Tradición e iconoclasia en
la obra dramática de Eduardo Galán

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"La verdad reside a tanta altura
que los mismos dioses no alcanzan a divisarla".
Petronio.

La concesión del Premio Calderón de la Barca en 1988 a Eduardo Galán (Madrid, 1957) por La sombra de poder, obra de carácter tragicómico y ambientación histórica escrita junto con el actor Javier Garcimartín, y el posterior estreno en 1990 de La posada del Arenal, compuesta de nuevo en colaboración con Garcimartín –certificando una costumbre de arraigada tradición en la literatura dramática que el autor mantendrá a lo largo de los años–, supuso la incorporación a la vida escénica española de un dramaturgo con una sólida formación literaria –no en vano ha sido profesor de Lengua y Literatura durante la mayor parte de su vida– y un conocimiento directo de una tradición teatral de la que venía dispuesto a formar parte. El inmediato éxito de esta divertida comedia ambientada en el siglo XVII, con aires de sainete dieciochesco, comedia italiana y tintes del mejor Benavente, donde se recogían ya muchos de los elementos que se mostrarán, con el tiempo, característicos del estilo del escritor –realismo, guiños literarios, desparpajo lingüístico y sexual, enredos…–, tuvo su eco en la publicación de algunos tempranos artículos breves sobre la obra (Tusón, 1991; Torrijos, 1993), incluso algún estudio posterior de mayor enjundia, como el escrito por Carlos Mata Induráin donde, junto a esta, incluía también La amiga del Rey (Mata Induráin, 1999), otro de los dramas históricos del escritor, que obtuvo el Premio Enrique Llovet en 1994, donde volvía a situar la acción –como ya hiciera en La sombra del poder y La posada del Arenal– en el reinado de Felipe IV1.

A mediados de los noventa, Eduardo Galán se había afianzado en la dramaturgia española con sus trabajos –El espantapájaros de Mojapiés, Pareja de damas, Anónima sentencia, La silla voladora, Mujeres frente al espejo–, entre los que se incluyeron algunas incursiones en el teatro infantil que le permitieron obtener nuevos premios, como el Lazarillo de Tormes de 1992 por La silla voladora o, más tarde, el mucho más importante Premio Nacional de Teatro Infantil y Juvenil en 2001. La concesión del cargo de subdirector general del teatro en el INAEM, entre 1996 y 2000, fue tan solo el paréntesis de una trayectoria como creador que se adentrará con fuerza en un nuevo siglo en el que el autor ha escrito, publicado y estrenado el grueso de su producción teatral, que alcanza hasta el momento una veintena de textos originales, así como numerosas adaptaciones y versiones de obras para la escena.

Sin embargo, a pesar de la consolidada presencia de Eduardo Galán en el teatro español contemporáneo –incluso en otras importantes y necesarias tareas, como son las de gestión y producción, a las que ha dedicado asimismo buena parte de su actividad–, resulta sorprendente comprobar el escaso interés que su obra dramática ha despertado en la crítica académica. Salvo las citadas publicaciones de los años noventa, centradas en sus textos de ambientación histórica –especialmente, La posada del Arenal–, lo más genuino del dramaturgo, esto es, su contribución a la comedia española contemporánea, no ha sido reconocido con estudios generales sobre su teatro o sus obras. Resulta sorprendente este vacío frente a la profusión de estudios sobre otros autores de su generación, y posteriores, que han sido objeto incluso de tesis doctorales2. Nos preguntamos –en realidad es una pregunta retórica– si este desinterés guarda alguna relación con el planteamiento formal de las obras del dramaturgo y, muy especialmente, con el tipo de conflictos, personajes y temas llevados por este a la escena, bastante alejados de las corrientes estéticas e ideológicas predominantes en nuestro tiempo.

En un estudio reciente incluí al autor en un heterogéneo grupo de dramaturgos que representaban “las huellas de la tradición en la dramaturgia contemporánea” (González Subías, 2019: 434); y, en efecto, algo hay en el teatro de Eduardo Galán que lo emparenta con la producción de los comediógrafos adscritos a la denominada comedia burguesa del siglo pasado, como lo relaciona con una larga tradición que se remonta a los orígenes del teatro comercial, de cuyo conocimiento dio buena muestra en sus primeros éxitos. Y es este quizá, también, el de su adscripción a un concepto comercial de la escena, otro de los motivos por los que su obra provoca un cierto recelo entre quienes buscan en esta una expresión de carácter prioritariamente artístico, ajena a la recaudación en taquilla –posicionamiento que suele reclamar la ayuda institucional para dar forma a sus proyectos–, o de quienes entienden el teatro como un instrumento ideológico de denuncia y combate, al servicio de causas sociales que lo son también políticas.

Títulos como Tres hombres y un destino (2004), La curva de la felicidad (2005), ¡Felices 30! (2009), La mujer que se parecía a Marilyn (2009), Historia de 2 (2012) o Los diablillos rojos (2015), entre otros, nos hablan de una dramaturgia distendida y desenfadada, que, alejada de dogmatismos, mensajes mesiánicos, originalidades impostadas y trascendencias trascendentales, nos acercan al ser humano de carne y hueso, antiheroico en su prosaica medianía. Ya en 1993 afirmaba Galán, en la “Antecrítica” de Anónima sentencia publicada en el periódico ABC (29.04.1993) horas antes de su estreno en el Centro Cultural Galileo:

Escribo de las cosas que nos preocupan, del dolor, de la amistad, del amor, de la ingratitud, de la traición, del poder, de los jóvenes… Escribo, en definitiva, del ser humano, de su condición y sus circunstancias. Para no ser cómplice de una realidad injusta, insolidaria, deshonesta y desagradable. Para no contribuir con mi silencio a la manipulación de la verdad.

Y esta actitud y voluntad se han mantenido como brújula y código ético –de alcance estético– que han guiado la producción del autor durante su extensa trayectoria, sintetizados en esta terenciana afirmación recogida en la nota introductoria que añade, en 2009, a la edición de su comedia ¡Felices 30!: “Nada de lo que es humano nos puede dejar indiferentes” (Galán, 2009: 7).

Estas declaraciones sitúan al dramaturgo en la órbita de un humanismo práctico, manifestado en la cotidianeidad del día a día, que encuentra en el realismo el lenguaje adecuado para ser llevado a la práctica y, en la comedia, el mecanismo simpático necesario para adentrarse en la realidad con la inteligencia suficiente como para juzgar sin acritud, reprender sin odio y criticar sin sentencias condenatorias, desde la comprensiva aceptación de la imperfección humana. Los textos de Eduardo Galán no transmiten la sensación de quien escribe desde la certeza, sino desde la tolerancia hacia unos defectos, debilidades y ligerezas que no resulta difícil reconocer en unos personajes y un mundo que nos miran –a veces, cínicamente– desde un espejo. Complicidad es la palabra más adecuada para adentrarse en el universo dramático del autor –como en cualquier otro–; y esta actitud, que requiere necesariamente la aquiescencia de un público y una crítica receptivos a su particular visión de la naturaleza humana, parece haberse diluido, en el caso que nos ocupa, con el paso del tiempo.

Si el dramaturgo alcanzaba el éxito en 1990 con un texto pura chispa y enredo –La posada del Arenal (fig. 1)–, donde el permanente juego escénico incluía divertidas escenas de contenido picante y erótico, la procacidad sexual daba cabida al desenfado en el tratamiento de la homosexualidad y el travestismo, y el machismo campaba con naturalidad en unas escenas y comentarios que habían acompañado al teatro durante siglos, estos rasgos de su obra, que pudieron pasar desapercibidos entonces o, simplemente, eran aceptados sin recelo alguno como fórmula cómica, apenas una década después habían comenzado a considerarse políticamente incorrectos; y, en consecuencia, rechazados. Que un criado toque el culo, sin su consentimiento, a una señora (que es señor); que un hombre, sintiéndose atraído por una mujer a la que considera hombre, exclame: “Llegué a pensar que era maricón” (Galán, 1993: 73), o “¿No os habréis pensado que soy maricón?” (77); que otro personaje masculino, dirigiéndose a una mujer, afirme: “te voy a dar una paliza que vas a recordarla hasta el final de tus días” (87-88); y esta misma mujer utilice expresiones tan machistas como la anterior, con alusión taurina incluida –“Que hay tres cosas que nadie sabe cómo van a ser: el melón en la mesa, el toro en la plaza y la mujer en la cama” (95)–, nos hablan de un teatro de otro tiempo, con unos códigos y valores muy diferentes a los que hoy dominan en la sociedad y en la escena; casi tan trasnochados como las alusiones racistas que Miguel Mihura vertía sobre el negro Buby en Tres sombreros de copa, hace más de ochenta años, pero que en la España de finales del siglo XX eran aceptados sin escándalo alguno y empleados como resortes infalibles de una comicidad aceptada por la mayor parte del público y la crítica.

Pero lo que en 1990 era aceptable, muy pronto dejaría de serlo, y cuando el autor estrena en 2004 La curva de la felicidad o La crisis de los 40, texto escrito en colaboración con Pedro Gómez que obtuvo una notable aceptación, los personajes y diálogos creados por el autor, junto con su fórmula cómica, transgredían ya abiertamente la corrección ideológica de la nueva moralidad social que se había implantado en apenas unos años (fig. 2). Como en tantas otras obras del autor, Galán se adentraba en esta pieza de planteamiento realista y estructura tradicional3 en uno de los conflictos más utilizados en la historia del teatro, el conflicto entre sexos, visto desde la perspectiva de un pequeño grupo de hombres de nuestro tiempo –de manera excepcional en su dramaturgia, no interviene ninguna mujer en escena–, ya maduros, que son retratados casi paródicamente en la acumulación de tópicos vertidos sobre estos. Su desnudez, simpleza y fragilidad –especialmente la de Quino, cuya mujer lo ha abandonado por un hombre más joven y con más dinero, y se siente acomplejado por su calvicie y gordura– los convierte en unos simpáticos personajes cuyo patetismo los engrandece y humaniza a nuestros ojos.

Siempre en clave de una comedia que bebe de la tradición humorística teatral española del pasado siglo, Eduardo Galán –esta vez al alimón con el guionista televisivo Pedro Gómez– se adentra con desenfado en un tema escabroso y comprometido, volviendo a hacer uso de un realismo procaz y el tono coloquial –“¡¡Hija de la gran puta!!” (Escena 1)– que caracteriza buena parte de su producción4. Lo políticamente incorrecto aparece con claridad en la crítica a los privilegios discriminatorios de la mujer respecto al hombre –“¿Para qué pedir si puedes exigir?” (Escena 1)– y en el tufillo machista que desprenden muchos de los comentarios de los personajes, que convierten a la mujer en un ser vanidoso y egoísta, de lágrima fácil, mero objeto de deseo sexual. Asistimos a una acumulación de tópicos ligados al hombre-macho común –manifestados especialmente en unos personajes frente a otros–; desde su incapacidad para las tareas domésticas, su desorden y falta de delicadeza, sus rudas maneras, el lenguaje soez, cierto descuido en el aseo, la obsesión por el sexo…

MANUEL.– Todos los tíos miramos a las tías.
JAVIER.– Nos gusta mirarlas de arriba abajo.
FER.– (En Off.) Y desnudarlas con la mirada. Eso sí que las cabrea.
[…]
MANUEL.– Qué polvo que tienen…
JAVIER.– ¡Y qué culos!... ¡Y vuelven las minifaldas!
[…]
MANUEL.– De todas las edades. (Escena 8)

Estas conversaciones entre tíos, llevadas al extremo y salpicadas de permanentes chistes con sabor añejo, recuerdan –en los mejores momentos–, el tono de las comedias de Jardiel, Mihura, Alfonso Paso y de tantos otros comediógrafos de su tiempo, incluido Alonso Millán; pero también los gags humorísticos de algunos espacios televisivos destinados a tal fin5:

QUINO.– […] Y se puso a hablar ella sola. Y luego al baño a llorar…
JAVIER.– ¿Ella o tú?
QUINO.– Ella, yo puedo llorar en cualquier parte.
[…]
QUINO.– […] Siempre decía que como escritor soy una máquina de hacer chorizos. Recuerdo que una vez le leí mi mejor texto.
JAVIER.– ¿Y cambió su opinión de ti?
QUINO.– Sí, desde entonces siempre ha estado convencida de que lo mío es redactar esquelas… (Escena 2).

Muchas otras ocurrencias chistosas inundan un texto que no destila hiel alguna y cuyo principal fin es entretener, utilizando un tema –ahí reside su atrevimiento y originalidad– poco habitual en la escena contemporánea, el de la indefensión, fragilidad y dependencia del hombre contemporáneo frente a la mujer. Los representantes del género masculino protagonistas de La curva de la felicidad constituyen una abstracción ridícula, paródica y patética del hombre –siempre desde el distanciamiento humorístico–, que reconoce sin ambages su inferioridad frente a aquella: “Para liberarnos de nuestros fantasmas y miedos con las mujeres. Solo así podremos mantener una relación sana con ellas […]” (Escena 7). La presentación comprensiva y empática de cuatro machos perdidos y vencidos en un mundo dominado por las mujeres hace de esta comedia un texto singular y poco frecuente; representante de una línea teatral alejada de los cánones de la corrección temática impuesta en la literatura y la escena de nuestro tiempo.

Esta inclinación a abordar el escabroso y delicado tema de las relaciones entre el hombre y la mujer, que tanto juego dieron en una tradición teatral que el dramaturgo honra y de la que es digno heredero, volvemos a encontrarla en ¡Felices 30! (2009) (fig. 3), uno de sus textos más divertidos, donde Galán vuelve a plantear conflictos reiterativos en su obra, como el de la madurez no aceptada y la relación amorosa entre un hombre maduro y una joven –desarrollado, por ejemplo, en La mujer que se parecía a Marilyn (2007), junto al conflicto paternofilial por el deseo hacia una misma mujer–, y el de la discriminación –en este caso, laboral– a causa de la edad y de la condición sexual: Olimpiades, un alto ejecutivo de cincuenta años a quien han despedido para poner en su lugar a alguien más joven –la empresa lo considera “un activo amortizado” (Escena 2)–, deberá hacerse pasar por mujer para conseguir un trabajo. Este planteamiento le permite al autor hacer uso de otros recursos frecuentes en sus obras, como el del travestismo, que en La posada del Arenal había mostrado ya su eficacia humorística en la escena; pero también el de los juegos eróticos y guiños de contenido sexual, casi inevitables en su teatro.

1 En el mismo congreso donde Mata Induráin abordó su obra, Eduardo Galán intervendría con una ponencia sobre el uso del barroco “como espejo del presente” en su mundo creativo (Galán, 1999).

2 Es el caso de Juan Mayorga o de José Ramón Fernández, por ejemplo, y el de un buen número de dramaturgas como Paloma Pedrero, Laila Ripoll, Itziar Pascual o Angélica Liddell.

3 Aunque los dos actos en que se dividía La posada del Arenal han sido sustituidos por nueve escenas, estas responden a una estructura tradicional de la acción que avanza linealmente en el tiempo.

4 El gusto por el realismo no es solo una característica visible en su obra; el interés de Eduardo Galán por este posicionamiento estético se manifiesta también en su admiración por el teatro de Lauro Olmo y de José Luis Alonso de Santos, a quienes editó en un volumen conjunto donde se incluía asimismo uno de sus propios textos (Galán, 1993). Junto con Anónima sentencia, de este, la edición incluía Cuatro estampas en el tiempo y Trampa para pájaros, de Olmo y Alonso de Santos respectivamente.

5 En ese sentido, es manifiesta en la obra la huella de Pedro Gómez, guionista en numerosas e importantes series televisivas como Vecinos, Contigo pan y cebolla, Al salir de clase, Tío Willy, Un hombre solo, Calle nueva y tantas otras.