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La casa de Bernarda Alba
de Calixto Bieito

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Adela aparece en escena descalza y sin medias hasta finalizar este acto segundo, con lo que difiere de la indumentaria de sus hermanas (46’). Porta un camisón interior de color negro sobre el que se va colocando el vestido del luto. Con esta opción dramatúrgica se fomenta la intriga sobre lo que le sucede a Adela, al igual que cuando se muestra agobiada por sus pensamientos e insulta duramente a su hermana Martirio.

La Poncia se queda a solas con Adela y le descubre todo lo que sabe de su relación con Pepe el Romano (47’ 10’’). La interpretación de Julieta Serrano como La Poncia es acertada y acorde a la dramaturgia, de rasgos muy primarios, cruel y capaz de todo con tal de vivir en “casa decente” (García Lorca, 1994: 118). No duda en hacer gestos de connotación sexual, ni en descubrirle las piernas a Adela para mostrar su belleza y juventud. Adela está desesperada y con rabia y, como signo de su rebeldía contra lo establecido, pisa el rollo de tela blanca destinado a las sábanas del ajuar de cada hija de Bernarda. Esta acción la vuelve a repetir con la entrada de Angustias para impedir, con desprecio, que esta pueda coger su trozo de tela (51’). Evidentemente, esta breve secuencia insertada dentro de la escena de La Poncia y Adela es empleada acertadamente en la puesta en escena como motivo elevador de la tensión dramática. De nuevo el volumen de voz de las actrices es muy elevado para la proximidad de Bernarda; esta opción, que se reitera durante el montaje, pudiera no haber sido acertada.

La escena del coro de segadores es otra en las que, desde la dramaturgia, se han realizado una serie de variaciones en pro de la propuesta escénica; la figura de los segadores hace subir la tensión dramática considerablemente al evidenciar, en su mayor grado, el deseo sexual reprimido de las hijas de Bernarda (52’ 55’’). En la escena se traduce con la eliminación de los versos que Lorca atribuye al “coro” y con la repetición que de estos hacen Martirio y Adela9 (García Lorca, 1994: 126-127). El efecto que produce es la eliminación del lirismo que esta secuencia tiene en el texto original en favor de la mencionada frustración sexual de las jóvenes. Se oye un efecto sonoro creado por ruidos de panderetas, voces, jaleo de hombres y golpes y, por primera y única vez, el color rojo iluminará una parte del ciclorama. Esta forma de agresión cromática sobre el blanco y el negro de la escena genera, finalmente, el clímax, la evidencia clara de los verdaderos deseos de las hermanas. Adela se arroja sobre el proscenio y Martirio, sentada, roza su sexo sensualmente con una sábana mientras el resto de las hijas de Bernarda Alba se sitúan al fondo de la escena (fig. 13).

Martirio y Amelia quedan a solas. Martirio está ansiosa, desesperada e incluso llega a cortar con rabia los encajes con las tijeras (55’). En el texto de García Lorca la escena está formada por réplicas muy cortas con un doble sentido que potencia la intriga, así como por una sucesión de pausas. La dramaturgia intensifica estos aspectos, incrementa la tensión dramática y pone de manifiesto con claridad los conflictos internos de estos personajes. Se incide en una posible relación que va más allá del amor fraternal.

El robo del retrato de Pepe el Romano vuelve a evidenciar la tensión que existe entre las hermanas, que se atacan duramente unas a otras (58’ 30’’). La composición actoral en el espacio es de nuevo magnífica ilustradora de la acción. Con anterioridad al descubrimiento, se observa cómo Amelia llora, opción dramatúrgica que es un acierto a la hora de prever la identidad de la hija que tiene el retrato. Una vez se sabe que es Martirio, la reacción de Bernarda constituye otra variación de su personaje y le aporta un interesante matiz. Al contrario que en el texto, donde se dice que la golpea con el bastón (García Lorca, 1994: 136), Bernarda primero le roza el cuerpo con la foto, con lo que la connotación sexual queda evidente, para luego tirarla al suelo y amenazarla con su cinturón. La situación desencadena que las hijas se peleen unas con otras, y Bernarda, impotente, da golpes en las sillas con su cinturón. De nuevo, al final de esta escena, estamos ante un personaje cansado física y psicológicamente de tanto conflicto, así que la humanización de Bernarda continúa adecuadamente en la línea marcada por la dramaturgia.

Bernarda y La Poncia se encuentran nuevamente a solas y el duelo interpretativo entre ambas actrices es de enorme calidad (1 h. 2’ 30’’). Lo interesante de esta escena son los distintos matices que se añaden o reiteran en la construcción de los personajes. A Bernarda podemos verla derrotada, llorando con rabia y golpeándose el rostro para luego recomponerse ante la presencia de su criada. La dirección escénica coloca todo ello en primer término del escenario para mostrarlo claramente. Por otro lado, La Poncia muestra su carácter mordaz, a lo que Bernarda responde de dos formas distintas: agobiándose con la situación y marcando la diferencia de clases. Para ello, a lo largo de un gran silencio, Bernarda tira al suelo la correa para que La Poncia la coja y se la coloque de rodillas ante ella.

El camino hacia el final del acto segundo denota las primeras dudas sobre la hora de partida de Pepe el Romano de la casa de Bernarda la noche anterior (1h. 8’ 30’’). Para incrementar la tensión y el suspense, el ritmo dramático disminuye considerablemente mientras Angustias llora y el resto se mantiene en una actitud expectante. La Poncia avisa sobre el suceso de la hija de la Librada y de ahí hasta el final del acto segundo la tensión dramática irá in crescendo hasta alcanzar un alto grado. La iluminación va bajando progresivamente, al tiempo que el volumen del efecto sonoro que recrea el bullicio del pueblo aumenta. Paralelamente, el punto álgido de los conflictos está asociado con el desorden que presenta la escena: la disposición de sábanas, encajes y demás objetos de utilería que se encuentran tirados por el suelo o colocados arbitrariamente sobre las sillas.

Otro signo que pudiera anticipar el final trágico está relacionado con un movimiento repetitivo que la actriz que encarna a Bernarda realiza a lo largo del montaje en aquellos momentos en que se muestra angustiada. En el final del acto segundo, María Jesús Valdés coloca su mano cerca del cuello cuando La Poncia relata el descubrimiento del asesinato de un recién nacido por parte de su madre, la hija de la Librada. Esta prefiguración del desenlace trágico se une con el grito final de Adela, que, colocada en el centro del fondo de la escena, es la única que está iluminada por las luces inferiores del ciclorama; el resto de personajes quedan en oscuridad con tan solo el dibujo de sus siluetas. Esta última imagen, de fuerte carga simbólica, es seguida por un rápido oscuro total que cierra el acto segundo.

Previo al último acto se inserta una secuencia fruto de la opción dramatúrgica que continúa con la prefiguración del desenlace fatal (1h. 12’ 30’’). Tras el oscuro anterior, rápidamente bajan a la Trapecista, desnuda en su cuerda e iluminada frontalmente con un foco de tonalidad blanca. La posición tiene claras reminiscencias de la imagen de un Cristo crucificado. Paralelamente, y para no perder la fuerza dramática conseguida en la escena anterior, el resto de la escena está muy poco iluminada. Se recogen los objetos y mobiliario del acto segundo para luego colocar una larga mesa y sillas en las que las actrices se sientan. Una vez que se inicia el texto original de García Lorca, desaparece la Trapecista.

Todo el acto tercero cuenta con una iluminación muy oscura, cenital y de tonos azulados, que deja en penumbra los rostros de las actrices, con lo que se reitera el simbolismo de la propuesta (1h. 13’ 30’’). En el texto de Lorca consta la siguiente acotación: “cuatro paredes blancas ligeramente azuladas del patio interior de la casa de Bernarda” (García Lorca, 1994: 155). Con la visita de la vecina Prudencia se evidencia esta estética. La mesa y las sillas de color negro están colocadas frontalmente, al igual que en la escena del duelo del acto primero. La utilería es estilizada, las actrices solo tienen ante cada una de ellas un plato y una jarra grande de color blanco que contrastan con los demás elementos y con los que simulan que comen y beben. Sin embargo, la dramaturgia inserta un signo escénico para iniciar el acto que, tanto por su color como por su simbología, se convierte en un elemento desestabilizador: el sonido del cuchillo que utiliza Bernarda para cortar en trozos una gran sandía de color rojo que va pasando a todas sus hijas. Por otro lado, tanto por la forma como por la ritualidad con que realizan las acciones, la mesa donde comen recuerda a un altar litúrgico donde se procede al sacrificio de la iconografía cristiana de La Última Cena. Su estética, tal y como Calixto Bieito reconoció en algunas ocasiones, se inspiró en el pintor Zurbarán10.

La interpretación de Jesusa Andany como Prudencia es muy acorde a la atmósfera deseada y a los matices que requiere este personaje. Los efectos sonoros surgen del texto original: los golpes del caballo garañón y el toque de las campanas de la iglesia. Junto a estos, la escena posee muchas pausas que potencian la atmósfera opresiva y la intriga de la acción dramática. Una vez que desaparece Prudencia, un gran silencio impregna la escena y destaca el contraste entre la actitud de Bernarda y la de sus hijas (1h. 18’). Bernarda ríe satisfecha mientras que las jóvenes están cansadas y deprimidas por la situación de encierro. La dramaturgia de Calixto Bieito opta acertadamente por insertar este silencio para evidenciar los conflictos internos de los personajes. Una vez finalizada la cena, Bernarda da el permiso para que se levanten: “ya hemos comido” (García Lorca, 1994: 163), y salen todas de escena a excepción de Angustias.

Inmersa en sus preocupaciones, Angustias continúa comiendo al inicio de su escena a solas con Bernarda (1h. 19’). Se incide de nuevo en la humanización del personaje de Bernarda al mostrarse contenta por la futura boda de su hija con Pepe el Romano y por la aparente tranquilidad de su hogar; finaliza este momento dramático con un beso en la frente de Angustias.

El resto de las hijas entran en el escenario (1h. 21’). Adela, acalorada y en el primer término de la escena, se echa agua de la jarra encima, lo que podría sugerir su fuerte deseo sexual. La joven, contenta, ya que espera esa noche la llegada de Pepe el Romano, abraza a su madre. Bernarda se muestra fría y sorprendida por su vestido mojado, aunque no se lo recrimina.

Posteriormente, Bernarda queda sola en escena y se relaja (1h. 23’). Se sienta en una silla colocada en primer término y, en silencio, se quita el reloj, se echa agua, también de la jarra, sobre sus muñecas y se baja las medias para dejar al descubierto sus rodillas. Con estas acciones se observa la similitud con su hija Adela y se reitera en una de las opciones más importantes de esta dramaturgia, la variación del personaje de Bernarda. Seguidamente entra La Poncia, la interrumpe y comienza su último duelo interpretativo en la línea de elevada calidad de sus predecesores (1h. 24’ 25’’). Bernarda cree en su dominio de la situación pero realiza unas acciones físicas que, por el contrario, denotan cómo finalmente perderá su poder en las siguientes escenas: se desabrocha los botones del cuello de su vestido y se quita la correa de la cintura.

La Criada y La Poncia hablan en escena sobre la verdadera situación de la casa de Bernarda Alba (1h. 26’ 40’’). El efecto sonoro del ladrido de los perros, acorde al texto (García Lorca, 1994: 178-179), se intercala con la entrada de Adela en camisón blanco, que, a diferencia del texto original, se lleva la jarra de escena. La mesa alargada desaparece por el techo y se procede al cambio de escenografía más notable e impactante de toda la puesta en escena. El espacio escénico se torna más amplio debido tanto a la escenografía como a la mínima iluminación, casi oscuridad, donde se eliminan los tonos azulados (1h. 30’). En el texto lorquiano aparece la acotación: “la escena queda casi a oscuras” (García Lorca, 1994: 179). La pared del fondo cae sobre el suelo y, como únicos elementos escénicos, se dejan en cada lateral unas gruesas cuerdas que van desde la parte superior a la inferior de la boca de la escena.

Este marco totalmente indefinido recrea una atmósfera simbolista que se potencia con la entrada y caracterización de María Josefa (1h. 30’ 25’’). La abuela aparece descalza con el cabello suelto, con una especie de camisón o corpiño también blanco, muy corto y ceñido. Como desea escaparse, porta una maleta. La imagen creada y la actitud de este personaje ofrecen reminiscencias de la poética surrealista. María Josefa se comporta como una niña y logra algunos momentos de contraste debido a cierta comicidad no exenta de un fuerte fondo dramático, por ejemplo, en el momento en que saca de la maleta y muestra su antiguo vestido negro de boda o cuando enseña una pequeña oveja de peluche y muestra su pecho al decirle “yo te daré la teta y el pan” (García Lorca, 1994: 180).

Martirio, que sale con un camisón blanco, descubre a su abuela (1h. 32’ 40’’). María Josefa evidencia su fuerte carácter y, con sus comentarios sobre las jóvenes y Pepe el Romano, se crea una sencilla pero bella imagen; sobre el negro de la escenografía destaca el vestuario blanco de las actrices, con Martirio tirada en el suelo para no escuchar lo que le reprocha su abuela. La hija de Bernarda no desea oírla más y quiere ir en busca de Adela al corral. Su urgencia dramática hace que, violenta, empuje a María Josefa fuera de escena y le lance su maleta. Al reforzar en la dramaturgia esta actitud del personaje de Martirio se subraya la magnitud de su conflicto interior y se genera mayor dosis de tensión dramática y suspense previo al enfrentamiento final de las hermanas.

La desesperación y la inestabilidad emocional impregnan la última escena a solas de Martirio y Adela (1h. 35’). La violencia existente entre ellas llega a que Adela coja a su hermana del cuello y a que se peguen la una a la otra para luego ponerse a llorar. De nuevo las actrices tienen un volumen de voz elevado en esta escena. La estética de esta escena, con igual premisa de escasez de intensidad lumínica que la descrita anteriormente, añade luces de calle que quedarán en escena hasta el final de la obra. Es lo único que ilumina a las actrices y crea un marco simbolista y misterioso que contrasta con el efecto sonoro, acorde con el texto original, del silbido de Pepe el Romano avisando a Adela. La composición en el espacio de las actrices ofrece dos interesantes soluciones: por un lado, las actrices se sujetan a las dos gruesas cuerdas de los laterales en los momentos de intensidad interpretativa; por otro, y para finalizar esta escena, las hermanas se tiran en el suelo y Adela lucha por zafarse de Martirio e irse con Pepe el Romano. La intensidad dramática es muy alta, las jóvenes emplean todas sus fuerzas y energías sin importarles mostrar parte de su cuerpo. Previamente a la entrada final de Bernarda, se añade al texto de García Lorca una frase de Adela que, llorando, dice a su hermana: “¡Déjame, déjame…!”.

9 A continuación, se señalan con “(NO)” los versos y fragmentos suprimidos de la escena original de García Lorca:
CORO.‒ (NO)
Ya salen los segadores 
en busca de las espigas; 
se llevan los corazones 
de las muchachas que miran.
(Se oyen panderos y carrañacas. Pausa. Todas oyen en un silencio traspasado por el sol.)

AMELIA.‒ ¡Y no les importa el calor! 
MARTIRIO.‒ Siegan entre llamaradas. 
ADELA.‒ Me gustaría segar para ir y venir. Así se olvida lo que nos muerde. 
MARTIRIO.‒ ¿Qué tienes tú que olvidar? 
ADELA.‒ Cada una sabe sus cosas. 
MARTIRIO.‒  (Profunda.) ¡Cada una! 
PONCIA.‒ ¡Callar! ¡Callar! 
CORO.‒  (Muy lejano.) (NO)

Abrir puertas y ventanas 
las que vivís en el pueblo;
el segador pide rosas 
para adornar su sombrero.

PONCIA.‒ ¡Qué canto! 
MARTIRIO.‒  (Con nostalgia.) (NO)

Abrir puertas y ventanas 
las que vivís en el pueblo...

ADELA.‒  (Con pasión.) (NO)

... el segador pide rosas 
para adornar su sombrero.
(Se va alejando el cantar.)
(García Lorca, 1994: 126-127).


10 Como ejemplos ilustrativos, remitimos a la pintura de Francisco de Zurbarán Santo Domingo de Guzmán (comienzos 1635-1640), procedente de la Colección de los Duques de Alba, y a su cuadro La cena de Emaús (1639), del Museo Nacional de San Carlos en Ciudad de México D.F.