los diecinueve, una vez acabado el bachillerato y tras hacer su examen de reválida, no se atrevió a confesárselo a su madre. “Pero ¿tú estás loco?”, fue la respuesta materna, confirmando los temores del muchacho; otros familiares alentarían la posición contraria a los deseos del futuro cómico: “¡Emilia, no lo consientas!” (Ordóñez y Landa, 2008: 47); y en efecto, no lo toleraría hasta seis años después, en 1958. El navarro tenía ya veinticinco años cuando pudo, por fin, viajar a Madrid para consumar sus sueños profesionales y, en realidad, todo un proyecto de vida.

La situación era distinta en el seno de las estirpes “teatreras”: Mary Santpere, María Luisa Ponte, Fernando Fernán-Gómez, Antonio Ozores o Pilar Bardem, incluso Rafaela Aparicio (hija de un empresario teatral) o Adolfo Marsillach (cuyo padre y abuelo paterno no fueron intérpretes, pero sí dramaturgos y críticos teatrales, y amaban el ambiente de la farándula10), no debieron luchar contra el disgusto de su entorno más próximo al conocer sus deseos de encaramarse sobre las tablas. Es más: en no pocas ocasiones se vieron impelidos a ello por los cabezas de familia en un intento de mitigar las carencias económicas consustanciales a un contexto de inestabilidad, modestia o, sin ningún tipo de paliativos, pobreza, propio del gremio y agudizado en los años de la guerra.

Paradójicamente, o quizá no tanto al serles tan cercanas las dificultades e incluso penurias de la profesión, muchos de estos enfants de la balle11 mostraron muy poca vocación en sus infancias y juventudes por seguir los pasos laborales de los ascendientes. Actores y actrices como José Isbert, Miguel Gila, Paco Rabal o Concha Velasco, sin antecedentes teatrales, manifestaron mucho más empeño y entusiasmo en hacer de la artística su profesión que otros prácticamente predestinados, como Mary Santpere (hija del gran actor Josep Santpere y de la actriz y bailarina Rosa Hernáez), que fue aprendiz de modista y sombrerera; Pilar Bardem (cuyos precursores familiares escénicos se remontan al siglo XIX), simple aspirante a esposa y madre; María Luisa Merlo (hija y nieta de apasionados actores), decantada en sus inicios hacia el baile, o Luis Cuenca (nacido en plena gira de la compañía fundada por sus abuelos maternos), a quien, si algo le empujó hacia las tablas, no fue la sangre, sino el hambre: “Necesitaba dinero para comer” (Fernández Colorado, 2004: 34). No obstante, la mayoría de estos “renegados” de primera hora acabaron ganándose la vida sobre los escenarios o en los platós con verdadera entrega, como ejemplifican, entre otros, Pilar Bardem y su hijo Javier12.

Tanto los unos como los otros, es decir, los nacidos en el oficio y los llegados a él desde la pasión (propia o ajena: de padres, amigos, conocidos…), la casualidad o dedicaciones próximas (el baile, el dibujo de figurines, la preparación de decorados, la asistencia en la creación de espectáculos…), hubieron de aprender a actuar actuando: “a golpes de escenario”, en palabras de José Sacristán (El País, 9-V-2013); con el “día a día”, según María Luisa Ponte (Ponte y Galán, 1993: 63) y Nuria Espert (Espert y Ordóñez, 2002: 34). Pocos pasaron por centros de formación actoral, lugares que, con la excepción de Fernando Fernán-Gómez, alumno de una escuela de interpretación de la CNT en tiempos de guerra, y de María Casares y Sancho Gracia, formados fuera de España, fueron hasta despreciados por aquellos cómicos, iniciados sobre las tablas en las compañías familiares o en otras donde, durante varios meses, debían realizar unas prácticas gratuitas (meritoriaje, le llamaban) a base de pequeños papeles sin texto o con brevísimas frases, periodo tras el cual conseguían el imprescindible carné del Sindicato Nacional del Espectáculo que facultaba oficialmente para trabajar13.

Los grupos de teatro universitarios se convirtieron asimismo en otra gran vía de inicio en la profesión. Muchos de nuestros actores comenzaron o consolidaron en ellos su actividad interpretativa al tiempo que asumían que su trayectoria académica sería de corto recorrido y que lo más interesante de la experiencia universitaria les iba a suceder en el seno de los colectivos teatrales aficionados que se generaban al margen de las aulas14. Con uno de aquellos elencos, el del Teatro Popular Universitario, Agustín González y Fernando Guillén vivieron uno de los grandes hitos del teatro español contemporáneo: la recuperación en 1952, veinte años después de ser escrita, de Tres sombreros de copa Fig. 25, de Miguel Mihura, con dirección de Gustavo Pérez Puig. Los acompañaron en el célebre estreno, entre otros, Juanjo Menéndez y José María Prada, quienes, al igual que González y Guillén, alcanzarían con el tiempo un lugar destacado en la historia de la interpretación española.

Incorporados a la profesión, nuestros actores tardarían muy poco en percibir la injusticia de un infundio que perseguía a los cómicos desde tiempos remotos: el de su holganza. El desarrollo de la industria española del ocio, en sus apartados teatral y cinematográfico (y a partir de la segunda mitad de los años cincuenta también televisivo), exigía de los cómicos una capacidad de trabajo en muchos momentos sobrehumana. En el ámbito teatral era obligada la doble función (si no había sesión complementaria: finales de fiesta, beneficios, homenajes…) todos los días, pues, aunque la jornada de descanso semanal de los trabajadores estaba regulada por ley desde 1941, los empresarios de los teatros españoles se negaban a acatar su cumplimiento, sin que la autoridad osara amonestarlos. A las representaciones había que sumarles las horas de estudio de los próximos textos que llevar a escena y los ensayos, no remunerados. Junto a ello, las compañías solían realizar largas giras, con amplios repertorios, que desparramaban a los actores por toda la geografía española con una planificación digna de “un crío jugando al tres en raya”, en palabras de Alfredo Landa (Ordóñez y Landa, 2008: 97); como culminación del despropósito, en provincias les solían aguardar teatros abandonados cuyos sucios camerinos alguna actriz, como Olga Peiró, no dudaba en adecentar con cepillo y lejía para que fueran mínimamente habitables (Bardem y Encinas Bardem, 2005: 150-151). También Teófilo Calle recordó una mala experiencia similar, a mediados de los años setenta, cuando hubo de usar como camerino “la cuadra ocupada por un burro […]. Su pesebre sirvió para colocar nuestros útiles de maquillaje y las… ‘gracias’ que el asno dejó como muestra de su buena salud expulsando sus malos humores fueron nuestra orgánica calefacción”. Calle concluía que la anécdota servía para ilustrar “la falta de consideración en que se nos tiene”, que “viene de antigua [sic]” (Calle, 2000: 107-108)15.

Pese a todos estos inconvenientes del trabajo teatral, la mayoría de los cómicos estudiados mostraron sus preferencias por desarrollar su profesión sobre las tablas, donde se habían iniciado y formado como intérpretes, que en el cine y, por supuesto, la televisión. El teatro daba prestigio; en él, el actor disponía de mayor plazo de tiempo para crear sus personajes y una vez comenzada la función se sentía más libre para desempeñar su oficio. Existía además un contacto directo con el receptor de su actividad, el público, cuya presencia, si bien molestaba a Fernando Fernán-Gómez, más partidario de “la relativa soledad del cine” (Aguirre, 2008: 211), era lo que acababa por compensar hasta a los comediantes más refractarios a la escena, como José Luis López Vázquez (Rodríguez Merchán, 1989: 136; Lorente, 2010: 248). La labor interpretativa presenta en el cine, por su parte, una complicación denunciada por varios de nuestros actores: la deconstrucción del relato de una película a la hora de filmarlo, lo que exige un gran poder de concentración para intervenir con coherencia en cada fase del rodaje, pues, como resumía Pilar Bardem, “te toca hacer la última escena el primer día, y tú tienes que saber en qué momento emocional has de encontrarte” (Torres, 2002: 99-100). La supeditación a la técnica del séptimo arte resta protagonismo al trabajo del intérprete o lo pone en dificultades, y se precisan grandes dosis de paciencia para llevarlo a cabo, ya que, como varios de nuestros actores y actrices recordaron con pesar, si algo caracterizaba su trabajo al participar en una película eran los tiempos de espera entre las tomas16. El formato televisivo contaba con menos adeptos aun entre nuestros comediantes debido a las condiciones “infrahumanas” (Lola Herrera en Millenium, TVE, 2014) en que había que realizar los distintos títulos de la programación. Rapidez y por lo tanto improvisación eran los ejes sobre los que se iba construyendo el día a día de la televisión en España, sin tiempo para profundizar en la creación de los personajes o para asegurarse de que los elementos técnicos y de utilería funcionarían correctamente. Por el testimonio de actrices y actores coetáneos parece que, en muchos aspectos, la situación no ha mejorado tantas décadas después17.

Pero si hubo una idea más o menos común entre los comediantes cuyos argumentos he analizado es que un buen intérprete debe serlo para cualquier formato, más allá de sus preferencias. Especialmente los más veteranos comprendieron pronto que, aunque su ámbito connatural fuera el escenario, debían adaptarse a los distintos espacios de desarrollo del oficio que pudieran brindárseles, por lo que la mayor parte de ellos completaron su trabajo interpretativo con las intervenciones más o menos protagonistas en el cine y la televisión, quizá no tan prestigiosos como el teatro, pero mucho más rentables económicamente y populares (a veces en demasía, como le sucedió a Antonio Ferrandis con el personaje de Chanquete18), lo que les obligaba a realizar verdaderas proezas para cumplir con todos sus compromisos.

La hiperactividad empresarial y los legítimos deseos de progresión (artística y financiera) de los intérpretes, así como su temor a posibles baches profesionales en el futuro, llevaron a nuestros actores y actrices a aceptar la práctica totalidad de las ofertas de trabajo que recibían, las cuales para algunos, sobre todo en determinados momentos, podían ser excesivas y, además, difíciles de compaginar, hasta ponerles al borde del agotamiento, incluso del riesgo vital, como escribieron en sus memorias José Isbert (Ysbert, 1969: 164), Tony Leblanc (1999: 138-139), Concha Velasco (Arconada, 2001: 281) o María Luisa Merlo (Víllora, 2003: 131). Sabedores de la inestabilidad endémica de la profesión, se trataba de sacarles el máximo partido a las épocas de abundancia laboral en previsión de los periodos de sequía, que no perdonaron ni a los más grandes, como Fernando Fernán-Gómez, Paco Rabal o Alfredo Landa. El primero, dotado de una lucidez evidente no solo para la interpretación, amplió su cartera de posibilidades profesionales a la dirección y la escritura ante la certeza de que algún día podría fallarle la actividad actoral (Tébar, 1984: 55); Rabal y Landa, por su parte, encallaron en dique seco poco después de la extinción del dictador: el navarro estuvo un año sin trabajar tras protagonizar, prácticamente sin solución de continuidad, decenas de películas del llamado landismo, y el murciano, que recibió la noticia del fallecimiento del dictador con la ilusión de estar viviendo el inicio de una feliz etapa histórica y artística, pasó los últimos años de la década de los setenta y primeros de los ochenta sumido en una depresión laboral que incluso le llevó a aceptar su participación en productos tan funestos como el filme hispano-italiano La invasión de los zombies atómicos (1980), cuyo título anuncia perfectamente el ínfimo nivel de calidad de la cinta. Luis García-Berlanga explicó muy bien en sus memorias la zozobra que embargó a muchos habitantes del mundo cultural tras el fallecimiento de Franco:

Los tiempos que siguieron inmediatamente fueron de una inactividad total para el cine español. Nadie sacó esas pretendidas historias maravillosas que tenían guardadas en la cartera esperando a que falleciera. Nadie propuso cambios radicales en la cinematografía. Todo siguió escondido y sugerido en las peñas de café, en los cineclubs, pero sin que llegara a tomar verdaderamente cuerpo. Puede que fuera simplemente la perplejidad de encontrarse ante unas perspectivas imprevistas que les superaban (Franco, 2010: 157).

En 1972, Concha Velasco y Juan Diego intentaron abrir un camino (al menos una senda) para la mejora de la situación profesional de los actores españoles al exigir al propietario del Teatro Lara de Madrid, donde representaban La llegada de los dioses, de Buero Vallejo, el cumplimiento del día de descanso semanal. Fue el prólogo de una movilización mucho mayor que se produciría tres años después, en febrero de 1975, para denunciar los abusos empresariales, evitar el control de los representantes de los actores por parte del gobierno franquista y negociar un convenio colectivo en condiciones. Aunque con trasfondo laboral, la huelga tenía asimismo una intencionalidad política contra la dictadura y logró unir, con mínimas excepciones, a todo el mundo del espectáculo, incluido José María Rodero, que manifestó: “Yo soy falangista, pero estoy con mis compañeros” (Ordóñez, 2007: 244). El efecto de esta movilización fue la firma, en mayo de ese mismo año, de un convenio que supuso importantes beneficios para los intérpretes y un considerable avance en su estimación; pero también significó la incorporación de los cómicos a la lucha por la democracia Fig. 26.

Los actores y actrices que desempeñaron su oficio en la España posterior a la Guerra Civil tuvieron que soportar el exceso de trabajo y la desconsideración de empresarios, autoridades y otros sectores de la sociedad; también la “eterna incertidumbre”, que dijo Paco Rabal (Rabal y Cerezales Laforet, 1994: 124), de una profesión que no aseguraba ni asegura la continuidad laboral, e incluso la tiránica idea de que el espectáculo, la diversión del respetable, estaba por encima de la salud de los actores o de su pesadumbre ante la pérdida de un ser querido.

Por supuesto, formar parte de ese gremio tenía grandes ventajas. En primer lugar, la de pertenecer a un colectivo ubicado al margen de la cerrada moral de la época, al que, por tanto, se le permitían licencias impensables para el resto de conciudadanos, como los emparejamientos sin mediación religiosa ni legal, la disolución de parejas sentimentales, la tolerancia de la homosexualidad y, en fin, otras conductas simplemente naturales que la sociedad repudiaba, o decía repudiar, pues no tardó en adoptar muchas de ellas en cuanto le fue permitido19. En segundo término, hacer realidad el fascinante sueño de poder ser otros, de vivir otras vidas, de ampliar el conocimiento sobre la existencia y la condición humana metiéndose en la piel de un sinfín de personajes. En El tiempo amarillo, Fernán-Gómez describiría su vocación interpretativa, asumida cuando aún no había cumplido los diecinueve años, como la “absoluta decisión de pasarme la vida viviendo las vidas de otros, dejándome traspasar por sentimientos sin causa” (Fernán-Gómez, 1998: 275), y destacaría como lo mejor de su profesión “el lado misterioso, mágico que tiene nuestro oficio, que cuando se alcanza, al sentirse invadido por otra persona que no existe, produce un raro pero indudable placer” (490).

9 Al incorporarse como académico de número a la Real Academia Española, Fernando Fernán-Gómez se presentó como “cómico de oficio” (Fernán-Gómez y Nieva, 2000: 9), y en semejante situación (casi tres lustros después), también José Luis Gómez reivindicó el término, recordó que este se había generalizado durante el siglo XVIII, para sustituir a otros como farandulero, comediante o histrión, y explicó que llamarse cómico “incluye tanto la conciencia de la precariedad y el desamparo como el disimulado orgullo, consciente o no, de su función simbólica. Hoy hago mío ese sentir pese a no haber vivido las circunstancias que lo generaron” (Gómez y Cebrián, 2014: 12). Aunque puede que no esté conscientemente implícita en la apología que realizaron nuestros actores y actrices tanto del significante como del significado de cómico y cómica, debemos tener presente la siguiente reflexión de Juan José Montijano Ruiz para señalar la importancia de los cómicos de la legua en la historia teatral española: “es más que evidente, sobre todo si tenemos en cuenta la magnífica labor que realizaron al llevar las artes escénicas a las más recónditas poblaciones de nuestra geografía nacional. […] Y ya en el siglo XX, las compañías de repertorio, descendientes de aquellos cómicos áureos a los que Cervantes vio actuar tal y como refleja el prólogo de sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, llevarían por todos los rincones del país el arte de Talía a aquellos espectadores que no podían asistir en las capitales de provincia o poblaciones más grandes a una representación teatral con todo el protocolo que ello conllevaba” (Montijano Ruiz, 2011: 11). Para profundizar en estos aspectos, recomiendo la lectura de los capítulos I (“El origen de los teatros ambulantes de variedades”) y II (“Un punto y aparte. Las compañías ambulantes de repertorio”) de su libro De la carreta a la carpa (Apuntes sobre los teatros ambulantes de variedades en España). Volver al texto 10 Adolfo Marsillach Costa, su abuelo, consiguió estrenar varias piezas, entre otras El redentor del pueblo, Catalanistas en adobo y El camí del vici, traducida al castellano como Las dos sendas (1920). Luis Marsillach Burbano, padre de nuestro actor, “no pasó de ser un correcto periodista, crítico de teatro quizá por cierta herencia familiar, y autor que no consiguió estrenar” (Oliva, 2005: 14). En entrevista del programa A fondo (TVE, 11-VIII-1980), el actor realizó una interesante caracterización de ambos como escritores: definió a su abuelo como “más mordaz, más agresivo, más sarcástico” y a su padre como “más atemperado, con un sentido del humor más suave, más delicado y más tierno”, para acabar identificándose con el primero. Volver al texto 11 Según Eduardo Haro Tecglen, los franceses llaman enfants de la balle (Fernán-Gómez, 2002: 11) a los intérpretes nacidos en la profesión, con padres, si no más antepasados, dedicados al oficio; fue el caso de Mary Santpere, María Luisa Ponte, Fernando Fernán-Gómez, Luis Cuenca, María Asquerino, Antonio Ozores, Amparo Soler Leal, Pilar Bardem y María Luisa Merlo. Hasta tal punto se puede hablar de esos orígenes actorales, que varios de ellos nacieron, o estuvieron a punto de hacerlo, en medio de giras teatrales de sus progenitores, como María Luisa Ponte, Fernando Fernán-Gómez, Luis Cuenca o Pilar Bardem, y lo mismo estuvo a punto de pasarle a María Luisa Merlo. Escribiendo sobre el nacimiento de Pilar Bardem, Cipriano Torres explicó muy bien este fenómeno: “Los cómicos tienen culo y alma de saltamontes, y van de un lado a otro con sus historias, y con sus embarazos” (Torres, 2002: 29). Volver al texto 12 Cuando terminó el bachillerato, Javier Bardem ingresó en la Escuela de Artes y Oficios para estudiar pintura. Arantxa Aguirre le preguntó por ese “rodeo de tres años” con el que parecía resistirse a la tradición familiar de acabar como intérprete. El actor esgrimía dos razones principales para haber actuado de ese modo: “En primer lugar, intentaba buscar por mí mismo lo que quería hacer con mi vida y trataba de tener una personalidad propia y no dejarme influir excesivamente por mi entorno. En segundo lugar, había visto desde dentro la profesión de actor, que tiene momentos muy duros y muy sacrificados. Yo he vivido esos momentos, acompañado de mis hermanos y de mi madre, momentos en los que no había prácticamente nada que echarse a la boca y he visto cómo afecta eso a la persona. He visto a mi madre y he comprendido que cuando rechazan a un actor hay cierta tendencia a pensar o sentir que le están rechazando a uno mismo, porque el instrumento de trabajo eres tú, es tu cuerpo, y por lo tanto hay algo muy personal en escuchar: ‘Me gustas’, ‘No me gustas’. Yo sé cómo afecta. […] yo ante ese panorama me asusté y pensé que no sabía si quería ir por ahí” (Aguirre, 2008: 87-88). Volver al texto 13 En palabras de Alfredo Landa, el meritoriaje conllevaba “trabajar cuatro meses, por la cara, en una compañía” (Ordóñez y Landa, 2008: 72). Pilar Bardem, que lo realizó con Manolo Gómez Bur, lo describió como un “invento [que] consistía en estar trabajando gratis durante cuatro meses para conseguir el carné del sindicato vertical, documento sin el cual no se podía uno contratar. En el que figuraba aquello de ‘teatro, circo y variedades’, y lo teníamos en común actores, actrices, domadores, equilibristas, trapecistas, tragasables diversos y putas. Un tótum revolútum inclasificable. En el cine era aún peor, solo te daban el carné cuando tenías cuatro trabajos en películas y en estas no te contrataban si no tenías el dichoso documento” (Bardem y Encinas Bardem, 2005: 149-150). Volver al texto 14 Ver mis artículos “La experiencia teatral universitaria de nuestros cómicos en sus testimonios” y “María Jesús Valdés: la actriz guadiana que surgió del TEU”, citados en la nota 8. Volver al texto 15 En fechas más recientes (22-III-2017), el humorista y presentador televisivo Andreu Buenafuente escribía: “Esperar también forma parte del mundo del espectáculo. Esperar en sitios infames que el dueño del teatro (donde se hace el espectáculo) no ha visitado en su vida y que dan una idea de lo que les importamos. Luego sales al escenario y te olvidas. O no”. Volver al texto 16 También fuera de España. En sus memorias, María Casares confesó preferir para trabajar el teatro al cine. Según ella, en el estudio “me despojaba de toda iniciativa personal, que depositaba en el guardarropa junto con el abrigo, para estar dispuesta a seguir las indicaciones de la dirección, responder a las exigencias de la técnica, a las necesidades de las horas punta, o bien a esperar, durante largos períodos huecos” (Casares, 1981: 310). Volver al texto 17 En 2006 Álvaro de Luna aseguraba: “A la velocidad que se trabaja hoy [en la televisión] es muy difícil” (Veiga e Ibáñez, 2006: 121), y afirmaba: “Para los actores lo de las series es una bomba. Yo llevo siete años sin hacerlas porque no puedo estudiar todos los días, porque es una locura y necesito tiempo” (Veiga e Ibáñez, 2006: 123). Volver al texto 18 En la serie Queridos cómicos, el propio actor valenciano se refería a las molestias que le deparó encarnar el famoso personaje televisivo (1981-1982): “llegué a ser pues casi un servicio público, porque era ir por la calle y todo el mundo tenía derecho a todo. Era muy bonito, porque te demostraban un gran cariño […], pero era agobiante, la verdad”. Ferrandis confesó tener una “relación amor-odio muy curiosa” con su personaje, pues era consciente de lo mucho que le debía (entre otras cosas, millonarios contratos publicitarios), pero también lo que le había perjudicado: “No sabes tú bien la de papeles que me ha quitado Chanquete. De hecho, yo quise hacer Jarrapellejos [1988] –personaje cruel y deshumanizado– para ver si le quitaba la santidad a Chanquete. Y la gente se limitaba a decir: ‘Anda, Chanquete hace de malo’. Y en el fondo tienen razón, la gente dice que yo no puedo hacer de malo y no puedo hacer de malo… yo, que me he pasado la vida haciendo todo tipo de papeles negativos durante años” (Manfredi, 1993: 59). Concha Velasco aludió a lo ocurrido con su colega para explicar algunas de las decisiones más o menos arriesgadas que tomó en determinados instantes de su trayectoria, como la de interpretar a Mata Hari en el musical de Adolfo Marsillach (septiembre de 1983) poco después de grabar la serie Teresa de Jesús (emitida entre marzo y abril de 1984): “Sé que cuando tienes un éxito con un personaje tan importante te puedes quedar ahí para siempre jamás” (Arconada, 2001: 223); “el personaje [de la religiosa] podía perjudicarme tanto como había perjudicado a Ferrandis el de Chanquete, que casi truncó su carrera, que rabiaba cuando le pedían autógrafos al personaje y no a él. Y no se me ocurrió nada más que hacer en teatro Mata-Hari, un libreto que Adolfo Marsillach me había mandado en los últimos días de rodaje y que mucha gente se tomó como una bofetada a un personaje que yo llegué a idolatrar” (Arconada, 2001: 225). La vallisoletana explicó que el cambio de registro le granjeó reacciones muy adversas: “Me llegaron anónimos insultantes” (Arconada, 2001: 225) y “desproporcionados reproches” (Arconada, 2001: 225-226). Volver al texto 19 En la mencionada película La silla de Fernando, Fernán-Gómez describió así la marginalidad social de los de su profesión: “Los actores siempre han sido un país dentro del otro país en que estaban”. Evidentemente, esta afirmación no se corresponde con la situación actual de los intérpretes. Volver al texto