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1. MONOGRÁFICO

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1.8 · Des-esperpentizando el esperpento: lecturas valleinclanianas de José Tamayo.

Por Anxo Abuin.
 

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3.4. Los cuernos de don Friolera (1976): Tamayo, el “clarificador”, o Valle-Inclán naificado

Tamayo continúa su itinerario valleinclaniano con Los cuernos de don Friolera, que no alcanzaría la repercusión crítica de los montajes anteriores, aun siendo la primera vez que esta obra llegaba a los escenarios comerciales3 [fig. 28]. El mismo día del estreno, el periódico ABC (25 de septiembre de 1976) incluía una entrevista de Ángel Laborda con Tamayo, que definía la obra en estos términos: “Valle nos sitúa ante un mundo desconcertante donde la tragedia y la farsa marchan paralelos”. Defendía, sin embargo, su puesta en escena a partir de “una solución pictórica” en la que se acude al “naïf ilusionado” de la pintora malagueña Mari Pepa Estrada [fig. 29]. El mismo periódico publicaba el 28 de septiembre la crítica de Lorenzo López Sancho (1976), que calificaba la pieza como “obra maestra” del género del esperpento. Comparaba López Sancho Los cuernos… con el teatro de Brecht, con la pintura de Van Eyck (El matrimonio Arnolfini) o Velázquez (Las Meninas), con la literatura de André Gide (Los falsos monederos) por el uso de la “reduplicación de la imagen”, lo que hoy llamaríamos mise en abyme, que en la obra de Valle-Inclán se plasma en una forma multiperspectivística que permite satirizar una España en descomposición, ridícula, fantochesca. Tamayo ha anulado parte de esa estrategia suprimiendo el romance de ciegos final; se ha mantenido fiel a las acotaciones, respetando la guiñolización de los personajes, aunque el personaje de don Friolera (Antonio Garisa) “ha sido humanizado hasta cierto punto, lo que regenera o, dicho de otro modo, atenúa su ridiculización de antihéroe buscada por el gran escritor”. La estética naïf de Estrada fue acertada, porque se ajustaba a la idea de cartelones de ciego, pero por momentos acusaba cierta desviación zarzuelesca. También criticaba López Sancho unos figurines “anacronizados, como ocurre con los de los matuteros, que parecen más bien chulos madrileños de época anterior que contrabandistas andaluces”, o con el monigote de Pachequín (Juan Diego), “tratado con algún exceso”. Por otra parte, el lenguaje de Valle-Inclán se resentía, y muchas de las referencias históricas o intertextuales (Echegaray o Calderón) a las que se alude en el diálogo eran extrañas para el espectador contemporáneo, con todo capaz de establecer interesantes paralelismos con la época actual. Garisa está genial como actor cómico, y Juan Diego adecua su papel al perfil guiñolesco requerido por Valle-Inclán [fig. 30].

Julio Trenas (Arriba, 28 de septiembre de 1976) hacía la crónica, a toda página y en un tono poco crítico (en todos los sentidos) este “retablo de muñecos” o marionetas, calificándolo como “el esperpento más tierno, humanizado y costumbrista de los cuatro que escribió”. Era “sencilla y transparente” esta puesta en escena de Tamayo en la que nada desentona, todo es preciso, incluso la pintura naïf de Mari Pepa Estrada para la definición de los decorados, “que tienen la variedad, la gracia, la alegría, el colorido, el poder de evocación y el aniñamiento requeridos por la fábula de Valle”. Extraña caracterización del esperpento, sin duda. Los figurines de Víctor María Cortezo evocaban los cuadros de Cilla, y las interpretaciones de Antonio Garisa (“un prodigio de humanidad”), Juan Diego (“magistral”) y el resto del reparto (Mary Carmen Ramírez, Tota Alba o Alfonso Goda) fueron “excepcionales” [fig. 31].

Pablo Corbalán, desde las páginas de Informaciones (28 de septiembre de 1976), dedicaba más de la mitad de su crónica a introducir la genialidad de Valle-Inclán y a situar dentro de su particular estética del esperpento o del “fantochismo” de Los cuernos de don Friolera, “una de las piezas más recias y sorprendentes de la dramaturgia moderna”. Sobre el espectáculo apenas se nos dice que “Tamayo ha montado Los cuernos… respetando y acentuando el tópico andaluz en que la acción se sitúa, y subrayando en toda su variedad el desarrollo cinematográfico de ésta”. Se trataba de un montaje “espléndido” (“uno de los más brillantes y superadores espectáculos que hayamos visto y escuchado en los últimos años”) sobre todo en la colaboración pictórica de María Pepa Estrada, “quien ha resuelto la plasticidad valleinclanesca por el procedimiento naïf”, y en los figurines de Víctor María Cortezo. Destacaba la interpretación de Juan Diego, “fantoche puro, aspaviento y retranca”; Antonio Garisa, llena de matices; y Mary Carmen Ramírez, “plena de desplante, instinto encendido y populachismo” [fig. 32].

El periódico El País había anunciado el estreno de Los cuernos…,en nota del 25 de septiembre, como pieza mayúscula del dramaturgo gallego, la más representativa de su trayectoria teatral [fig. 33]. Enrique Llovet, crítico de El País (26 de septiembre de 1976), saludaba con elogios el estreno de esta pieza, “el gran esperpento, revelador de nuestra patria”, cincuenta y cinco años después de ser escrita: “La representación es una fiesta”. Tamayo había sabido aislar el esperpento de “imaginerías tenebrosas” llenando el escenario de luz y color en este montaje absolutamente condicionado por la pintura de Estrada. Tamayo, el “clarificador” de nuestros escenarios, ha buscado un Valle popular “en una instalación que reclama la aprobación y el aplauso mayoritarios”. Mary Carmen Ramírez está “deliciosa”, Antonio Garisa “eminente” y Juan Diego “penetrante” en su uso de los recursos corporales en un espectáculo sobre el que habrá que volver: “Nuestra renovación, nuestra vitalidad teatral para ‘por ahí’” [fig. 34].

Con ocasión del estreno de Los cuernos…, la revista Pipirijaina (AA.VV., 1976)organizaba un debate sobre Valle-Inclán y su presencia escénica. Sorprendían las palabras de los participantes por su tono poco complaciente con el tolerante Tamayo, a quien se lanzaba todo tipo de reproches en relación a su puesta en escena. Carlos Gortari hablaba de su estética “divertida” y “tranquilizante”, contagiada en exceso de lo sainetesco, muy lejana del expresionismo grotesco valleinclaniano. Ricardo Doménech insistiría en la inconveniencia de una interpretación desigual, en la que destacaba únicamente el perfil fantochesco que Juan Diego da al personaje de Pachequín: “Cada uno va por un lado distinto. No hay una coordinación estilística del trabajo de los actores, sino que cada cual interpreta su personaje a su manera” (49). Ni coordinación actoral ni aproximación dramatúrgica al concepto de esperpento, como se ve en los intentos por parte del propio Tamayo o de Antonio Garisa de asociar a Valle-Inclán con una filosofía de lo tierno y compasivo. Se resumían en ese debate muchos de los reproches que, en general, podrían hacérsele a la trayectoria valleinclaniana de Tamayo. Así lo confirma también la crítica de Pedro Altares (1976), que acusa a Tamayo de “comercializar” la obra priorizando su canonicidad histórica y su “moralismo”, volviéndola aburrida, suprimiendo cualquier indicio de “imaginación y heterodoxia”, sustituyendo lo grotesco por “lo gracioso”, dentro de un envoltorio naïf “que acartona personajes y les resta la más mínima eficacia crítica” (55).

3.5. Conclusiones

Una puesta en escena es otro texto, o una nueva imagen del texto: el texto se vuelve imagen en la escena, la escena re-imagina el texto. Una puesta en escena es la plasmación de una lectura, esto es, de una selección hermenéutica que concretiza, en un confuso proceso, una entre varias posibilidades. Tamayo practicaba un tipo de lectura anclado en la letra, aparentemente respetuoso con el texto-origen, trivializador de sus complejidades en beneficio, piensa él, del público. La trivialización es también simplificación, y eso implica, en el caso de la adaptación de un dramaturgo como Valle-Inclán, la eliminación de cualquier síntoma de hermetismo u opacidad, la limitación de su riqueza plurisignificativa y la privilegización de aquellos elementos que facilitan la ausencia de ruido en la comunicación con el público. Es lo que aquí hemos llamado, siguiendo los testimonios de alguna de la mejor crítica periodística, para los casos de Luces de bohemia y Los cuernos de don Friolera, des-esperpentización del esperpento.

El indudable valor  de Tamayo está en haber facilitado una primera aproximación, de carácter divulgador, a las piezas de Valle, en haber puesto encima de la mesa la urgencia de su tratamiento escénico, en haber creído que había llegado la hora de Valle-Inclán, un autor que Tamayo quiso convertir en popular o accesible para el gran público sin renunciar completamente, sobre todo en un primer instante, a cierto compromiso ideológico con la sociedad y su época. Quizás Tamayo respondió en buena medida a lo que cada momento histórico solicitaba, consciente de que no podía ir más allá. Es interesante hacer notar que Tamayo no volvió, después de 1976, esto es, con la llegada de la transición, sobre ningún texto nuevo de Valle, limitándose a realizar reposiciones de Divinas palabras y Luces de bohemia, entendidas por la crítica casi como meros anacronismos interpretativos.

Insistamos, finalmente, en que no se le puede negar a Tamayo un poderoso instinto para encontrar obras y público, ni un carácter luchador que facilitó la supervivencia del teatro español en los años cincuenta y sesenta, a partir de un repertorio innovador y a veces incluso de una calculada audacia. Tamayo vivió para su teatro, y en él tuvo cabida enseguida la figura revolucionaria y vanguardista de Valle-Inclán, en la que sin duda vio la posibilidad de renovar los escenarios sin dar la espalda al espectador.



3 Para la fortuna escénica de Los cuernos…, puede verse el capítulo de Manuel Aznar Soler (1992, 81-84). Parte de la obra (el prólogo y el epílogo) se estrenó el 7 de febrero de 1926 por El Mirlo Blanco. Pudo haber un montaje en Roma (1934) y otro madrileño (1936). Hubo representaciones en Francia, Bélgica, Italia, Inglaterra, Argentina o Uruguay. El Teatro Universitario de Madrid lo presentó “a puerta cerrada” en 1959 y en 1967.

 

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