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Un montaje utópico:
El público a través de la mirada de Lluís Pasqual

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No obstante, el biombo requerido por Gonzalo (solo indicado discursivamente, ya que las metamorfosis se realizarán tras el telón de escayola) funcionará como elemento semiológico de revelación de la verdad y sus transformaciones, quiebra de las identidades de género socialmente admitidas, que serán observadas por los Caballos ahora sentados en la primera fila de butacas. Comienza el proceso de travestismo, figuración poética de la identidad sexual, esencial a esta obra: los personajes (excepto el Hombre 1, sin máscara) cambian de identidad y género cambiando sus trajes.

Elena (Maite Brik) aparece por la apertura del telón del fondo, caracterizada según la indicación escénica aunque sin malla rosa, con las piernas desnudas bajo su túnica helénica abierta. Los “pies de yeso” se transforman en altísimas plataformas, en una estética reconocible de drag-queen , nueva referencia lúdica a los signos de feminidad, que aparecen también confusos. El uso de spots lumínicos propios del music-hall y del espectáculo de variedades estarán presentes a lo largo de todo el montaje, y las nuevas figuras del Arlequín, la Mujer en pijama o el domador no resultan ajenas a la atmósfera festiva de estos espectáculos. Se recurre abundantemente a composiciones simétricas: por ejemplo el diálogo entre el Hombre 3 y Elena frente al resto de los personajes en el extremo opuesto del escenario que los observan. La oscuridad y el sonido triunfal de trompetas inician el Cuadro segundo.

5.2. Cuadro segundo

La transición del primer al segundo Cuadro (12´) deja al descubierto el ir y venir de los personajes de la Ruina Romana, esta vez ante un telón blanco. La atmósfera dionisíaca está presente en la difusa luz azul de todo el cuadro y la caracterización bucólico-mitológica de las Figuras de Pámpanos (Vicente Díez) y Cascabeles (Ángel Pardo), frecuentemente relacionadas por la crítica con el mito de Baco y Ciso.

Los personajes están caracterizados con unos pantalones rústicos amplios con tirantes y torso descubierto. Se distinguen respectivamente por el uso de la corona de pámpanos rojos y la alforja de cascabeles, utilizada por el actor como instrumento musical en el cortejo amoroso-lúdico. El maquillaje clownesco y la melodía de la flauta complementan la acción. La coreografía visualiza óptimamente el juego de seducción de los personajes en diferentes posiciones ‒sentados sobre la arena, tumbados, abrazados‒, excelente atmósfera para las réplicas y contrarréplicas de sin duda uno de los fragmentos más conocidos del drama, que acaba con la referencia ineludible a la muerte: “Figura de cascabeles. ¿Y si yo me convirtiera en pez luna? Figura de Pámpanos. Yo me convertiría en cuchillo” (fig. 2).

En la siguiente escena, la voz del Niño (Nacho Bresso) anuncia la llegada del Emperador (Carlos Belasco), símbolo de la heteronormatividad, como el Centurión (José Luis Santos). No obstante, aquí el personaje se reinterpreta como personaje grueso y blando, y su aparición se subraya con música de streap-tease . Carlos Belasco aparece ataviado con una túnica griega y se quita despacio sus guantes negros y rojos, como si estuviese en una actuación de cabaret; se insinúa al Centurión y usa una voz afeminada. La búsqueda del “uno” y su encuentro sexualizado con el desnudo integral de la Figura de Pámpanos parece responder a una conducta lasciva en referencia al mito narrado en El banquete de Platón: “Los humanos son seres escindidos que buscan a su otra mitad para reconstruir la verdad primigenia, y así el hombre que busca a otro hombre sería el más masculino en su origen” (Monegal, 2002: 21).

El Cuadro acaba con la dispersión tumultuosa de los personajes tras el enérgico rechazo del Emperador por parte de Gonzalo, quien pide ayuda a Enrique. Tras el oscurecimiento del escenario, un ritmo percutivo de fondo, el efecto sonoro de una especie de latido, da lugar a un cambio total en la composición de la escena. La acción se cierra con la aparición de los tres hombres del primer Cuadro y del Director.

5.3. Cuadro tercero

La acotación escenográfica “Muro de arena” sitúa el drama en el terreno de lo irracional y la escena consigue reproducir esta atmósfera onírica, aunque falten los elementos simbólicos de la “luna transparente casi de gelatina” y la “hoja verde lanceolada” de las acotaciones dramáticas (García Lorca, 1976: 141). En este tercer Cuadro, de mayor duración que los anteriores (29’), la iluminación lateral favorece la proyección de las siluetas de los personajes en el telón posterior, especialmente del Director, pero también del Hombre 1/Gonzalo, que aparece al principio agazapado al fondo del escenario. Los afilados diálogos, llenos de matices, entre el Hombre 1 y el Director, como los del Hombre 3 y 2, se reflejan en movimientos escénicos de gran tensión, que acaban incluso en un beso entre el Hombre 3 y el 2 no presente en el texto.

La segunda secuencia nos introduce en el segundo nivel de diégesis y muestra al fondo el sepulcro de Julieta en Verona, sobre calaveras, que domina visualmente la acción. La iluminación subraya una estela central que limita con círculos de luz superpuestos al fondo. Julieta (Maruchi León), símbolo del amor puro según la tradición, virginalmente vestida “con un vestido blanco de ópera” (146), como se indica en el texto lorquiano, es cortejada por los Caballos blancos, aludiendo a la conflictividad del amor homoerótico y sus instintos hacia la fertilidad que ella representa. Finalmente, a instancias del Caballo negro (Manuel de Blas), que cumple tanto en el drama como aquí un papel antagónico, vuelve a su sepulcro (fig. 3).

La coreografía de los movimientos es muy dinámica y sirve de contrapunto al tenso diálogo, que admite a veces emotivas intervenciones cantadas tanto de Julieta como de los Caballos. Las transformaciones de nuevo se suceden al final del Cuadro, en el que toman vida el Traje de Arlequín (Asunción Sánchez) y el Traje de bailarina (Paola Dominguín) como autómatas, incidiendo en el motivo central del drama sobre lo escurridizo de las identidades y el vacío enigmático de las formas externas (fig. 4). Las composiciones grupales y la agilidad del movimiento escénico definen este cuadro, que finaliza con una imagen característica del teatro de las primeras vanguardias, como en las veladas futuristas: el Hombre 3 atravesando el escenario con un paraguas, diciendo “llueve demasiado”.

5.4. Solo del Pastor Bobo

En una soberbia actuación, si bien breve (4’), Juan Echanove encarna al Pastor Bobo, especie de bufón vestido de lagarterana, con una anacrónica guerrera, pendientes, pañuelo rústico en la cabeza de cuatro picos y maquillaje clownesco. Interviene con la interpretación de un hilarante monólogo cantado, provocando a los espectadores y suscitando el entusiasmo del público. Este interludio rompe la tensión dramática y sirve de contrapunto al Cuadro quinto, en el que se produce el clímax de la acción con la muerte del Desnudo Rojo.

5.5. Cuadro quinto

El marco pictórico predominante en este Cuadro da lugar a una escena viviente mediante alusiones pictóricas explícitas a la iconografía religiosa de la Pasión, al igual que el drama usa el Nuevo Testamento como intertexto. La duración del cuadro será de 14’. La simplicidad del vestuario y la iluminación juegan con la dialéctica del claroscuro, ampliando la plasticidad abstracta de la acción. La cama perpendicular de la escenografía “como pintada por un primitivo” en palabras de Lorca (165), se convierte en estructura metálica con un desnudo integral sobre el fondo dorado del telón.

Se prescinde de referencias espaciales al edificio teatral en el que tiene lugar la representación de Romeo y Julieta y la rebelión de los espectadores ‒el segundo nivel de diégesis‒ y a la universidad. La luz, descrita expresamente en la acotación escénica ‒”toma un fuerte tinte plateado de pantalla cinematográfica” (173)‒, cumple una importante función climática al enfatizar la imagen del Desnudo Rojo (Juan Matute) frente a la penumbra en la que solo son visibles las linternas de los estudiantes. De hecho, fue crucial la dialéctica sobre visibilidad/invisibilidad a la que el uso de la iluminación daba lugar (por ejemplo, visibilidad integral del Desnudo Rojo frente la oscuridad parcial de la escena; véase: Delgado, 2017: 395-396).

La muerte sacrificial de la figura del Desnudo Rojo, en el que confluyen radialmente el Hombre 1, Gonzalo, la Figura de Pámpanos o Romeo, coexiste con los diálogos de los Estudiantes y Muchacho (Valentín Paredes, José Coronado, Carlos Iglesias, Gaspar Cano y Francisco Lahoz), y las Damas (Maruja Boldoba, Paola Dominguín, Asunción Sánchez y Esther Gala), mostrando cómo la intolerancia en la sociedad condena irremediablemente a todo aquel que se atreve a enfrentarse a ella.

Quizá resulta un poco chocante la imaginería surrealista que acompaña la agonía de la Pasión: el Enfermero (Chema de Miguel Bilbao), el Traspunte (Manuel Márquez) y los dos ladrones (“Chacho” y Tomás Alfonso Martínez) que aparecen en la puesta en escena resultan figuras un tanto grotescas, en un ejercicio de distanciamiento, que suscitan las risas del público al remedar la crucifixión. La concentración lumínica vuelve a realzar las cualidades pictóricas del Desnudo Rojo agonizante, cuya muerte, puntuada por el oscurecimiento de la escena, deja paso al girarse el eje de la cama vertical al Hombre 1 vestido de frac en la misma posición.

En esta secuencia coexisten diferentes diálogos, entre los Estudiantes, las Damas y el Muchacho, que dan a conocer el desenlace trágico de lo ocurrido en la representación de Romeo y Julieta y opinan sobre ello. Las acciones se entrecruzan, al igual que en esta alegoría o parodia dolorosa junto con los elementos clásicos de las imágenes religiosas ‒sangre, herida en el costado, corona de espinas‒ aparecen los signos del progreso técnico ‒plataformas, ascensores, termómetros‒.

5.6. Cuadro sexto

De acuerdo con la concepción circular del drama, volvemos con mínimas variantes al emplazamiento cerúleo del Cuadro primero, el despacho del Director, salvo en lo que a iluminación se refiere, ya que la luz cenital cae sobre la arena del escenario en forma de círculos concéntricos. La duración de este cuadro último será de 17’. Música de espectáculo de variedades saluda la aparición de la importante figura del Prestidigitador (Walter Vidarte), que se sienta en el sillón del Director. Su caracterización varía ligeramente, solo en lo que se refiere al color de la capa ‒negra con el reverso en blanco‒ de lo consignado en el texto: “frac, capa blanca de raso que llega a los pies y lleva sombrero de copa” (181). Se prescinde de todas las indicaciones del decorado del manuscrito, salvo del gran abanico blanco del Prestidigitador, de gran valor simbólico. Predomina inicialmente el color azul en toda la escena, que en su momento climático cambiará a rojo.

Las figuras del Prestidigitador y del Director dialogan a distancia, encarnando dialécticamente el conflicto entre teatro de evasión y teatro comprometido o la conveniencia de representar dramas auténticos ante un público reticente a implicarse emocionalmente en la escena. El juego de siluetas proyectadas sobre el telón, las veces de proporción desmesurada, la luz cambiante y el contraste continuo entre luces y sombras, refuerza la impresión del artificio de la máscara como metáfora teatral que oculta y desvela a la vez (fig. 5). La aparición de la Señora (Maruja Boldoba), madre de Gonzalo, de luto y con velo negro, y del Traje del Arlequín (Asunción Sánchez), da lugar a una escena de intento dramatismo.

A continuación, la muerte del Director, anunciada por el intenso frío que inunda la escena y taumatúrgicamente propiciada por el movimiento del abanico del Prestidigitador ante el telón rojo final, subraya la verdad última, metafísica, del drama, más allá del espejismo del juego de máscaras teatral. La obra acaba con un disparo en la oscuridad, inexistente el texto, salvo en título del manuscrito, y el sonido de una sirena de ambulancia. La fuerza de este final convierte este último Cuadro en el predilecto de Pasqual (2016: 128-129):

Inteligente, directo, libre, descarnado, lírico, político: en todo el teatro que he visto y he leído, nunca he encontrado una escena que plantee la dialéctica entre dos ideologías, entre dos maneras de ser, con más rotundidad y belleza que la última escena de El público.

6. PUNTO DE PARTIDA

La puesta en escena de El Público por Lluís Pasqual supuso la oportunidad única de dar a conocer un texto prácticamente inédito que incidía en la importancia del Lorca desconocido, del otro Lorca, más allá de sus obras emblemáticas, del folklorismo y los gitanos. Desde la perspectiva actual, varias décadas después, podemos valorar su acierto y oportunidad. El montaje significó un punto de inflexión sobre un teatro vanguardista prejuiciosamente considerado irrepresentable y la apuesta por una verdad plural e irresoluble16.

Su cuidado esteticismo permitió la creación de una atmósfera poética coherente con el respeto absoluto a un texto asombroso y críptico. Lluís Pasqual, Fabià Puigserver, Frederic Amat, José María Arrizabalaga, Lydia Azzopardi, Cesc Gelabert, Dante Ferrari, además del elenco de excelentes actores, especialmente Alfredo Alcón, habían conseguido materializar sin preceptiva previa un imaginario propio que recreaba hasta las últimas consecuencias la transgresión estética, social y personal del drama lorquiano.

16 Pérez Coterillo (1987: 13) incidía en que, dado que el montaje no tenía la ambición de desvelar todas las oscuridades del texto, “en lugar de proponerse como meta de llegada, se convierte en punto de partida”.