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El (re)estreno de Doña Rosita, la soltera

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Para volver sobre este elemento tan importante, junto con el empleo de los objetos, en otras declaraciones hechas varios meses más tarde:

La luz es un elemento ligado al contexto general de lo que puede ser un dispositivo escénico. O sea, que existe al mismo tiempo un lugar cerrado que tiene la fragilidad y la transparencia suficiente como para que esto pueda ser visto por nosotros. Es decir, que la luz acompaña siempre cada situación. No tiene, en efecto, un sentido romántico, no hay colores. Hay solamente un blanco, un blanco violento que está dado por grupos de baja tensión agrupados en cajas de nueve proyectores de fuerza y de forma regulables, que permite al mismo tiempo una utilización que siga la dramaturgia y no la anécdota. Por eso, el dispositivo escénico y la luz están ligados en ese mismo objetivo (Álvarez, 1980).

Otro rasgo recurrente en Lavelli, también apreciable en este montaje, tiene que ver con el sentido de musicalidad que se propone desde la declamación. A este respecto, el director insistía en el deseo de “romper con el realismo de la dicción de un texto” y “situar mejor las situaciones que los personajes sufren: una continuación psicológica convincente y natural (Zaragoza, 1980). Además, esta propuesta permitía a Lavelli modular “la representación con discreta autoridad, rehuyendo los efectismos fáciles, los contrastes bruscos, el grito y la desmesura” (Aranda, 1980). En esta misma dirección apunta el elogioso comentario de Enric Pujol: “Un Lorca delicado, hermoso, femenino, cadencioso. Qué delicia la escena de la habanera, recordaba todo a una gran caja de música, con las figuritas bailando al son del piano. Excelente el espacio escénico con un sofisticado sistema de luz cenital” (Pujol, 1980).

Como señaló alguna crítica, y puede reconocerse perfectamente en la grabación del montaje, esa musicalidad venía también determinada por el alejamiento de la carga andaluza “‒lógica, al no haber ningún andaluz entre los elementos creadores del montaje (Velasco, 1980)‒”, y por el valor de los silencios, que permitían destacar el carácter expresivo de gestos y movimientos (Simble, 1980). Si bien, como podemos ver, esos silencios no eran bien recibidos por algunos críticos que le reprochaban a Lavelli que “para alargar más allá de su tiempo los primeros compases de Doña Rosita, el director franco-argentino llena de silencios los diálogos que rompen la dinámica estructural de la misma hasta la consunción” (García-Osuna, 1980). En cierto modo, parte de esta valoración menos favorable venía justificada por la misma sorpresa, o parecida, que ya produjera también la obra en su primer estreno de 1935. Por ello, la crítica de Luis Alemany resulta de especial interés:

Doña Rosita es una obra peligrosamente irregular, donde conviven en equilibrio inestable los arrebatos líricos y las pinceladas psicológicas, la caricatura social de una comunidad acartonada y el arrebato del sentimiento amoroso. Da la impresión de que el espectáculo se resiente de esa pluralidad que exige muy diversos niveles interpretativos que no aparecen en absoluto unificados y que, a veces, distraen innecesariamente de la línea que hilvana los tres actos: el largo número musical que cierra la primera parte (de una brillante y divertida cursilería), sería un buen ejemplo de este convencionalismo espectacular que se ve obligado a traicionar el texto para hacerlo avanzar […] Nuria Espert, protagonista nominal de la obra, permanece en un eficaz segundo plano difícil y funcional, merced a un papel que parece apartarla un poco del divismo internacional en el que la habíamos colocado a lo largo de la última década, con la ayuda de los festivales internacionales y de los censores franquistas, y que algunos no parecen dispuestos a personarle ahora (Alemany, 1980).

En efecto, lo que subyace a muchas de las críticas y parece que ha constituido el propósito del director ha sido acometer esa “peligrosa irregularidad” y esos “equilibrios inestables” que, para colmo, no buscaba un excesivo protagonismo de la actriz que encabezaba el reparto, como ya habían advertido sus más fieles adeptos y como aprovecharon a subrayar algunos detractores: “a veces me pregunto por qué tiene tanta confianza en sí misma, si ha perdido la capacidad de autocrítica y se complace con ser ella misma por encima de todo” (Ibernia 1980). En algún caso, la crítica resultó aún más grosera; no solo en lo referido al trabajo de Nuria Espert, sino al de prácticamente toda la compañía:

El peso interpretativo recae en Encarna Paso y Carmen Bernardos… José Vivó, poco convincente… Las Ayolas no se imponen a sus roles, y tanto Covadonga Cadenas como Nuria Moreno son trotoncillas gacelas que no alcanzarán a fijarse mínimamente en la escena… Manuel de Benito no apea el retintín en su corta aparición… Mario Gas realiza una deplorable actuación… Capítulo aparte para una Nuria Espert que abusa de los mohínes, fuera de papel, sin conseguir la compenetración con el personaje (García-Osuna 1980).

Pero ese no fue, ni mucho menos, el tono general. Aun cuando algunos críticos, como hemos visto, valoraron de manera poco entusiasta la interpretación de Nuria Espert (Haro Tecglen 1980), o reconocían la dificultad de encarnar al personaje: “A Nuria Espert le ha tocado, pues, la difícil papeleta de dar a Doña Rosita la coherencia psicológica y social de la que teatralmente carece. Y lucha y vacila en el estilo aplicable al caso” (Prego, 1980); otros se mostraron rendidos a su talento interpretativo y la declararon, no era la primera vez, “la indiscutible sucesora de María Guerrero y Margarita Xirgu” (Martínez Velasco, 1980). (fig. 4, fig. 5, fig. 6).

Aun con todo, es cierto que los mayores elogios interpretativos fueron dirigidos al trabajo de Encarna Paso, quien, “en esta brillante, sostenida representación, fulge con una vida resplandeciente de gracia, de veracidad, de ternura […] que hace un ama cautivadora, sensacional” (López Sancho, 1980). También Eduardo Haro Tecglen coincidiría en esta apreciación, tras señalar alguna reticencia sobre el trabajo de la compañía –“los actores separan demasiado sus versos, a la manera escolar, en lugar de darles la continuidad que requiere la fluidez teatral, y entre réplicas hay un lapso algo mayor de lo que se querría”–, para concluir: “hay una excepción extraordinaria, que es Encarna Paso, ajusta siempre a su palabra y a su texto, y consiguiendo ese pequeño milagro de la interpretación” (Haro Tecglen, 1980). (fig. 7).

Tal vez, y más allá de las filias y fobias de la propia crítica, lo que puede sostenerse es que muchos de los argumentos venían motivados por la complejidad de un montaje en el que había personajes que ofrecían mayores motivos para el lucimiento, lo que no debe restar mérito al enorme talento interpretativo de Encarna Paso, o de Carmen Bernardos, José Vivó, etc.; pero cuyo protagonista principal era el tiempo. Hacia ese objetivo tan delicado e inmaterial convergía todo el trabajo del director y provocaba, como ya hemos apuntado arriba, un evidente efecto de extrañeza, pero que consiguió convertirse en uno de los hitos del teatro español de las últimas décadas:

El que acabamos de ver es un espectáculo que no cabe ser ni más inteligente, ni más emotivo, ni más bello ni más divertido. ¡Puro teatro! Teatro que gana, para siempre a aquellos espectadores que acuden a una sala de representaciones por vez primera […] Jorge Lavelli nos ha maravillado: Los comediantes, ¡cómo los ha dirigido! Y en cuanto al texto, a su aroma y a su espíritu cabe asegurar que con él ha estado fiel, delicado y respetuoso, haciendo teatro-teatro y sin olvidar al público, al que ofrece, a manos llenas, emoción, belleza, imaginación y divertimento (Brunet, 1980).

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