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El (re)estreno de Doña Rosita, la soltera

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En efecto, el proyecto partía de la Compañía Nuria Espert, quien al formar parte junto a Ramón Tamayo y José Luis Gómez de la nueva dirección del CDN, tras la salida de Adolfo Marsillach, incorporó este montaje a la programación del Centro, una vez obtenidas la autorización y algunas garantías de Alberto de la Hera, Director General de Teatro, entre las que se encontraba el permiso para “llevarme el montaje y girarlo una vez hubiese cumplido mi contrato de cuatro años con el ministerio” (Espert, 2002: 196).

Las circunstancias en medio de las cuales vería la luz este proyecto fueron, como sabemos, difíciles, por muy diferentes razones y a muy diferentes niveles. Algunas de las “batallas teatrales”, una vez más, se ventilaron en la prensa, como reconocía la propia actriz:

Sufrimos, eso sí, el acoso de la misma prensa que fue a por él [Adolfo Marsillach]. De un lado estaba La Calle, un semanario controlado por el PC, en el que Moisés Pérez Coterillo, que había sido el gran inquisidor de Adolfo, seguía en sus trece, acusándonos de todo lo imaginable: de dilapidar el presupuesto, de ser sectarios y de programar a lo loco […] En el otro extremo del espectro político, ABC nos dedicaba unos editoriales tremebundos en la misma línea, con Lorenzo López Sancho, el crítico titular, convencido de que habíamos convertido el María Guerrero en una célula comunista. Llegaron a hablar de malversación de fondos (Espert, 2002: 195).

Tal y como iremos viendo, las críticas al montaje fueron mayoritariamente positivas, si bien no faltaron algunas que se mostraron reticentes, o abiertamente negativas, acerca de diferentes aspectos de la representación, en particular los referidas a los costes económicos y a parte del elenco. Sí hubo una notable unanimidad en destacar las virtudes de la dirección de escena, aunque el origen argentino de Jorge Lavelli sirvió, en algún caso, también como motivo de controversia, lo que provocó que Nuria Espert saliera al paso:

Llamar extranjero a un latinoamericano cuando toda España ha estado viajando allí y ha sido recibida como lo que es, como una hermana… Cuando nosotros estuvimos con Yerma en Buenos Aires, hace muy pocos años, otros teatro lo ocupaba Closas; otro, Nati Mistral; otro, Juan Manuel Serrat; una sala se llamaba Margarita Xirgu y el mejor teatro de Buenos Aires, el Municipal San Martín, estaba dirigido por un español. (S.a., La Vanguardia, 12.09.1980).

No debe pasarse tampoco por alto el hecho de que todavía se estaba en una fase incipiente, no solo del proyecto Espert-Tamayo-Gómez, sino de la propia institución. En esta nueva etapa, que Nuria Espert recuerda como “dos años triunfales, con el cartel de ‘No hay localidades’ colgado todo el tiempo en las dos salas”, se incluyeron espectáculos montados por el Teatre Lliure, “que desembarcó en Madrid nada menos que con cinco espectáculos en catalán […] pusimos en marcha una colección de libros, se creó una Asociación de Espectadores que en seis meses generó veinticinco mil abonos” (Espert, 2002: 193-194). Con relación a la colección de libros, animada por el crítico José Monleón, se puede decir que constituyeron un material valioso, y escaso, para la mejor comprensión y el estudio de los montajes a los que se dedicaron monografías, como sería el caso del publicado un año más tarde sobre el estreno de Doña Rosita, aunque no faltaron tampoco detractores, como el crítico Lorenzo López Sancho:

La iniciativa era buena. La realización, mucho menos buena. Supongo que, extinguido por liquidación ministerial el afán de fastuosidad de aquel CDN, la colección ha quedado en sus comienzos. No recibí ni llegué a conocer el volumen segundo que, supongo, estaría dedicado a Los veraneantes […] El libro se hace más periodístico que formativo. Se hace una exaltación quizá desmedida de la personalidad de Lavelli […] El tratamiento global es glorificador hasta el punto de no recoger de los comentarios críticos suscitados por el estreno –comentarios que, por cierto, ni era necesario recoger ni estaban en el primer volumen–, más que los elogiosos, eludiendo cualquier reparo, lo que hace del volumen mucho más un libro de propaganda que un libro de estudio (López Sancho, 1982).

No le falta algo de razón en cuanto al sesgo general de las críticas recogidas, pero lo cierto es que se trata de una iniciativa encomiable y nos remitiremos varias veces a este volumen, cuya estructura recoge un análisis del espectáculo, apoyado en entrevistas, fotografías y reseñas de prensa, más el texto de la obra. Aquí es preciso subrayar la absoluta fidelidad de Jorge Lavelli al texto que conocemos de Doña Rosita, incluido el seguimiento de las acotaciones, como podrán comprobar quienes revisen la grabación del espectáculo y la cotejen con la publicación de la obra (García Lorca, 1971).

El estreno de Doña Rosita tuvo lugar el 29 de febrero de 1980 en el teatro Guimerá de Santa Cruz de Tenerife y supuso un acontecimiento político y cultural, no exento de polémica por los costes del montaje, por la precariedad del teatro español –“Y es que asuntos como estos, de excepción, nos hace pensar en cuál podría ser ahora mismo nuestro ambiente teatral si nuestras entidades culturales, que ostentan representatividad y manejan dineros, gastaran parte de ellos aunque solo fuera en minúscula parte, en fomentar desde sus raíces todo lo concerniente al hecho teatral” (Omar, 1980)–, o por la propia composición de aquel público del estreno. Elegir esta plaza tenía el valor de evidenciar un proceso de descentralización, pues la obra visitaría otros teatros españoles antes de recalar en el teatro María Guerrero, de Madrid (García Osuna, 1980)3.

El proyecto fue duramente criticado desde algunos sectores (Espert, 2002) y, en algunos casos, los juicios fueron implacables. Así, Moisés Pérez Coterillo publicó en el semanario La Calle una extensa reseña en la que denunciaba una maniobra política destinada a ofrecer costosísimos espectáculos “que discurren por el trazado previamente pactado de una ideología conformista y que tienden a envolverse con el celuloide de la Cultura con C mayúscula en el gran escaparate del sistema. Cualquier carga crítica, cualquier contestación, se encontraría claramente fuera de tono”; lo que no obviaba comentarios muy elogiosos sobre la puesta en escena de Doña Rosita –“una impresionante eficacia teatral y con un perfecto ejercicio de dirección escénica. Por si fuera poco, una luz casi irreal, brutal por momentos, delicadísima en otras ocasiones, imprime sobre el espacio escénico una presencia mágica que elimina residuos costumbristas”–, para terminar con una implacable denuncia:

Los lectores de estas páginas recordarán acaso la dureza con que se acogió la iniciativa del CDN, como un capítulo abusivamente ostentoso, centralista y burocrático de una política teatral inexistente, por parte de la Administración. Es preciso decir que el proyecto iniciado por Adolfo Marsillach, lejos de corregirse en sus aspectos más criticables, se ha degenerado en ambiciones crematísticas de sus directores, que no han dado siquiera la mitad de los gestos de honestidad que su predecesor, ni han cumplido las sonoras promesas de su primera comparecencia pública. No ha existido transparencia informativa alguna en el destino de los dineros públicos de que se ha dotado al CDN. Esta ausencia alimenta informaciones no confirmadas que, de ser ciertas, justifican denuncias de corrupción y nepotismo en un marco de indigencia extrema como el que debe soportar el teatro de nuestro país […] Se practica con descaro una programación al servicio de los intereses personales de sus directores (hay que recordar que Marsillach no dirigió ni interpretó ninguna obra en el CDN y que sus honorarios eran sensiblemente más bajos que los de un primer actor contratado por él mismo). (Pérez Coterillo, 1980).

Además, en este momento había en marcha un importante proceso estatutario, por lo que la dimensión política del estreno explicaba crónicas como la siguiente:

Cuando por la mañana del día 28 de febrero se abrió la taquilla del teatro Guimerá para poner a la venta las entradas de las siete funciones, era absolutamente imposible encontrar una sola butaca para el estreno del día siguiente… Aparte de la hermana y la cuñada de Federico García Lorca, y de Ramón Tamayo, estaban presentes la casi totalidad de las autoridades locales y una buena representación de las nacionales: el director general de Música y Teatro, los correspondientes subdirectores generales, el capitán general de Canarias, el gobernador civil de la provincia, el alcalde de la ciudad, concejales del ayuntamiento, consejeros del Cabildo, diputados, senadores, miembros de la Junta de Canarias… A veces daba un poco la impresión de que nos encontrábamos en un congreso provincial de UCD. (Alemany, 1980).

Y más allá de la cuestión autonómica, también había otros procesos de transformación social de marcada relevancia, entre los que sin duda se encontraba el referido a la situación de la mujer española o a la memoria histórica:

A estas alturas, cuando muchas mujeres de España parecen más preocupadas por lograr el divorcio que por llegar al matrimonio, podría pensarse que la de Doña Rosita es una tragedia pasada de moda. Pero no. Según revela una reciente encuesta, el 68 por 100 de las españolas piensa que la educación de la mujer debe estar orientada principalmente a atender una familia más que a aprender una profesión. Tal vez eso ayude a explicar un poco el gran éxito que ha tenido doña Rosita en su primera representación desde la muerte de Federico García Lorca […] Pero hay también la carga mitológica -o, si se prefiere, política-, que tiene el hecho mismo de que un organismo oficial, como es el CDN, represente, tras cuarenta y cuatro años de mordaza, la obra del poeta asesinado en Granada. (S./a., Cambio 16, 21.09.1980).

Sin embargo, una vez superadas las valoraciones de carácter político-social, puede decirse que la obra mereció atención artística y la crítica atendió a cuestiones relacionadas con la dirección, la interpretación, la escenografía y la iluminación, o el significado del autor y la obra. Una de las más entusiastas sería la de Ángel Fernández Santos:

Por si no basta la publicación de sus dos dramas póstumos Comedia sin título y El Público, para destruir la patraña de que García Lorca fue un dramaturgo vuelto de espaldas a los compromisos sociales, políticos y morales de su tiempo, aquí está Doña Rosita la soltera, desde ayer en el escenario del María Guerrero, para despejar cualquier duda acerca de quiénes y por qué asesinaron al poeta […] El resultado es de una violencia y una radicalidad demoledora para quienes todavía alientan la idea de un García Lorca asesinado por vagas razones de salvajismo y no por un cálculo político mucho más salvaje aún […] Lavelli despliega, con esa elegancia, buen gusto y mesura que solo alcanzan unos pocos hombres de teatro verdaderamente adultos […] Su dominio del espacio es absoluto, hasta el punto de que muy pocas veces puede verse aquí un escenario tan perfectamente organizado como el que ha proporcionado al poeta y sus actores e interrelacionados, conformando entre todos una unidad interpretativa auténtica, homogénea y coordinada hasta el virtuosismo […] Instantes geniales, como el “paso a dos” de Nuria Espert y Carmen Bernardos en el último acto y otros muchos […] Lavelli y sus actores son comedidos con las evidencias y desbordantes con los subentendidos (Fernández Santos, 1980)4.

Sin lugar a dudas, el mayor consenso lo suscitó el trabajo de dirección y el diseño de la escenografía y de la iluminación (fig. 1, fig. 2, fig. 3). El director, Jorge Lavelli ya era un reputadísimo creador con un estilo propio, el “estilo Lavelli” (Monleón, 1981: 77-86), en el que destacan algunas constantes que pueden apreciarse en el montaje de Doña Rosita, como serían la evidencia del orden geométrico, las rupturas de la prosodia o los desplazamientos por el escenario “en línea quebrada y en círculos cerrados o rotos”, el despliegue de la situación dramática anterior al propio texto, el valor productivo de los objetos con los que juegan e interactúan los intérpretes o el carácter enunciativo de la iluminación. Todo esto, a juicio de Nores y Godard, y como confirman después diferentes intérpretes que han trabajado a sus órdenes, lo consigue Lavelli sirviéndose de una compleja mezcla de “seducción y autoridad”. Así parece reconocerlo Julio Trenas, cuando escribe: “Otra virtud suya [de Lavelli] es la de dirigir intérpretes sin arañarles o debilitarles la propia personalidad. Esta actitud respetuosa permite que luzcan cada uno de ellos en un entendimientos personal del tipo encomendado y sin escapar a la disciplina general que postula la amalgama dramática” (Trenas, 1980).

Lo primero que se ofrece al público es un espacio abierto, semicircular, delimitado al fondo por unas gasas y quebrado por grandes armarios y puertas simétricamente dispuestos. Se trata de un espacio ocupado por curvas y marcos, que pronto, con el juego de sombras que permiten las telas y las imágenes y reflejos que devuelven los espejos, ofrece una interesante dimensión espectral en la que se adivinan y confunden siluetas y vegetación, como a punto de formar parte de la corona de una reloj incompleto cuya esfera ideal incluiría también a los espectadores. Fueron muchos los críticos que elogiaron este diseño de Max Bignens en lo que tenía de alejamiento de un carmen granadino realista (Lázaro Carreter, 1980: 72), o de un diseño ambiental costumbrista –“Una escenografía intemporal y geometrizante, antipódica de la muy realista de su estreno en 1935, a juzgar por la foto inserta en el programa de mano y que, hoy por hoy, parece tan de andar por casa, con sus cretonas” (Aragonés, 1980: 119-120)–. Esta escenografía era la adecuada porque “con añadir un armario ropero, con restar cuatro sillas, se contempla el desplome de un estilo de vida” (Remón, 1980), y porque permitía a Lavelli crear “un ambiente íntimo y cerrado a pesar de las transparencias y de la luz. El jardín invernadero, que envuelve como una pecera, proporciona un clima que tan pronto es de ensoñación como de soledad angustiosa” (Arazo, 1980).

Sin embargo, otros críticos mostraron notable enfado con esa propuesta escenográfica “‒para qué voy a decir otra cosa, como andaluz no salí contento de la función… A doña Rosita me la han echado de Granada. ¡Qué lástima! (Gallardo, 1980)‒”; que no ofrecía el reflejo esperado de “tipo granadino o andaluz”, sino “un decorado casi de clínica en el último acto” (Díez Crespo, 1980), y expresaron su desaprobación también hacia el vestuario y el mobiliario para concluir: “Lavelli no ha conseguido penetrar en el alma de Andalucía. Lorca ve desvanecerse la raíz descarnada situacional de su pueblo, sustituida por una levedad poética inflamable” (García-Osuna, 1980). En un lugar intermedio podría situarse la crítica de Lorenzo López Sancho, quien señalaba que se trataba de un tipo de escenografía de “escuela argentina”, en la que “Lavelli acude a una estética de moda un tiempo en su país de origen y que, por consiguiente, no se muestra demasiado original”, pero, como veremos, no negaba la belleza del montaje (López Sancho, 1980).

En ese denominado “estilo Lavelli”, la luz ocupa un lugar fundamental y fue uno de los aspectos que más llamaron la atención en este montaje y así lo reconocía la crítica: “Una luz cayendo, potente, sobre los hombros del primo de Rosita lo convierte en culpable” (S./a., Diario de Avisos, 2.03.1980). Acerca de este particular, afirmaba el director pocos días después del estreno:

Sí, esa luz tan cruel que utilizo siempre en el teatro que dirijo, tiene una gran importancia para mí porque contiene un significado: es como ver las cosas a través de una lupa. En muchas de mis obras el espacio toma esa importancia, las situaciones se detallan y se agrandan, y para ello en teatro tenemos un elemento que es el espacio y la luz. Esta luz, en muchas situaciones, está contrabalanceada en contraluces de baja tensión que yo utilizo mucho. Son luces muy poderosas, que también dan como una tercera dimensión al cuerpo, no lo aplasta, sino que les dibuja el volumen y la silueta (S.A., Diario 16, 04.03.1980).

3 “Tras cuarenta y cuatro años sin representarse, el CDN montaba este espectáculo en Tenerife el pasado 29 de febrero, continuando la gira después por Las Palmas, Valencia, Zaragoza, Reus, Gerona, Murcia, Alicante, Valladolid, Granada y Sevilla, donde finalizó el pasado 1 de junio, dándose un total de 96 representaciones con la asistencia de 86.674 espectadores, con una media de 902 personas por sesión” (García-Osuna 1980).

4 La misma crítica apareció también el 12.09.1980 en el Diario 16, Madrid.