Tradición e iconoclasia en
la obra dramática de Eduardo Galán

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Galán relaciona el empleo del travestismo en su obra con la comedia del Siglo de Oro, que tan bien conoce y donde aquel “era tan frecuente”, y afirma haberse inspirado no solo en esta, sino en “la comedia cinematográfica que ha creado películas de la categoría de Tootsie o Con faldas y a lo loco”, a la que pretende homenajear (Galán, 2009: 7). Si en La curva de la felicidad el objeto de atención del autor era el hombre cuarentón, ahora su interés se fija en las mujeres adentradas en la treintena y en los problemas inherentes a su edad, desde las dificultades para conciliar la vida laboral y familiar a la conciencia de una progresiva pérdida de la juventud que no tardará en manifestarse. Como ya ocurriera en aquel texto, el dramaturgo se posiciona del lado de las víctimas, que en esta ocasión lo son tanto el cincuentón sin trabajo como las madres que toman la valiente decisión de posar semidesnudas en un calendario –la obra se inspira en un hecho real ocurrido en el pueblo salmantino de Serradilla del Arroyo, en 2007– para poder financiar la creación de un centro de ocio para sus hijos; y lo hace con el estilo habitual en sus textos, sin dramatismo alguno, desde un planteamiento cómico resumido por el autor en una acotación cuyo sentido podría extrapolarse a toda la obra, incluso al conjunto de su teatro: “enfocado desde un punto de vista humorístico (tragicomedia, tragedia grotesca o esperpento)” (Escena 3).

Un rasgo sumamente original del texto es la incorporación en este, como si se tratara de un cuaderno de dirección, no solo del título de cada escena –el dramaturgo sigue empleando esta tradicional estructura en sus obras– sino del tema abordado en ella, el objetivo de la misma y el conflicto que va a tener lugar; un recurso que había sido insinuado ya en La mujer que se parecía a Marilyn (2007), donde cada escena incluía no solo un título aclaratorio, sino que se indicaba el objetivo que iba a desarrollarse a continuación. Se trata de un recurso textual que nos traslada a las síntesis ofrecidas al comienzo de los diferentes capítulos del Quijote, por ejemplo, o a los breves argumentos incluidos al comienzo de cada “auto” de La Celestina, que no recordamos haber visto nunca en una obra teatral impresa y que ponen una vez más de manifiesto el conocimiento del dramaturgo de una literatura clásica española que tantas veces hubo de explicar durante sus muchos años como profesor de Literatura en un instituto de la ciudad de Madrid, y tan presente en sus textos en forma de permanentes guiños a esta –“¡Tú estás tonta o es que no te has leído a Calderón! La vida es sueño y los sueños sueños son…”, le replica Rosa a Marina ante su afirmación de haberse casado para toda la vida y que “soñaba con envejecer juntos” (Escena 6)–.

El texto, escrito “en solidaridad con las madres de Serradilla del Arroyo y todas las mujeres que luchan por causas justas” (Galán, 2009: 13), centra su interés en esta ocasión en el análisis de la psicología femenina, para, desde un punto de vista siempre humorístico, ofrecer un aparente retrato realista de la mujer, cargado de tópicos construidos desde una mentalidad masculina que es igualmente –y del mismo modo– retratada tanto en la figura de Olimpiades como de Raúl. Las afirmaciones políticamente incorrectas vuelven a aparecer; como cuando uno de los directores de recursos humanos con los que el desempleado se entrevista le manifiesta sin tapujos: “Las políticas de discriminación positiva tienen ciertos beneficios fiscales, que podrían ser interesantes para una empresa […]” (Escena 3); o cuando este le explica al público –la acción se interrumpe con frecuencia para que los personajes se dirijan a él, que actúa como su confesor o confidente– las dificultades económicas que ha debido soportar para hacer frente a la manutención de sus hijos tras la separación de su mujer: “Le debía a mi segunda ex seis meses de la pensión de mi hijo y estaba dispuesta a llevarme a los juzgados” (Escena 8).

La visión de la mujer ofrecida en el texto, como señalábamos, parte de un posicionamiento manifiestamente masculino; y el autor no escatima oportunidades para reflejar los instintos que la imagen semidesnuda de estas provoca en un travestido Olimpiades que trata de disimular cómicamente sus apetencias:

[…] no esperaba encontrarme con estas mujeres. Solo con pensar en verlas semidesnudas, me voy a empalmar. De hecho, ya me he empalmado un poco y he tenido que pedir agua a ver si me bajaba el calentón. Creo que no se han dado cuenta. Pero sería patético que de repente saliera un pincho erecto a la altura de la pelvis y diera a la falda la forma de una tienda de campaña. ¡No quiero ni pensarlo! ¡Ay, Olimpiades, en qué lío te has metido! (Escena 8).

Sin duda no es este un monólogo de Lope de Vega, pero se halla a la altura de nuestro tiempo. El empleo de un realismo procaz que utiliza las alusiones y escenas de contenido sexual como resorte humorístico para alcanzar la complicidad y el regocijo del público –de un cierto público– lo encontramos reiteradamente en la obra de Eduardo Galán; y en ¡Felices 30! los ejemplos son numerosos, incluso desde una óptica femenina –muy masculina– que adopta con frecuencia un lenguaje coloquial tan vulgar y chabacano como el de los hombres: “¡Qué pollón, tío!” (Escena 9), “me dejará tan relajadita que me aliviará un poco el calor que me sofoca el chichi”, “no serás completa hasta que un negro te la meta”, “mi coño lo disfruta”… (Escena 16).

La visión patética del hombre ofrecida en La curva de la felicidad aparece de nuevo en la caricatura burlesca que realizan de estos las mujeres, secundadas por Olimpiades-Olimpia:

OLIMPIADES.– Los huevos les cuelgan como dos globillos y se les van moviendo… A veces tienen que ajustárselos a los calzoncillos, porque se les pega en las piernas y les molesta. […]
ROSA.– Son patéticos.
ISABEL.– Y encima algunos presumen de tamaño… (Escena 16).

No puede juzgarse como machista un texto que trata a hombres y mujeres por igual, con el mismo distanciamiento humorístico, desde la empática comprensión de quien observa en los otros –y otras– una proyección paródica, y cínica, de sí mismo; simplemente como lo que son: seres humanos con sus grandezas y miserias, más allá de distinciones sexuales. Como le responde el inspector a Olimpiades tras habérsele declarado, y descubrirle este que es un hombre, en un manifiesto guiño a la película de Billy Wilder: “Nadie es perfecto”.

La aparente frivolidad del teatro de Eduardo Galán no oculta el hondo componente humano que preside sus escritos, a través de los cuales se manifiestan las más elementales necesidades de la vida; entre ellas, la necesidad de amar y ser amado. Y el amor –como antídoto de la soledad– es el eje central de Historia de 2, una comedia estrenada en Lisboa en 2010, que, sin perder el tono humorístico que caracteriza a la dramaturgia del autor, presenta la relación que se establece entre Ortiz, un maduro profesor de Instituto a punto de jubilarse, y la madre de un alumno de su tutoría –cajera de un supermercado, unos veinte años más joven que aquel, separada y maltratada por su marido–, junto con los intentos asimismo del profesor por sacar adelante al muchacho (fig. 4). El realismo popular vuelve a aparecer personificado en Lola, la madre de Daniel, cuyas formas y lenguaje expresan su procedencia y formación; unas maneras toscas, apropiadas al degradado ambiente del entorno social –¡nada menos que un Instituto de Enseñanza Secundaria!– en que se desarrolla la acción, manifestado asimismo en las últimas palabras dirigidas a Ortiz por un alumno, el día de su jubilación: “¡Hijo puta!”. Así comienza esta historia estructurada en trece escenas, antecedidas de un prólogo que les da pie mediante una analepsis que nos traslada a un 14 de diciembre, en la primera entrevista de tutoría que tiene lugar entre Lola y el profesor de su hijo, hasta la última de ellas, el 30 de junio. A lo largo de estos meses, las sucesivas entrevistas entre Óscar y Lola adquieren un carácter de citas que van más allá de lo profesional y muestran una relación cada vez más estrecha que no puede ocultar la atracción surgida entre ambos. Pero si la obra está escrita en clave de comedia y su final feliz –con los enamorados fundidos en un beso– recuerda a otras obras del autor, como La mujer que se parecía a Marilyn, ¡Felices 30! o Los diablillos rojos, lo que sucede a lo largo de ese recorrido ofrece una dramática realidad humana y social, de absoluta seriedad, que el dramaturgo pretende denunciar y poner de manifiesto; desde la violencia de género al maltrato que sufren algunas madres por sus hijos o el ambiente degradado de unos centros educativos dominados por unos adolescentes barbarizados que practican el acoso escolar.

Con ser muy visible en el teatro de Galán la huella de quien ha sido profesor de Lengua y Literatura, de Instituto, durante la mayor parte de su vida profesional, quizá sea este uno de los textos donde dicha experiencia se manifiesta con mayor claridad. Son varias, en cualquier caso, las obras que remiten a este mundo y a la actividad del escritor, tanto por algunos personajes como por las continuas referencias literarias que aparecen en ellas. En Los diablillos rojos (2015), por ejemplo, comedia en trece escenas –las mismas que en Historia de 2 y La mujer que se parecía a Marilyn– escrita por Galán con la colaboración del psicólogo Arturo Roldán, Andrés, paciente ingresado en el pabellón de Psiquiatría de un hospital público, es un escritor maduro y frustrado que se ha dedicado a la enseñanza de la Literatura y, en sus delirios, recita parlamentos de don Quijote y el licenciado Vidriera, o de La Celestina y de Bécquer (fig. 5). Escrita en clave absolutamente cómica, este texto desborda ingenio, desparpajo y una permanente retranca humorística auspiciada por la enajenación de los dos protagonistas de la historia, cuya locura les permite acometer las más disparatadas peripecias. La acción principal gira en torno a Toñi, una interna que se siente acosada por unos diablillos rojos que abusan sexualmente de ella y llegan a producirle, incluso, orgasmos; lo que propicia la aparición de las inevitables escenas de contenido sexual, a las que acompaña ese lenguaje desinhibido tan característico en la obra del autor –“Que me quieren follar…” (Escena 4)– y que nos recuerda al tono de algunas comedias realistas del primer Alonso de Santos. También las relaciones amorosas entre personas de distinta edad, junto con otros temas de actualidad ligados a estas, como el adulterio o el aborto, o las relaciones de poder, se manifiestan en el conflicto vivido entre Marina (27 años), médico residente del hospital, y el doctor Caballero (54 años), jefe del Departamento de Psiquiatría, casado y con una hija.

Toñi y Andrés encontrarán en el amor la curación a su locura y la sanación de sus respectivas soledades y miserias. Un mensaje frecuente en la obra del dramaturgo y que encontramos asimismo en La mujer que se parecía a Marilyn, una de sus creaciones más interesantes a nuestros ojos, representativa de una vertiente más seria en la obra de Eduardo Galán, donde la comicidad, sin dejar de estar presente, cede terreno ante la intensidad de los conflictos dramáticos presentados en escena (fig. 6). Estrenada en el Teatro Auditorio Adolfo Marsillach de San Sebastián de los Reyes, el 19 de enero de 2007, es esta una de las comedias más ambiciosas escritas por el autor hasta ese momento. Con un planteamiento que recuerda, en cierto sentido, al de El chico de la última fila (2006) de Juan Mayorga –también profesor de Matemáticas durante unos años–, y una atmósfera que conecta con los ambientes del realismo íntimo de David Mamet, Galán nos presenta a Antonio, profesor de Literatura y escritor fracasado, de 52 años, decepcionado del amor y desencantado de la vida, que acepta escribir junto a Paula, alumna de su máster de Escritura, un relato titulado La mujer que se parecía a Marilyn, por encargo de Maite, editora y antigua amante del escritor, que pretende acercarse de nuevo a él –desde un despecho y rencor no superados– contratándolo para escribir una novela inspirada en la relación que tuvieron treinta años atrás.

Ya hemos aludido con anterioridad al recurso de encabezar cada una de las trece escenas que conforman el texto con un “Objetivo” –precedido de un título o breve explicación temática– que en realidad viene a ser una especie de síntesis del contenido de estas, lo que da cuenta del mayor sentido experimental o de apuesta escénica innovadora que el dramaturgo pretende afrontar y ofrecer con este texto. También la proliferación de referencias y citas literarias –Valle-Inclán, Bécquer, Góngora, Cernuda–, junto con escenas de importante contenido metaliterario –toda la obra lo es, en buena medida–, como la sostenida entre Paula y Antonio (escena 4), donde tiene lugar un intenso y lúcido debate en torno a la creación literaria y su finalidad, y se regalan afirmaciones de hondo calado que ponen de manifiesto el cinismo, la amargura y el desengaño de Antonio, tanto hacia la creación literaria –“Escribir es un acto de egocentrismo. Ningún escritor piensa en las miserias ajenas. Mienten quienes afirman que con la escritura se cambia el mundo”– como en el amor –“después de la pasión, llega el tedio y luego el rencor. Es decir, el fracaso, la ruptura. El ciclo del amor siempre se repite. Nace, crece, desaparece”–. La desconfianza del escritor hacia un sentimiento amoroso que, de algún modo, empieza a surgir entre Paula y él, y el rechazo a una atracción cuyo peligro es aún mayor dada la diferencia de edad entre ambos, se pone de manifiesto en la inútil resistencia que trata de oponer ante la joven –“No me voy a enamorar de ti. Porque eres como todas, egoísta y falsa…” (Escena 7)– en otra destacada escena protagonizada por estos, donde la ebriedad de Antonio brinda uno de los escasos momentos humorísticos del texto; aunque se trate de un humor que apenas permite esbozar una sonrisa de comprensión ante la patética imagen de derrota ofrecida por el personaje: “A mi edad ya no se cree en nada, solo en el vacío, el vacío, el vacío… (Cogiendo la botella.) La botella está vacía”.

6 También Alfonso Paso escribió un Nerón-Paso, que fue estrenado en 1969, con el que la obra de Galán –ambas con estilos muy distintos– guarda lógicas concomitancias. Una nueva muestra de la coherencia dramática de un escritor inserto en una tradición cuyos pasos, de algún modo, intuitivamente repite.