Tradición e iconoclasia en
la obra dramática de Eduardo Galán

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Otro importante conflicto que aborda el texto es el mantenido entre Antonio y su hijo, un joven fotógrafo adicto a la cocaína que mantiene una relación con Paula hasta que esta decide abandonarlo tanto por su adicción como por la atracción que ha comenzado a sentir por su padre. Apartado de su progenitor a causa de la vida de excesos a que se entregó tras separarse de su madre, Óscar es, de algún modo, víctima de aquella situación; y del mismo modo que Antonio se refugia en el alcohol para ahogar su hastío vital, su hijo encuentra en la droga un escape semejante para mitigar su soledad y, de alguna manera, imitar también a un padre al que no ha dejado nunca de querer y admirar en el fondo. Los conflictos freudianos ligados al amor y a las rivalidades paternofiliales constituyen la base de una obra donde el sexo, el desenfado expresivo –“Parece como si una vez que folláis, perdéis el interés”; “¡Coño! ¡Casi me mato!” (Escena 7)– y un humor tendente a la provocación y el descaro, sin dejar por ello de buscar la aquiescencia y complicidad del público –rasgos característicos del lenguaje dramático del autor–, vuelven a hacer su aparición. Si bien es esta, como señalábamos, una comedia donde el tono humorístico se ha rebajado respecto a otras, el momento donde Paula y Antonio se declaran sus sentimientos abiertamente, por primera vez, se inicia con una de las escenas más hilarantes y escatológicas, lindante con el humor negro, del teatro de Eduardo Galán; cuando el maduro profesor, aquejado por un fuerte malestar a causa de sus hemorroides, debe meter el culo en una palangana con agua helada y se pasea con la pomada hemorroidal en el dedo mientras la joven le pregunta si se la pone. Nada más ridículo que esta situación, cuyo patetismo se acentúa con los evidentes síntomas de ebriedad mostrados por Antonio, quien, en su torpeza, tira un vaso con ron sobre la mesa y el agua de la palangana sobre Paula, mientras ella se ríe con cariño –afortunadamente para él– de cuanto sucede.

No resulta difícil reconocer la huella de la tradición en la obra dramática de Eduardo Galán, como hemos tenido ocasión de comprobar en estas páginas; y a esta remiten tanto la disparatada situación que acabamos de mencionar como el moratiniano conflicto de la diferencia de edad en las relaciones amorosas, que Edgar Neville convirtió, en los años cincuenta del pasado siglo, en la base temática de muchas de sus obras. Un conflicto que, doscientos años después de El sí de las niñas, vuelve a enfrentar a un hombre maduro y a un joven familiar de este, por su amor a una misma mujer, solo que en circunstancias y una época totalmente distintas. Como distinta es la solución que el dramaturgo ofrece al conflicto planteado, haciendo que Paula elija a Antonio en lugar de su hijo –como en El rapto (1955), de Neville–; no así el happy end con que concluye la obra, con la reconciliación afectiva de los implicados y una invitación al amor –no exenta de receloso escepticismo: “Locura es también creer que ella no perderá el amor cuando los años vayan debilitando mi sonrisa y arrinconándome en el pasillo de la vida”–, apoyada en unos conocidos versos de Cernuda que contrastan con la tosquedad del lenguaje empleado en otros momentos por los personajes:

ANTONIO.– Solo tú justificas mi existencia…
PAULA.– Si no te conozco, no he vivido…
ANTONIO.– Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.

No existe tal concesión al amor ni reconciliación alguna entre los personajes –también cuatro, como en varias de las obras del autor citadas en estas páginas– que protagonizan los conflictos presentados en Maniobras, una de las piezas más duras del escritor, que en modo alguno puede ser tildada de comedia. Estrenado en el Teatro Principal de Zamora, el 28 de septiembre de 2010, el texto se plantea como un juicio –tanto dentro como fuera de este– y una denuncia contra las situaciones de abuso de poder, a partir de dos casos distintos y entrelazados: la violación de una soldado por su teniente, en unas maniobras; y un caso de abuso sexual previo al movimiento Me Too, donde un actor es acosado en un casting por el director que debe contratarlo. Solo Belén y Darío, las víctimas del acoso, tienen nombre propio en el reparto, mientras que el Teniente y el Director se presentan únicamente por el rango social que ocupan. Son símbolos del poder.

No solo por su contenido, estructuralmente es esta también una de las obras más arriesgadas y originales de Eduardo Galán. Los fugaces saltos temporales que aparecen en otros textos son aquí un recurso permanente que nos traslada de un momento a otro de la acción y de unas historias que trascurren paralelas y superpuestas. El realismo habitual en la dramaturgia del autor ha dado paso a una abstracción simbólica, visible desde la primera escena –que se presenta, al igual que las diez escenas restantes, encabezada por un título–, donde se superponen “temporal y espacialmente” dos juicios, “como si fuera uno solo en la propuesta escénica”, según reza la acotación inicial; pero también en una singular escena final, de carácter onírico, donde los cuatro actores de la obra recrean un cuadro viviente a partir de Almuerzo en la hierba, de Manet, y vuelcan en sus intervenciones, en una regurgitación de raigambre surrealista, todos sus temores, fantasías, fantasmas, justificaciones y deseos.

La dureza y el realismo de las historias presentadas acerca este texto, sin serlo, al teatro documento y a algunas obras actuales inspiradas en dramáticos sucesos de nuestra realidad; como el caso de las participaciones Preferentes que arruinaron a cientos de miles de familias hace unos años, dramatizado en 2017 por Miguel Ángel Jiménez Aguilar en una obra con este título, o el más reciente de la manada, llevado en 2019 al teatro por Jordi Casanovas, con La jauría; textos que coinciden con la obra de Eduardo Galán en el planteamiento de la construcción dramática a partir de un juicio en el que los acusados –en este caso, un oficial del ejército y un director de teatro– tratan de defenderse de los delitos que pesan sobre ellos. Conecta también, en este sentido, la propuesta de Galán con otros interesantes textos de ambientación realista donde se juzga, de manera expresa o no, a algún personaje que simboliza todo un estamento social, normalmente poderoso; desde aquel lejano Juicio contra un sinvergüenza (1958) de Alfonso Paso a las obras de David Mamet, –a quien en ocasiones nos remiten algunas escenas del dramaturgo madrileño– o, sin necesidad de ir tan lejos, al reciente Espejo de víctima de Ignacio del Moral, estrenado en 2019.

En cualquier caso, aunque sin el imprescindible componente humorístico que caracteriza el grueso de su obra, el resto de los ingredientes del teatro de Eduardo Galán se hallan de nuevo en Maniobras: desde las recurrentes citas literarias –en este caso a La vida es sueño de Calderón, y especialmente a La realidad o el deseo, de Cernuda, de quien vuelve a utilizar el poema “Si el hombre pudiera decir lo que ama”, ya aparecido en La mujer que se parecía a Marilyn– al empleo de un lenguaje realista, coloquial y descarnado; la introducción asimismo de las drogas, el alcohol y el sexo en el transcurso de la acción; o el uso de términos y expresiones malsonantes y especialmente inadecuadas hoy –“maricón” y “¡Maricón de mierda!” (Escena 6), le espeta Darío al Director cuando trata de abusar sexualmente de él–, que, junto con algunas insinuaciones, como la del Teniente cuando, en su defensa, afirma que nadie lo creerá por ser hombre, acercan de nuevo al autor a un terreno, cuando menos, comprometido.

Precisamente en esa iconoclasia consistente en quebrar el tono monocorde de la corrección ideológica o moral de nuestro tiempo apreciamos uno de los principales valores de la obra dramática de Eduardo Galán, a los que se suma su permanente intento de comprender la naturaleza humana, más allá de cualquier tópico o prejuicio. En su afán por probar los límites de la tolerancia y la empatía, el autor da un giro de tuerca a las situaciones para ofrecernos un punto de vista distinto que nos obligue –o no– a replantearnos nuestro posicionamiento. Cuando Darío, tras sufrir las vejaciones y amenazas del Director, se hace dueño de la situación sacando una navaja y amenazando a su acosador con ella, la relación de poder se invierte, para ser este ahora el humillado y vejado por su víctima. Si Darío se presenta inicialmente a la altura de Belén, su pareja, pronto descubrimos que no existe tal paralelismo, ni en el maltrato sufrido ni en el comportamiento de ambos ante las situaciones vividas. Si, a pesar de su resistencia, Belén fue violada a punta de pistola, Darío, que pudo salir airoso del despacho del Director, con su dignidad intacta, no solo mostró su lado más violento y cruel cuando tuvo la posibilidad de vengarse de su humillación, sino que terminó vendiéndose finalmente para conseguir el trabajo: “la ambición de tu triunfo fue más fuerte que tu ética” (Escena 10), le reprocha la joven. Pero el dramaturgo, lejos de cualquier solución maniquea a la complejidad humana, vuelve a girar la tuerca para hacerle responder a este: “¿Pero quién no ha caído en su vida en la mierda en alguna ocasión?” (Escena 10). Estas divinas palabras tantas veces empleadas en nuestra tradición teatral, estas palabras en la arena utilizadas desde Valle-Inclán a Buero Vallejo, vuelven a ser empleadas por Eduardo Galán para mostrarnos el componente humano, demasiado humano, de su creación.

“Pintura, teatro, arte… la vida es sexo y violencia”, afirma el Director en la última escena de la obra, tan cargada de realidad y alejada del realismo, donde el dramaturgo nos ofrece uno de sus rostros más escépticos y desengañados para denunciar, entre veras y bromas, cínica y críticamente, que todo se compra y vende en esta vida. Belén –simbólico nombre, propicio para la ocasión–, el único personaje que ha sabido mantener intacta su dignidad, a pasar de su mancilla, dará fin a este drama elevando su voz para reclamar, desde el desengaño, la inocencia y la pureza perdidas:

Miedo, violencia, misterio, sexo galopando por las ingles y las sienes… Volved a mí, sueños de la infancia, luces de la madrugada, cuando no conocía abusos de poder y creía en las palabras. Mi vida nace más allá de un cuadro evocado y mucho más allá de unas maniobras nocturnas…

No hay duda de que, cuando se lo propone, Eduardo Galán es capaz de elevar el tono de sus textos y dar a su lenguaje un aire más literario. Así sucede en Nerón (2018)6, última de las creaciones originales del autor estrenadas hasta el momento –y que hemos elegido como colofón de esta sucinta panorámica sobre su obra–, donde, en consonancia con la ambientación histórica de una acción ubicada en el siglo I de nuestra era, el dramaturgo utiliza un lenguaje alejado del realismo coloquial de nuestro tiempo; no obstante, con bastantes concesiones anacrónicas a este y sin dejar de perder, justo con el resto de los rasgos característicos de su estilo, ese tono procaz y desenfadado que lo caracteriza:

NERÓN.– […] (Nerón besa y acaricia los pechos de Popea.) ¿Alguien ha visto unos pechos tan perfectos? ¿Y esto? ¿Cómo llamarías a esto?
POPEA.– Esto no lo han creado los dioses para nombrarlo, sino para gozarlo…
NERÓN.– ¡Oh, divina puta celestial!
(Le da un azote.)
POPEA.– ¡Ay, Nerón! ¡Tus prodigiosas manos abrasan mi cuerpo y encienden mis fantasías! (Con placer.) ¡Mi dulce Emperador, bésame, abrázame, invádeme con tu frenesí divino! (Escena 3).

La vida es, quizá, demasiado dura y cruel para ser tomada en serio, de ahí que el dramaturgo, salvo en contadas ocasiones, haya optado por la comedia en su acercamiento a esos “personajes de la vida cotidiana” que pueblan su obra, esos “seres que buscan respuestas, que aspiran a ser felices y sufren las consecuencias del mundo actual”, en palabras de Virtudes Serrano y Mariano de Paco (Galán, 2009: 3). Seres cuya fragilidad, pero también su maldad e ignominia, trasciende las épocas y pueden encontrarse tanto en nuestras calles como en la antigua Roma.

Es Nerón la obra de un dramaturgo maduro que, fiel a su estilo, se permite experimentar y jugar con los recursos de un oficio que conoce y domina. No solo divide el texto en 25 escenas –casi el doble de las habituales en su teatro–, sino que lleva los saltos en el tiempo –ya utilizados en otras piezas– al extremo, usando este recurso de forma recurrente en el desarrollo de la acción. Añade al realismo de esta, la presencia de personajes fantasmales, en una mezcla de vivos y muertos, locura y cordura, promiscuidad y castidad, religión y paganismo, comicidad y tragedia, que amplía la riqueza y el interés de un texto cargado de contenido, donde los mensajes filosóficos y trascendentes se confunden con la más absoluta frivolidad.

No se engañe quien se acerque al teatro de Eduardo Galán desde una fugaz puesta en escena en la que los detalles de la palabra tienden a perderse, tampoco desde una lectura superficial que se quede en la anécdota del chiste fácil, pues bajo la aparente frivolidad de la evasión rijosa se ofrece un lúcido retrato de la condición humana, despojada de vestiduras y dogmatismos. No se busque respuestas en su dramaturgia, quizá solo preguntas; o ni eso… Toda pregunta implica una respuesta y una verdad inherente a esta. Demasiada responsabilidad para quien se sabe consciente de la fragilidad e insignificancia del hombre: “¿La verdad? La verdad, Marco, reside a tanta altura que los mismos dioses no alcanzan a divisarla” (Nerón, escena 19).

6 También Alfonso Paso escribió un Nerón-Paso, que fue estrenado en 1969, con el que la obra de Galán –ambas con estilos muy distintos– guarda lógicas concomitancias. Una nueva muestra de la coherencia dramática de un escritor inserto en una tradición cuyos pasos, de algún modo, intuitivamente repite.