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1. MONOGRÁFICO

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1.8 · Des-esperpentizando el esperpento: lecturas valleinclanianas de José Tamayo.

Por Anxo Abuin.
 

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3.3. Tirano Banderas (1974): “hay que absolver a Valle”

Tres años después, en 1974, Tamayo emprende una aventura si cabe más arriesgada, la de adaptar a los escenarios la novela más vanguardista de Valle-Inclán, Tirano Banderas, en versión de Enrique Llovet [fig. 23]. César Oliva le había hablado a Tamayo, en el transcurso de los Premios Nacionales de Teatro de 1972, de la teatralidad de la novela y de su proyecto de llevarla a escena con el Teatro Universitario de Murcia. Tamayo se apropió de la idea, y los herederos de Valle-Inclán la apoyaron y no dejaron realizar otra adaptación que la encargada a Tamayo y Enrique Llovet (Oliva, 2003b, 176, n. 26).

La expectación ante el estreno era grande. Juan Cuenca (1974) lo anunciaba con entrevista a Llovet, e igual sucedía con Ángel Laborda (1974b). Al primero le explicaba los motivos de la adaptación, “explorar las posibilidades dramáticas” de la novela [fig. 24]. Llovet examinaba en el segundo caso la teatralidad de la novela:

La acción de Tirano Banderas es varia y rica. Es, además, total dentro del esquema del conflicto. Su simetría es de carácter dramático. Y el relato lleva incluido un ‘grafismo’ cargado teatralmente con tensiones críticas de carácter político y, sobre todo, moral. […] Ese choque desarrolla, esperpénticamente, el choque entre la pasión del poder y la de la libertad. La estilización de este choque sirve a Valle para rozar turbadoramente lo absurdo de muchos comportamientos humanos y, de paso, tomar partido ética y moralmente.

A Tamayo le reconocía el haber sabido “respetar todas las posibles lecturas y desiguales perspectivas de ese choque. Huir de psicologismos y subrayar la dimensión trágica del protagonista” [fig. 25].

Otras voces no estaban tan ilusionadas con este Tirano, como César Oliva, cuyo testimonio confirmaba la precariedad del discurso teatral de Tamayo: “El director nunca penetró en el complicado entramado estético de esta ‘novela de tierra caliente’” (2006, 4), y esa desorientación era patente en los ensayos del montaje que él tuvo ocasión de presenciar.

Las críticas del estreno madrileño fueron por lo general tibias. Emilio Aragonés enmarcaba el montaje directamente en la “práctica del tamayoscope: tanto bulto resta claridad a la fenomenal invención valleinclaniana” (en Álvaro, 1975). Y Arcadio Baquero vio en este Tirano Banderas un “encadenamiento dramático lógico y de corte cinematográfico” que no carecía de valor escénico.

Otras voces fueron más duras. En su crítica para Primer acto (1974), José Monleón condenaba la adaptación por “el tratamiento académico de don Ramón”, que conducía hacia “un teatro pulcro, limpio, claro, ornamental” (79) sin la suficiente fuerza teatral. Llovet “se ha esforzado en conservar al máximo la palabra de Valle” y para Tamayo “también ha contado más don Ramón que Tirano Banderas, el culto a la literatura del gallego antes que un tratamiento dramático de las situaciones y de los personajes” (ibid.). No sólo vale la palabra de Valle-Inclán, sino que esta ha de ser interpretada por un auténtico “hombre de teatro”, como el José Luis Alonso de La enamorada del rey, un director que no se siente impotente “para construir una poética que no sea literaria”: en este contexto, Tirano Banderas no deja de ser nada más que un “gesto trascendente, un gesto reverencial que ha privado a quienes lo montaban, a quienes lo interpretaban y a quienes lo veían, de la libertad que corresponde a todo acto de verdadera comunicación teatral” (ibid.).

3.3.1. El estreno barcelonés

Sorprende la atención dedicada a la adaptación por la prensa barcelonesa, y la lectura negativa de su estreno el 26 de febrero de 1975. Como en Madrid, se da noticia del proyecto en La Prensa (Lorén, 1975)y Diario de Barcelona (Sin Autor, 1975), en este último caso adelantando Tamayo un singular propósito que por suerte nunca se concretó: “convertir en comedia musical La farsa y licencia de la reina castiza”, con la colaboración de Enrique Llovet, la música de García Abril y el protagonismo de Nati Mistral. No le importaban a Tamayo las consecuencias de ese atrevimiento, porque siempre sería más importante “ver esta pieza con música, que dejarla exclusivamente para representaciones de TEU y grupos de cámara”.

En su autocrítica, publicada en La Vanguardia con motivo del estreno barcelonés, Llovet volvía sobre la teatralidad de Tirano Banderas, “un ceremonial en que las pasiones extremas del mundo político se subsumen en un drama continuo”, expresado “integralmente en una espléndida armonía estilística”, “una forma verbal musicalizada” que “embellece ricamente los pavores de la existencia diaria y concreta”. En la novela se encierra el esperpento, “la ironía, la deformación satírica, la caricatura, la estilización pasional, la despreocupación psicologista, la libertad emocional” y por supuesto la tragedia de lo español [fig. 26]. Por su parte, Iñaki (1975) entrevistaba para Dicen a López Tarso, que se refería a los valores cinematográficos de la novela de Valle-Inclán. Y Vila San-Juan se sumergía, a propósito del estreno, en una discusión sobre la adaptación de novelas al teatro, de la que no se muestra muy partidario.

Las críticas del estreno se dividieron en su acogida. En el diario barcelonés La Prensa, Antonio de Armenteras (1975) calificaba este Tirano Banderas de “espectáculo sensacional, prodigio de ingenio, imaginación y fantasía, materializadas con sugestivo arte” salido de la colaboración entre Tamayo y Llovet. Los transformables de Burgos son también magníficos, como la música de García Abril. Ignacio López Tarso confirmó el talento que lo ha convertido en “el mejor actor hispanoamericano”: “su apostura, gesto, ademán, voz y vocalización, suman una serie de perfecciones manifestadas con sorprendente naturalidad”. El espectáculo fue acogido con una gran ovación final que se prolongó varios minutos. Oliva (1975) considera el espectáculo “de altísima cotización que ningún aficionado debería dejar de ver”.

A. Martínez Tomás (1975), en La Vanguardia, defendía la autenticidad del montaje, pues

la novela está ahí, en resplandecientes retazos, llenos de vigor, en estampas de una fuerza de atracción cautivadora, en personajes que responden a realidades vivas, y en parte, vigentes, dentro de su típico entorno iberoamericano, con sus visiones deliberadamente deformadas, distorsionadas, con un entrecruzamiento de pasiones e intereses que no acabarán, probablemente nunca.

El trabajo de Llovet y Tamayo se veía muy bien secundado por los “decorados cambiantes, transformables y múltiples” de Burgos, y por la interpretación de López Tarso, “el mejor actor mejicano de esta hora”. El público recibió con notoria satisfacción el resultado final [fig. 27]. Salvador Corberó (1975) consideraba Tirano Banderas como “un trabajo excepcional” en el que “la acción escénica en escenas sueltas” funciona tan bien como lo había hecho en Luces. El Santos Banderas de López Tarso conseguía registros de autenticidad “sin restarle por ello esa sombra esperpéntica que don Ramón utiliza como prisma de desenfoque grotesco para castigar a aquellos mismos a quien acusa”.

Pero algunos de los mejores críticos catalanes, con argumentos bien razonados, expusieron su desacuerdo. Julio Manegat (1975), en un artículo aparecido en El Noticiero Universal (27 de febrero de 1975), no se mostraba tan entusiasmado al acusar el montaje de cercenar el universo de la novela, de caer en el maniqueísmo (“un mundo excesivamente elemental de ‘buenos’ y ‘malos’, de firmezas y caricaturas según del lado de que provengan”). La representación “se alejaba de Valle Inclán”, “como si viese una comedia de otro autor, de otra concepción dramática, de otra especulación estética, de una intencionalidad más dirigida que espontánea”, que tampoco alcanzaba a conectar con el espectador. En un conjunto por lo demás muy digno, se salva la gran interpretación de López Tarso. Al final, “hubo telones, aplausos, ovaciones incluso, pero sin ese calor largo, espontáneo y auténtico de las auténticas comunicaciones”.

Joaquín López Español (1975), en El Mundo Deportivo (27 de febrero), en cuyas páginas se había anunciado el proyecto de Tamayo-Llovet-López Tarso en 8 de abril y 8 de julio de 1974, no se sumó al coro de felicitaciones ante el estreno, aun reconociendo que en lo sustancial Tamayo acertaba a mantener “el hilo argumental de la trama” y mantiene “todos los ingredientes irónicos sarcásticos y caricaturescos que el ínclito don Ramón imprimió a los personajes y la transcripción literaria de fragmentos completos de los diálogos del texto original”. Para el crítico, lo que fallaba era “la estructuración formal a base de episodios aislados”, que “impide la creación del ‘clímax’ dramático y emocional que la lectura de la novela consigue”. Es decir, carecía el montaje de “tensión” emocional, por lo que el espectador no puede “sentirse inmerso y partícipe de la tragedia que los personajes de la historia viven sobre el escenario”. Tampoco la escenografía había contribuido a esa atención del espectador, pues “ha tendido más a la espectacularidad y a la potenciación de los atractivos plásticos que a la recreación del clima ambiental y social que Valle-Inclán imaginó atenuando la sordidez del escenario y los rasgos granguiñolescos de los ‘agionistas’ del drama”. Tamayo ha buscado agradar al público traicionando al dramaturgo. Se salvaba del conjunto López Tarso, “sobrio y eficaz”, Manuel Gallardo y Antonio Iranzo. La noche del estreno estuvo plagada de “fallos y vacilaciones impropias de una obra que llega a nuestra ciudad tras numerosas representaciones en Madrid”.

Martí Farreras (Tele/Exprés, 27 de febrero de 1975) se decía “decepcionado profundamente” por la puesta en escena. Si los diálogos se mantenían intactos, pecaban de “esquematismo o de carga literaria meramente estilística”. La simplificación de cualquier adaptación “evapora el clima”, en nada ayudado por “el trinchado de escenas, o mejor estampas, con débil apoyatura escenográfica”, pierde en matices y no crea la suficiente tensión dramática. Se trataba de “un gran espectáculo excesivo incluso en el juego de los espacios físicos” que no se compaginaba “con la miserable sordidez de la historia, que reclama opresiones casi de claustrofobia”. Casi nada se salvaba. Los “derroches lumínicos” entraban en contradicción con “los ambientes narrados”, se caía en “tentaciones folklóricas” y faltaba el ritmo, “con las morosidades iniciales y la precipitación final”, donde “la muerte de Tirano Banderas, que ha de ser la justificación moral de la historia se convierte casi en atropellado accidente”. Quedaba sin resolver el movimiento de los personajes y la interpretación no era menos decepcionante: sólo Antonio Iranzo alcanza momentos “quemantes y patéticos”, y el mismo López Tarso no sobrepasaba una “atonía inalterable” que no traducía “la turbia complejidad del personaje simbólico que Valle ideara”. Y, finalmente, “por si algo faltaba naufragó la maquinaria en más de una ocasión y hubo fallos más propios de un modesto escenario de aficionados que de todo un Teatro Nacional”. En definitiva, “no fue en verdad una noche demasiado feliz”.

El título de la crítica del gran Xavier Fábregas (Diario de Barcelona, 27 de febrero de1975) es en sí mismo casi un manifiesto: “Hay que absolver a Valle”. Hay que absolverlo de los pecados de los otros. Su indignación nacía en primer lugar de los continuos errores de principiante en el estreno, realmente desastroso, que tuvo lugar ante una sala mediada y poco entusiasta. Fábregas se preguntaba sobre la necesidad de este montaje de “teatro-ficción”, en el que el expresionismo de Valle-Inclán había quedado reducido a una sucesión de “estampitas sobre las que José Tamayo ha desplegado después unas luces de colorines, unas carrerillas más o menos gratuitas, en un esfuerzo por lograr una obra de pastelería que hace aguas por todas partes”. La figura de Santos Banderas se limitaba a ser “un muñeco que se mueve por el escenario recitando largas parrafadas, sin más nexo con el personaje de Valle-Inclán que el nombre que lleva”. De este espectáculo sinsentido “Valle-Inclán ha de ser absuelto; en honor a la verdad, él está limpio de culpa”.

Por último, Joan Antón Benach (El Correo Catalán, 2 de marzo de1975) coincidía con Fábregas en lo poco afortunado que resultaba el trabajo de Tamayo en esta ocasión: “Tirano Banderas es una novela y sobre el escenario sigue siendo una novela… sólo que lamentablemente esquematizada”. La tarea de Llovet no era ni afortunada ni necesaria, sino más bien “singularmente monstruosa”, especialmente en el manejo del léxico valleinclaniano:

En la elaboración de su ‘digest’ escénico el adaptador no podía prescindir de la concurrencia de formas estilísticas distintas que presenta el original, esto es, de los americanismos estrictos que Valle insertó dentro de sus habituales recursos literarios”, pero esa incorporación es “descoyuntada” e incoherente. Se han seleccionado fragmentos del diálogo en los que ese léxico se despliega o acumula con tintes de exotismo o hermetismo. Desde un punto de vista estructural, este Tirano se limita a “la mera yuxtaposición de episodios, aquellos que bastan para explicar argumentalmente la historia valleinclanesca.

Tal simplificación tenía como efectos la desaparición del “clima del relato, la incidencia que los hechos tienen sobre los personajes, el proceso que éstos viven…”. El resultado final era una “crónica fría, casi con una cronología mecanicista de todo lo que Valle encontró en la historia del dictador ‘Banderita’”, en donde se escamoteaba la carga moral y política del relato y se opta por la “frivolización” o, en algunos momentos, por la zarzuelización de la escena. Y en “este conjunto de estampitas literarias”, encadenadas, eso sí, “con buen gusto” por Tamayo, sólo era “aceptable” la interpretación de López Tarso, que demostró “absoluto dominio del gesto y la expresión”, aunque su Tirano no esté cerca del original. Un montaje, por lo tanto, “desfigurado”, innecesario y nada logrado, en el que Tamayo no llega a la altura de Luces de bohemia, su mejor trabajo hasta la fecha.

 

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