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1. MONOGRÁFICO

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1.6 · Valle-Inclán en Hispanoamérica: los espectáculos de Alberto Castilla: de Los cuernos de don Friolera a Tirano Banderas (1968).

Por Jesús Rubio Jiménez.
 

 

Tras este aprendizaje valleinclaniano –pero contrastado con montajes de otros grandes dramaturgos y sobre todo con la irrupción de B. Brecht en su horizonte teórico y práctico–, fue en Colombia donde tuvo oportunidad de emprender dos montajes de Valle-Inclán mucho más ambiciosos: el primero, Los cuernos de don Friolera en 1966, coincidiendo con la conmemoración del centenario del nacimiento del escritor. El espectáculo recibió el Premio Nacional de Teatro de Colombia de aquel año y “fue un factor decisivo en el desarrollo del teatro universitario en Colombia, iniciándose un interés hacia la obra de Valle, hasta el punto que, dos años después, Tirano Banderas, en versión teatral de Enrique Buenaventura, sería escogida para inaugurar el I Festival de Teatro Universitario, en Manizales, y para representar a Colombia en la Olimpiada de las Artes, de México”. (Castilla, 1989, 190).

La manera de trabajar –como digo– había cambiado radicalmente tras pasar por Brecht, sobre quien anduvo trabajando en el decisivo año de 1965. Decisivo en un doble sentido: fue un año crucial en el movimiento universitario español con una sucesión de huelgas y conflictos, y estuvo trabajando en dos montajes fundamentales para su trayectoria posterior. En sus palabras:

Para la primavera de 1965, año crucial del movimiento universitario en Madrid, preparábamos dos proyectos de considerable envergadura: El círculo de tiza caucasiano, a cuyo estreno se le confirió el carácter de introducción de Brecht en España, y Fuenteovejuna, en un montaje programado para Festivales Internacionales de Teatro Universitario y para Festivales de España.

Para la introducción de Brecht en España escogimos El círculo de tiza caucasiano, una obra de su “segunda época”, liberada de algunos de los condicionamientos político-ideológicos que gravitaban en obras anteriores, tales como La madre, Los fusiles de Madre Coraje o Santa Juana de los mataderos. Consideramos que El círculo de tiza caucasiano era más la expresión de un teatro artístico y de experimentación teatral, que de servidumbre política; obra de madurez, perfilada en la línea de Madre Coraje, La visión de Simón Machard o La buena alma de Sechuan y que, en su planteamiento y estructura, reunía la totalidad de las diversas teorías estético-dramáticas del autor alemán.

[…] La representación tuvo lugar el 29 de marzo de 1965 en el teatro María Guerrero de Madrid. El día del estreno, con todo Madrid en gran tensión a causa de las frecuentes demostraciones estudiantiles duramente reprimidas por la policía, estudiantes de organizaciones de extrema derecha y de extrema izquierda se instalaron en las proximidades del teatro amenazando con actos de violencia, unos acusando a los miembros del TNU de “comunistas” por presentar a Brecht, y otros acusándolos de “fascistas”, de “hacer el juego al SEU”, en un momento de intenso acoso estudiantil al sindicato, que pretendía con este estreno presentar una imagen de apertura y de progresismo. Es posible que ambos tuvieran razón en sus correspondientes perspectivas. Pero, para nosotros, que habíamos dedicado mucho tiempo y muchas energías para conseguir las autorizaciones y permisos, estrenar a Brecht era un deber prioritario, pues estábamos convencidos de que el estreno normalizaría la situación abriendo el camino para futuras representaciones del teatro del Brecht en España. (Castilla, 1999a, 247 y 250). También (Castilla, 1966). Su programa y reseñas en: (Rubio Jiménez coord., 1999b, 81).

Las críticas fueron favorables, pero sobre todo fue una primera puesta en práctica del estudio de sus ideas teatrales –el consabido teatro épico brechtiano–, que alcanzaron mucho mejor desarrollo en su puesta en escena de Fuenteovejuna, que tantos galardones obtuvo después, incluido el Premio Mundial de Teatro Universitario en el Festival de Nancy de 1965. (Castilla, 1999a y 1992).

La gran paradoja fue que el extraordinario éxito se tradujo para él en el cese fulminante como director del Teatro Nacional Universitario y que quedara en situación de paro forzoso en los meses siguientes (Castilla, 1992a, 262). Finalmente, aceptó dirigir el Teatro Estudio de la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá, pudiendo continuar así en América sus trabajos teatrales, ahondando en los métodos experimentados hasta ese momento con tanto éxito. Fueron muchas las actividades desarrolladas en Colombia en los años siguientes, desde docentes hasta de organización y dirección del Festival Nacional de Teatro Universitario en 1967, siguiendo los modelos españoles del TEU o después el I Festival Latinoamericano de Teatro Universitario de Manizales en 1968. Y, por supuesto, la organización y dirección del Teatro Estudio, buscando que tuviera un estilo propio de sustrato hispánico:

Se acudió para ello a raíces culturales hispánicas, en el teatro, en la literatura, en las artes visuales, en la música: Cervantes, Goya, Valle-Inclán, Lorca, Falla, Buñuel, rastreando, a un tiempo, el aliento dramático en la narrativa de los más vigorosos escritores latinoamericanos: Rulfo, Neruda, García Márquez… Mi primer montaje con el Teatro Estudio de la Universidad Nacional fue el de Los cuernos de don Friolera, de Valle-Inclán, con el cual obtuvimos el Premio Nacional de Teatro, 1966, compartido con el Marat-Sade, del teatro Casa de la Cultura, dirigido por Santiago García. Quizás el componente más interesante de este trabajo fue la articulación de actores profesionales en el conjunto universitario verificando la viabilidad de esta colaboración y la positiva contribución de unos y otros al logro artístico del espectáculo. (Castilla, 1999a, 264-266).

La fidelidad de Alberto Castilla a Valle-Inclán como continuador de la tradición que va de Cervantes a Goya no ofrece dudas, ni tampoco el impacto que le iba a producir Brecht, de quien iba a montar un poco después Antígona, de Sófocles, en la versión de Bertolt Brecht, en la que se acentúa el carácter valeroso y defensor de la ley de conciencia en la heroína y, además, se lanzan mensajes apelando a la justicia social y al pacifismo. El trabajo sobre textos líricos y narrativos, además, los situaba en un atractivo territorio fronterizo entre diferentes géneros literarios cuyas posibilidades escénicas se exploraban. Avezado también desde sus años mozos Alberto Castilla en dar recitales poéticos en colaboración con músicos, incorporaba esta experiencia a sus puestas en escena. Y no menos destacable es la atención a escritores como Rulfo o García Márquez, emblemáticos representantes de la narrativa hispanoamericana que entonces comenzaba a hacerse visible.

En “Mi experiencia con Valle-Inclán”, Alberto Castilla recuerda:

La primera fase del trabajo de la producción de Los cuernos de don Friolera, en el Teatro Estudio de la Universidad Nacional de Colombia, consistió en una indagación en la estética del esperpento, y en el proceso creativo de esta obra de Valle a partir de El Gran Galeoto, drama de Echegaray y antecedente de Los cuernos de don Friolera. (Castilla, 1989, 185. 1991)4.

Sintetiza a continuación los paralelismos antitéticos entre ambas dramaturgias y recuerda que:

El tono melodramático de este teatro estimuló el género bufo y paródico con obritas que aparecían inmediatamente después de estrenadas las de Echegaray y las de sus seguidores. A La hija del vengador siguió La viuda del zurrador; a Conflicto entre dos deberes, Conflicto entre dos ingleses, y a El Gran Galeoto, Galeotito.

Al igual que otras parodias de este periodo, Galeotito, original de Francisco Flores García, no se limitaba a decir en cómico lo que el autor del melodrama había dicho en serio. Entronca Galeotito con los sainetes de Ramón de la Cruz por la presentación en pinceladas rápidas y a veces inconexas, y por un diálogo chispeante e ingenioso capaz por sí mismo de mantener la atención del espectador. Galeotito seguía el hilo argumental del drama parodiado, aunque los personajes, Juan (Julián), tendero de ultramarinos y exmiliciano nacional; Demetrio (Ernesto) y Salvadora (Teodora), todos de extracción popular (como lo serían después los personajes de la obra de Valle), contrastaban con los de la alta sociedad de El Gran Galeoto. (Castilla, 1989, 187).

Eran los años en que se estaba iniciando el estudio de la tradición de la que procedía el esperpento paralelamente a su descubrimiento y que produciría unos años después una obra crítica memorable, La realidad esperpéntica, de Alonso Zamora Vicente, donde por primera vez, a contrapelo de cierta crítica académica autosuficiente y miope, se ahondaba en el teatro menor como fuente de procedimientos y recursos de Luces de bohemia. Y era el año –no debe olvidarse– del centenario del nacimiento del escritor, que supuso la celebración de diferentes actos de homenaje y, sobre todo, la aparición de estudios de exégesis de su obra, que iniciaban la crítica moderna. El espectáculo colombiano hay que enmarcarlo en este horizonte y de aquí que se presentara como “Homenaje a Ramón del Valle-Inclán –1866-1966– en el primer centenario de su nacimiento. Representación de Los cuernos de don Friolera en adaptación y dirección de Alberto Castilla, por el Teatro Estudio de la Universidad Nacional de Colombia, con la colaboración del Instituto Nacional de radio y televisión y el patrocinio del Instituto Colombiano de Cultura Hispánica” [fig. 14].

Fue representado en el teatro Colón de Bogotá los días 7, 8, 9, 16, 17, 18 y 19 de 1966 y el programa de la función va encabezado con un breve texto de Ricardo Doménech sobre el esperpento donde, con su sobria elegancia habitual, decía:

Impecable en su forma e impecable en su contenido, el esperpento ofrece una visión mordaz y sangrienta de la España castiza e inauténtica, de la España de pandereta, que otro gigante de esta generación de escritores, Antonio Machado, definiría como “tahúr, zaragata y triste”. Compartiendo el sentimiento criticista de su generación, Valle fustiga con el esperpento los grandes mitos del casticismo mostrenco. Sexo, muerte, fanatismo y fatalismo, picaresca y señorío, falso honor y falsa honra, maledicencia e insolidaridad humana, adulación e incomprensión, son temas que invariablemente veremos repetidos. […] A lomos del esperpento, cabalgan las grandes pasiones, desbordadas bien a través de personajes y ambientes refinados y sutiles, bien a través de personajes y ambientes que están en el polo opuesto, pero presentados igualmente en su grotesco perfil5.

Había –como digo– gran interés por definir el teatro valleinclaniano, y de aquí la selección de textos críticos incluidos. Las reseñas periodísticas se hicieron eco de estos textos y se embarcaron en la tarea de dar sus propias definiciones del teatro de don Ramón: Miguel Ayuso recalcaba el carácter de sátira social y caricatura ejecutada con maestría, dando lugar a grotescos personajes [fig. 15]. El montaje podía conceptuarse en su opinión como excepcional por su ritmo y por sus efectos de luz cuidados por el director, así como el buen trabajo de los actores entre los que destacaba a Felipe González y a Guadalupe Espinar (Ayuso, 1966).

Carlos Rincón destacaba que el espectáculo les facilitaba el descubrimiento del esperpento, que intentaba definir a continuación atendiendo al carácter de sus espejos, las figuras y el lenguaje, que el director había tratado de mantener en su función: “El rigor del trabajo de Castilla aparece cuando se repara en que su concepción se inscribe a todos los niveles del espectáculo. La representación es tan comprometida como el texto”. (Rincón, 1966) [fig. 16]. Lo ejemplificaba con la elección de una plaza de toros para el prólogo y el epílogo con todo su poder evocador. Destacaba el trabajo de Felipe González sin divagaciones sobre el efecto de alejamiento y centrado en mostrar al personaje.

H. M. O. en “Los cuernos de Don Friolera”, El Siglo (Bogotá), 10-XII-1966, reincidía en parecidos asuntos de manera más general, destacando que el montaje había sido elaborado con cuidado, que cada actor representaba bien a su personaje y descollaban Felipe González, Guadalupe Espinar y Boris Roth. Por ello, Alberto Castilla debía sentirse orgulloso de lo realizado (H.M.O., 1966) [fig. 17].

Ángel R. García se hizo eco en España, informando de la función y de los galardones que había obtenido en La Estafeta Literaria. Y lanzaba una sugerente idea; el teatro bueno debiera ser un instrumento para mostrar y afirmar la Hispanidad, y el de Valle-Inclán, sin duda lo era (García, 1966, con fotografía de Alberto Castilla) [fig. 18].

Todo confluye a considerar que la obra obtuvo un verdadero éxito y que fueron fundamentales para ello el acabado montaje y la buena actuación del elenco de actores. Se trataba de una puesta en escena alejada de cualquier tentación naturalista y de confort escénico y de cierta audacia plástica caricaturesca, como muestran las pocas fotografías que hemos podido recabar [figs. 19 a 28]. La plaza de toros ideada venía a objetivar plásticamente el “ruedo ibérico” como una de las posibles referencias más castizas a España y sus peculiaridades. En alguna de las fotografías rescatadas se ve que fue utilizada para un sorprendente paseíllo, haciendo desfilar a todos los actores [fotografías 3 y 4: fig. 21 y fig. 22], con lo que se acentuaba la artificialidad buscada, la visión distanciada [fotografías 1 y 2: fig. 19 y fig. 20]. Los estilizados burladeros y el graderío permitían ubicar a los personajes en determinados momentos de la acción o simplemente como espectadores de lo que acontecía en el ruedo.

El resto de las fotografías recogen diferentes momentos de la acción: Don Friolera con otro personaje [fotografía 5: fig. 23]; Don Friolera discutiendo con doña Tadea y otras beatonas [fotografía 6: fig. 24]; Loreta en actitud entre meditativa y soñadora [fotografías 7 y 8: fig. 25 y fig. 26]; y, en fin, Loreta y Pachequín en sus flirteos [fotografías 9 y 10: fig. 27 y fig. 28]. El gesto exagerado y un punto desmesurado de los actores en ellas permite adivinar su gestualidad expresionista al servicio de la parodia que se estaba poniendo en pie, así como determinados objetos identificadores como el sable o los grandes rosarios, que recuerdan procedimientos de las viejas revistas teatrales políticas de las que partía la puesta en escena. (García, 1966, con fotografía de Alberto Castilla)6.



4 Una búsqueda en la que ha persistido y ha cuajado en ensayos como “El teatro de la revolución de septiembre” (Castilla, 1977) y “Teatro y sociedad en la Restauración” (Castilla, 1979).
5 Programa completo: [p. 1] Cubierta: fotografía de Valle-Inclán por Alfonso.
[p. 3] Un breve texto de Ricardo Doménech sobre el esperpento.
[pp. 4-8] Diferentes textos breves de diversos autores con opiniones sobre Valle-Inclán: José Monleón, Torrente Ballester, Jacinto Benavente, Antonio Machado, Robert Marrast, Julio Acerete, Alfonso Sastre, Buero Vallejo, René Saurel, Ángel Valbuena Prat, Otero Seco, Carlos Rincón, J. A. Durán Iglesias; y fotografías de varias representaciones: Divinas palabras (Dir. José Tamayo, 1962), Luces de bohemia (George Wilson, 1963), El Embrujado (Alberto Castilla, 1964), Divinas palabras (Juan Ibáñez, 1964).
[p. 9] Facsímil del poema “Testamento” manuscrito y don Ramón en su lecho de muerte por Maside.
[p. 10] Reparto y ficha técnica.
[p. 11] Curriculum de Alberto Castilla con fotografía.
[p. 12] Contracubierta: facsímil de la firma de Valle-Inclán.
6 A esta modalidad teatral, cuya tradición no le fue nada ajena a don Ramón, he dedicado diferentes estudios donde se describen sus mecanismos aplicados a algunos casos concretos, sobre todo de las madrugadoras revistas políticas de José María Gutiérrez de Alba (Rubio Jiménez, 1989, 1994, 1995). Sobre esta estética como sustrato de Valle-Inclán (Rubio Jiménez, 2000, 2004).

 

 

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