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1. MONOGRÁFICO

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1.6 · Valle-Inclán en Hispanoamérica: los espectáculos de Alberto Castilla: de Los cuernos de don Friolera a Tirano Banderas (1968).

Por Jesús Rubio Jiménez.
 

 

En los esteros de Ticomaipu tiene lugar la primera escena, nocturna, en la que se entrevistan Filomeno Cuevas, Zacarías el cruzado –que lleva en su zurrón la cabeza descompuesta de su hijo devorado por los cerdos cuando quedó solo al ser apresada su madre–, el Coronel y dos mayorales, a uno de los cuales crucificaron su taita. Filomeno, que encabeza la revolución contra el tirano, da órdenes a unos y a otros.

Con esta escena, que cumple la función de prólogo, se presentan las acciones en un estado avanzado, cuando ya la rebelión contra el tirano se encuentra en marcha y puede producirse su derrota, que en realidad será tan solo su sustitución por un nuevo poder que margina a los más desposeídos: a los indios. Su correlato será la escena final donde en San Martín de los Mostenses se proclame a don Roque como nuevo hombre fuerte, pero tutelado por los militares y ocupando los puestos de responsabilidad personajes sinuosos como el nigromántico Dr. Polaco o el desalmado Mayor del Valle, el militar que se llevó a la mujer de Zacarías el cruzado y se la entregó a la tropa, según se ha recordado antes en la escena XV. Se insta nuevamente a Zacarías el cruzado para que entierre la cabeza de su hijo sacrificado que lleva en su zurrón y que deje sus armas. Ante su negativa, pues reclama justicia y que el militar que causó el crimen sea juzgado, es desarmado y detenido.

Las cosas han cambiado para que nada cambie, podría ser la tesis sostenida, dicho al modo lampedusiano. Se cierra un círculo y se vuelve a estar en el punto de arranque al igual que en la novela. En su interior se dramatiza el proceso que ha conducido a esta situación solo en apariencia nueva. La plaza se transforma mediante cambios de luces en los diferentes lugares donde se supone que acontece la acción: cárcel (II), el convento de San Martín de los Mostenses (III, IV, V, IX, XII, XVII), prostíbulo de La Cucaracha (VI), un balcón del Casino Español desde donde los personajes siguen el mitin de don Roque (VII), la Embajada de España (VIII), los esteros de Ticomaipu (X, XV), Santa Mónica (XI, XVI), un café (XIII), la redacción de El criterio imparcial (XIV). Algunos espacios son recurrentes contribuyendo a evitar la dispersión espacial, pero en cualquier caso, siempre se trata de ubicaciones concebidas tal como se explica en la acotación general inicial “Como en un sueño, las cosas ocurren en distintos sitios que son, sin embargo, el mismo sitio”. Y también la noción de temporalidad como sucesión lineal es puesta en entredicho.

En algunos casos, el esfuerzo de síntesis es enorme como ocurre en la escena VII, que reduce a un cuadro casi toda la segunda parte de la novela en la que, según recuerda Alberto Castilla, el lector se encuentra con la velada política en el circo Harris, la reunión en el Casino Español, escenas tumultuosas de gentes por las calles, gendarmes repartiendo sablazos, etc. Buenaventura lo sintetiza todo presentando

Cinco personajes (don Celestino, Fray Mocho, don Nicolás y el Dr. Polaco), asomados en el balcón del Casino Español –endomingado de rojo y gualda–, mientras el vate Larrañaga (que desempeña el desairado papel del corre-ve-y-dile) va pormenorizando el discurso de Cepeda en el circo al director del periódico. La escena, en la boca del escenario, frente al público, produce un efecto de distanciación de gran eficacia, con fondo sonoro de “Vivas”, “Mueras”, gritos, rechiflas, música militar, disparos, pasacalles, que ilustran y comentan críticamente el diálogo de los personajes. (Castilla, 1977, 67).

De esta forma se hacía operativa la poética brechtiana: buscando la forma más apropiada para presentar de manera eficaz lo que se quería contar y como una pieza cada escena de un puzzle del que no se tiene la visión completa hasta el final del espectáculo, evitando fáciles identificaciones emotivas basadas en una presentación melodramática de las pasiones.
Si la concentración espacial resulta fácil de entender y aceptar –la evidencian las propias limitaciones de la representación escénica–, acaso no sea tan fácil explicar la concentración temporal en cuanto afecta no solo al tiempo de la representación, sino al tiempo filosófico que subyace. Valle-Inclán reflexionó agudamente sobre la angostura temporal y espacial a la hora de exponer sus ideas estéticas en La lámpara maravillosa, pero Buenaventura plantea la cuestión desde otro ángulo no menos interesante. En una entrevista concedida a Mario Escobar le decía:

El tiempo para los latinoamericanos es distinto del tiempo para los europeos. En un breve periodo de menos de 200 años hemos construido todas las formas de sociedad que Europa elaboró en varios siglos. De las sociedades primitivas y de las imperiales indígenas al socialismo cubano es una carrera veloz. Semejante condensación dramática del tiempo es una característica específica. Este “cortometraje” de procesos históricos es un explosivo material de arte no explotado aún en todas sus posibilidades. En mi Tirano Banderas se junta todo eso. (Escobar, 1968). [fig. 31].

Es decir, la extrema concentración temporal no obedece simplemente a exigencias escénicas sino que quiere ir más allá: es interpretación angosta de largos procesos culturales, sustituyendo la narración lineal por otras formas de representación del tiempo que ya están en la novela: la visión circular y la visión cubista, la visión totalizadora y envolvente, sobrepuesta una visión formada por escenas tomadas desde distintos ángulos, conscientemente fragmentarias. Castilla lo ha explicado bien:

Tiempo histórico, psicológico y escénico se funden, aunque sin confundirse, y el final desemboca en su comienzo cuando tras la muerte de Banderas y la consiguiente algazara revolucionaria, el pueblo es sometido a una nueva forma, más solapada, de tiranía y opresión. Para la creación de este efecto circular Valle-Inclán anticipa al comienzo de la novela, con la llegada del coronel de la Gándara (desertor de las milicias de Banderas) a la finca de Filomeno Cuevas, lo que va a ocurrir al final y, de esta forma, prólogo y epílogo se unen dando sentido circular a la acción. Buenaventura adopta la misma técnica y aun al intensifica al subvertir el orden de una de las escenas de la prisión de santa Mónica (la de la llegada a la cárcel del Licenciado Veguillas), incluyéndola también al principio del drama. (Castilla, 1977, 68)

La superposición de espacios a lo largo de la representación ayuda a la ruptura de la visión puramente lineal y a crear una atmósfera de irrealidad, que evita identificaciones miméticas.

Más que la singularidad de los personajes importa también lo que representan y simbolizan socialmente, más todavía –si cabe– que en la novela, ya que en su versión, Buenaventura acentúa la dimensión de drama político de Tirano Banderas. Y de aquí que pudiera hablar sin pretenciosidad de que se trata de “mi Tirano” y que había concebido su propuesta en diálogo y aun en confrontación con Valle-Inclán. No se trataba de intemporalizar a base de abstracciones por lo tanto la fábula valleinclaniana, sino de ponerla a la altura de los tiempos. Buenaventura escribía con conocimiento de causa de los males de la tiranía dictatorial en Colombia, que vivió trágicos y violentos años desde el asesinato de Gaitán en abril de 1948, siguiendo un terrible periodo de muertes y violencia hasta 1957.

Es cierto que hay un notable esfuerzo por mantener el tono y el diálogo de la novela, pero no lo es menos, la acentuación de lo amerindio en ella, situando al pueblo oprimido como personaje central humillado y explotado por el régimen de Santos Banderas. No solo la fábula queda condicionada por la potenciación de esta dimensión, sino que también se refuerzan los signos visuales que la hagan más perceptible y más eficaz escénicamente. De este modo, el episodio de la novela en que el hijo de Zacarías el cruzado es destrozado por los cerdos alcanza un relieve mucho más singular al ser convertido en eje de las escenas inicial y final. Su cabeza podrida y maloliente presente en la escena –un elemento denunciador de la barbarie que ya Valle-Inclán había utilizado en Voces de gesta– adquiere la fuerza de una prueba incontestable e imposible de ocultar, tanto, que con la detención de Zacarías, silenciado y desarmado, se intentará en vano silenciarla.

Pero, además, en su versión teatral, Buenaventura y Castilla desarrollaron otra imagen visual de similar potencia, partiendo de otro pasaje anecdótico de la novela: el Crucificado. Es un personaje secundario en el relato que, tras ser apresado, es llevado a San Martín de los Mostenses, para ser castigado por los caporales12. La presentación del castigo en la novela semienterrando al castigado y azotándolo, es sustituida en la pieza teatral por su crucifixión, con lo que se potencia su significación y se traslada a otro dominio simbólico.

El azotado –que se menciona en la escena primera– convertido en crucificado aparece en la tercera escena y ya permanece presente durante el resto de la función, aunque solamente en algunos momentos se hagan indicaciones sobre su visibilidad: en la escena VI –que tiene lugar en el prostíbulo de La Cucaracha– se le ve mientras agoniza con un farolillo en los pies que rememora los cristos crucificados que todavía hoy adornan ciudades españolas como Córdoba. En la escena undécima nuevamente se muestra al crucificado en la sombra mientras hablan en prisión los condenados. Y, finalmente, en la escena XVIII un grupo de mujeres descienden al crucificado, cerrando también el ciclo.

La cabeza del niño y el cadáver del crucificado son las evidencias de que han podido cambiar las formas de la opresión pero no la opresión misma. La barbarie de la mutilación primitiva o el sadismo de los azotes son puestas al día con la crucifixión pretendidamente ejemplar con lo que es cuestionada toda la supuesta acción civilizadora de los colonizadores, cuya opresión y explotación de los desvalidos es más cruel si cabe, primando siempre los intereses materiales. El indio es siempre el sacrificado por el colonialismo, que no redime con conciencia cristiana sino que crucifica. Nuevos judíos son los poderosos colonizadores o los indios aupados al poder. Unos y otros explotan y crucifican a los pobres.

La imagen de las potencias colonizadoras difícilmente puede ser más degradada: el Embajador de España es presentado como un personaje ruin y pervertido, capaz de cualquier miserable mercadería para seguir viviendo en su decadente estado. Los británicos son aludidos como potencia intrigante dispuesta en cualquier momento a hacerse con la presa. Al fondo se adivina que se está produciendo la sustitución del régimen colonial español por el norteamericano.

Y también los sucesores de aquellos conquistadores españoles ofrecen una imagen degradada y miserable encarnada en particular por don Celestino, dispuesto a cualquier transacción si de ella puede venirle algún beneficio: es decisivo en su proceder saber que Santos Banderas le ha concedido el negocio de la intendencia de su ejército (escena III). Su ir de un lado a otro en supuestas labores de pacificación de los políticos no es sino una tapadera de sus negocios. El chantaje es presentado como un instrumento habitual en sus relaciones y lo ejercen todos los personajes relevantes: desde Santos Banderas a don Celestino o Filomeno Cuevas.

Y degradada igualmente se presenta a la prensa, regida por seres miserables dispuestos a escribir al dictado y a cambiar su postura según cambie el aire de los acontecimientos (en particular, véase la escena XIV).

Codicia y lujuria son los motores de la acción y de aquí que los espacios institucionales donde se debiera ejercer el recto gobierno sean presentados con aparatosa escenografía decadente: la legación española se ha convertido en el habitáculo de un decadente; el prostíbulo de la Cucaracha tiene igual consideración: en él se dan cita los rijosos personajes que rigen los destinos del imaginario país. Prostitutas y mandatarios se igualan por lo bajo.
La tiranía no es encarnada solo por el despótico Santos Banderas, que tiene su propia cruz en su hija enferma de locura –y a quien asesina en la escena XVII–, sino en los potentados que con Filomeno Cuevas a la cabeza perpetúan la opresión, rodeados y secundados de personajes supersticiosos y visionarios.

Las raíces de la tiranía trascienden a sus propios oficiantes en una permanente lucha de la que son víctimas siempre los más desvalidos, es la amarga conclusión a la que se llega al final. El descendimiento del crucificado otorga así al final de la representación un carácter de celebración ritual de la muerte de los justos.



12 Ramón del Valle-Inclán, Tirano Banderas:

Los dos caporales apisonaron echando tierra, y quedó soterrado hasta los estremecidos ijares. El torso desnudo, la greña, las manos con fierros, salían fuera del hoyo colmados de negra expresión dramática. Metía el chivón de la barba en el pecho, con furbo atisbo a los caporales que se desceñían las pencas. Señaló el tambor un compás alterno y dio principio el castigo del chicote, clásico en los cuarteles:
–¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!
El greñudo, sin un gemido, se arqueaba sobre las manos esposadas, ocultos los hierros en la cavación del pecho. Le saltaban de los costados ramos de sangre, y sujetándose al ritmo del tambor, solfeaban los dos caporales:
–¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! (Valle-Inclán, 1993, 54).

 

 

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