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1. MONOGRÁFICO

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1.8 · Des-esperpentizando el esperpento: lecturas valleinclanianas de José Tamayo.

Por Anxo Abuin.
 

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3. JOSÉ TAMAYO Y VALLE-INCLÁN

En el monográfico de la revista Quimera dedicado a El teatro español en el siglo XX, coordinado por Virtudes Serrano y Mariano de Paco (255-256, abril de 2005), se colocaba a José Tamayo en el pódium de los mejores directores de escena españoles, tras encuesta a reputados especialistas. Lo acompañaban José Luis Alonso, en el lugar más alto, y Lluís Pasqual, en el puesto de bronce. No es extraña la vinculación directa de los tres directores señalados con la obra de Valle-Inclán (por cierto, Luces de bohemia es declarada en el mismo número la pieza más representativa del teatro español del siglo pasado), pues es obvio que todo artista del teatro que se precie o aspire a un lugar en el canon escénico habrá de pasar por la dura prueba de los montajes valleinclanianos. Tamayo, nuestra medalla de plata, lo hizo en tres ocasiones durante el franquismo, y una más cuando aún oíamos los estertores de este nefando periodo.

3.1. Divinas palabras (1961): el éxito de una primera aproximación

El primer intento de montar Divinas palabras en el Teatro Español había fracasado (Monleón, 1971), y Tamayo emprendió, con su Compañía Lope De Vega, la tarea de representarlo en el Bellas Artes como espectáculo inaugural, veinticinco años después de la muerte de Valle-Inclán [fig. 1] [fig. 2]. El proyecto está avalado por la pluma de Gonzalo Torrente Ballester, que se encarga de la versión (o de la refundición, según indica el propio Tamayo, en Monleón, 1971b). En el dossier del número 28 de Primer acto dedicado a Divinas palabras, Torrente ofrecía un perfil de Valle-Inclán muy personal, por no decir un tanto desenfocado, en el que la obra del arosano se hacía pasar por el filtro de un realismo casi costumbrista (y no por el de lo expresionista o lo grotesco goyesco), y su estética se decía anclada en la ternura, comicidad e incluso “caridad cristiana” (“la vía cristiana del perdón”, 1968, 5) de los personajes1.

Manuel Pombo Angulo (1961) registra en 18 de noviembre la apertura de un nuevo teatro, moderno y dotado con los últimos adelantos, y se pregunta sobre la aceptación de la obra de Valle-Inclán: “¿Gustarán Divinas palabras en esta versión de hoy, mucho más extensa, en la que el diálogo se mueve ya, liberado de una inmovilidad que le reducía, casi, al recitado?”. Las crónicas del momento hablaban de una inusitada expectación (“...pocas veces ha precedido a un estreno tan singular expectación y una muy viva curiosidad”, en una nota de Arriba, citada en Álvaro, 1962, 102), y la recepción crítica confirmó una atención muy directa a este montaje, aunque la valoración sea diversa.

Alfredo Marqueríe (1961) lo calificaba de “acontecimiento teatral” y subrayaba que está “magníficamente retocada, con total respeto, por Gonzalo Torrente Ballester”. La dirección de Tamayo se muestra a la mejor altura, a pesar de que la tarea se presentaba harto difícil. La interpretación fue un aspecto más que destacable, pues “todos [los actores] fueron interrumpidos con ardientes palmadas”, en especial Nati Mistral (Mari Gaila) y Manuel Dicenta (Pedro Gailo). Marqueríe valora asimismo el dinamismo escénico de los decorados de Burgos y de la música de Antón García Abril [fig. 3].

Interino (1961), desde las páginas de Informaciones, después de justipreciar la pieza valleinclaniana, indicaba que Tamayo había acertado en “la composición de las secuencias finales, en las que tuvo que mover grupos numerosos de personas en acelerada traslación”. La interpretación le pareció, sin embargo, “un tanto apagada en la primera jornada”, sobre todo en el caso de Alberto Mendoza (Séptimo Miau): “su voz debe alzarse más, su actitud debe ser más quiquiricosa y desafiante, según creemos”. Manuel Dicenta y sobre todo Nati Mistral estuvieron “apasionados”: “Nati Mistral estuvo impresionante en gesto, en voz, en movimientos, en todo”. Los restantes actores del reparto (Milagros Leal, Anastasio Alemán, Javier Loyola o Carlos Ballesteros) fueron entonándose a lo largo de la representación. El público recibió la obra “con entusiasmo” aplaudiendo al final de cada uno de los tres actos [fig. 4].

Para Nicolás González Ruiz (1961), el crítico de Ya, los méritos literarios de Divinas palabras son indudables, pero no tanto los teatrales, lo que justificaría su ausencia de los escenarios durante tanto tiempo, porque esa vida guiada por pasiones primarias no resulta atractiva en escena:

¿Quiere decirnos el autor que el mundo es así, que la naturaleza humana es esa? Me temo que ésta sea la verdadera interpretación. La avaricia y la lujuria resultarían, pues, los móviles humanos más poderosos [...]. Obra importante, sin duda alguna, aunque haya que descontar mucho de lo que un nuevo entusiasmo por el teatro de Valle-Inclán pretende ver en ella. Fue interpretada de manera excelente y estuvo espléndidamente dirigida [fig. 5].

Francisco Álvaro se mostraba más optimista:

Los medios técnicos de que hoy disponemos son muy superiores a los existentes hace cuarenta años y, al mismo tiempo, la mentalidad y receptividad del público ha cambiado, por fortuna; son muchas las experiencias recientes que nos permiten asegurarlo. [...] estamos convencidos de que es posible sacar del silencio la gran voz de Valle-Inclán (1962, 100).

En La Vanguardia se dedicó un buen espacio tanto al estreno madrileño como al barcelonés [fig. 6]. Julio Trenas (1961) entrevistaba por ejemplo a José Tamayo, “auténtico renovador de los gustos del público, de la tendencia rutinaria de los empresarios e incluso del apoltronamiento de los autores”. Ahora se enfrentaba por fin al “Bertold Brecht español” en un más difícil todavía. En la misma página, Manuel Pombo Angulo (1961) escribía la “Nota crítica” de una representación a la que asistió “el todo Madrid”, dada la expectación levantada. Tras halagar el trabajo de Torrente como versionador, señalaba Pombo la admirable recreación del universo valleinclaniano, poblado de “ciegos mendigos, cantores, enloquecidos y videntes”, el acierto de los decorados de Burgos y la impecable interpretación de Nati Mistral (“recita, canta y llena la escena con su personalidad ardiente”) y Manuel Dicenta, acompañados por un “aceptable” Alberto Mendoza. El recibimiento del público, que estalló al final en aplausos, fue de “noche de apoteosis”. El 20 de enero Carmen Castro (1962) realizará a su vez una interesante comparación entre los personajes del calderoniano Pedro Crespo y Pedro Gailo, tomando como punto de partida el tema del honor [fig. 7]. Y el 15 de marzo, con motivo del estreno barcelonés en el Teatro Calderón, Del Arco entrevistaba a una triunfadora Nati Mistral, que reconocía en la actuación en Divinas palabras el momento más brillante de su carrera [fig. 8]. El mismo día Antonio Martínez Tomás reseñaba el espectáculo como “hondo, subyugante y sobrecogedor”, y veía en Valle-Inclán sólidas similitudes con Michel de Ghelderode. Tras dar cuenta de todos los tópicos sobre la Galicia mágica y atrasada y alabar la rica prosa valleinclaniana, “que abarca todos los matices del idioma”, se alababa “la fuerza y concentración dramática” de la adaptación de Torrente, así como “el vigoroso y excepcional sentido de la plástica y el ritmo escénico” con que supo dotar Tamayo al espectáculo: “su labor de director es un puro deslumbramiento, una visión trémula y pictórica, un desbordamiento de colores, de formas y de situaciones sobrecogedoras”. Al crítico le asombró la poderosa interpretación de Nati Mistral y Manuel Dicenta. Los decorados de Burgos fueron “de una expresividad sorprendente” [fig. 9]. El público barcelonés acogió Divinas palabras con parecido entusiasmo que el madrileño.

Mención aparte merece la crítica de José Monleón (1961), quien considera el montaje de Tamayo como “excelente”, a pesar de la “suavización” del léxico valleinclaniano llevada cabo por Torrente:

La pieza se nos muestra con todo su vigor colectivo, con su gran fuerza de tragedia popular, con las imprecaciones corales, con su corte de mendigos, celestinas y truhanes; con el erotismo de la Mari Gaila, restallante entre tanta miseria y voces de mal agüero. Es la tragedia de aldea, realista en la medida que recoge la Galicia de una época, universal en el punto en que hace de esta realidad una materia artística de gran calidad. Antecedente de Lorca, antecedente de La dama del alba, de Casona: punto máximo de nuestro teatro expresionista; emparentada con Synge; estructurada según las formas narrativas que hoy se preconizan; fulgurante síntesis de vías dramáticas, transitadas luego por los primeros dramaturgos, Divinas palabras es una pieza magistral y magnífica.

Idéntico arrebato se percibe en la opinión sobre la puesta en escena, sobre todo en lo que se refiere a escenografía e interpretación:

Decorados y figurines de Emilio Burgos, acusan un minucioso estudio del “canón” [sic] estético del paisaje y la ciudad gallegos. Los intérpretes manejados por Tamayo con apasionamiento y firmeza, sirven la obra sin caer en composiciones de tarjeta; pero, al mismo tiempo, sin olvidar un cierto regusto –muy en la prosa de Valle– por la composición y por la plástica. Tamayo ha cuidado con fortuna los ritmos y no ha vacilado en mantener la liturgia escénica que Divinas palabras demandaba. No se olvida el amor al misterio encerrado en una máxima de Valle: “Todas las voces misteriosas, explicadas, dejan de oírse” (La Marquesa Rosalinda), conjugado con la violencia pasional y explícita de Mari Gaila y el Compadre Miau y con la furia que ambos desatan en las últimas escenas. Crear este clima de falso pudor, de falsa caridad, de falsos romeros y falsa resignación, e insertar en él el mundo carnal y cierto de Mari Gaila, he aquí un trabajo esencial al que se ha aplicado la dirección.

Nati Mistral es para Monleón una Mari Gaila “excelente”. Destaca asimismo la “precisión” de Manuel Dicenta como Pedro Gailo. Alberto Mendoza, como el Compadre Miau, está “francamente bien”, pues da a su personaje “desgarro y picardía”. Las ilustraciones musicales de García Abril son breves y justas. El resultado fue satisfactorio: “Se aplaudió mucho, muchísimo, la noche del estreno. Sé que el público sigue aplaudiendo con el mismo fervor en las funciones sucesivas. Es éste un gran éxito del público español que todos debemos celebrar por lo que significa” [fig. 10].

Por último, César Oliva (2003b, 2006) ha insistido repetidas veces en que el valor fundamental de estas Divinas palabras radicaba en el trabajo de Emilio Burgos, creador de un “espacio polifuncional […], con suelo de ligeros desniveles que, según la iluminación, servirán para cualquier escena”, así como en la “utilización enfática de objetos y grupos de actores”, que se acercaba a un “expresionismo naturalista” (2003b, 159).



1 Daría para mucho estudiar las interesantísimas opiniones de Torrente sobre el teatro de Valle, expresadas con un tono entre condescendiente y admirativo en Teatro español contemporáneo, volumen publicado en 1957 y ampliado en 1968. Para Torrente “Luces de bohemia es teatro como podía ser una novela”, al tratarse de una pieza que “carece de forma dramática interna, y nada de lo que allí sucede es poéticamente necesario” (1968, 112). Por supuesto, el esperpento cae en el terreno de lo irrepresentable, aunque por razones que tienen que ver además con su contenido satírico y, por decirlo así, antisocial. Y tanta “extravagancia” sólo puede entenderse desde la idea de teatro para leer, es decir, “a condición de que su teatro fuera leído por un público tan escaso como el de sus novelas” (115). Son excelentes las páginas dedicadas a Los cuernos de don Friolera (188-ss), obra explicada también como comedia para leer por el uso épico-narrativo de las acotaciones como cauce de expresión para “la voz del autor”. Véase la comparación entre Valle y Brecht como ejercicio magnífico de literatura comparada (191-192).

 

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