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El (re)estreno de Doña Rosita, la soltera

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A juzgar por las noticias, testimonios y estudios sobre la comedia y su recepción, la presentación en Barcelona fue todo “un acontecimiento a la vez multitudinario y sofisticado, una mezcla insólita de excelencia y popularidad […] una atmósfera de éxito y entusiasmo a la que cedieron no menos de 27 reseñas y reportajes publicados en Barcelona y Madrid durante la semana siguiente” (Fernández Cifuentes, 1986: 213). Como documenta Ian Gibson, “Doña Rosita deja asombrado al público que abarrota el Principal Palacio la noche del 12 de diciembre de 1935, y los críticos captan que, lejos de ser una comedia, se trata de una tragedia con temática afín a la de Bodas de sangre” (Gibson, 2016: 633). Merece la pena recoger algún fragmento de la crítica publicada por María Luz Morales en el diario La Vanguardia:

Con esta obra afirma, de modo seguro, su vocación y su camino de autor teatral. Pues que en Bodas de sangre, pues que en Yerma triunfaba, sobre todo, el poeta, y –acaso– en las páginas del libro nos hubieran causado estos poemas idéntica impresión. No así Doña Rosita, que tiene su exacto y único marco en el teatro, sobre las tablas, y en su sentido horizontal –ya que no vertical– ensancha ilimitadamente las posibilidades de este poeta-autor. Obra de fina calidad literaria, su esencia –reitero– es teatral, pudiendo ponerse junto a las mejores producciones del teatro europeo actual. (Morales, 1935: 9).

Aunque puede hablarse de un éxito rotundo, algunos críticos mostraron ciertas reticencias hacia la obra, pues no era fácil aceptar que se pudiera “conjugar la espectacularidad con la tragedia, descubrir la necesidad que las unía y que proporcionaba a la obra su carácter singular y desacostumbrado” (Fernández Cifuentes, 1986: 217). Entre los críticos que manifestaron con claridad su dificultad para aceptar todas las virtudes de aquel montaje destacaría Ignasi Agustí, quien escribió:

Doña Rosita és una absencia total d’obra: a canvi d’aquesta, se’ns serveixen subterfugis brillants, ara literaris, després pictòrics, de l’época; d’una banda anécdotes explicades, descripcions de regals, descripcions del sentimentalisme noucentista. De l’altra, anécdotes jugades per ells, com la reunió d’onomàstica, magnificamente graciosa si no jugués en l’obra altre paper que aquest, i si es reduis a l’sketch que en definitiva hauria d’ésser. Bells subterfugis que inciten a demanar continuament on pot haver-se amagat l’obra, sense obtenir resposta. (Agustí, 1935: 6).

No obstante, como subraya Fernández Cifuentes, esta crítica de Agustí evidenciaba el desconcierto que la obra había producido entre los críticos, a pesar de que la mayoría no se atrevieran a expresar su perplejidad de manera abierta. Tal vez sin pretenderlo, Ignasi Agustí había acertado al intuir que “el tema de doña Rosita no es solo la tragedia de la solterona, sino también su disimulo, su ocultamiento. El espectáculo documental es parte de la tragedia porque sirve, en primer término, para encubrirla y enmascararla” (Fernández Cifuentes, 1986: 218). Por eso, el escamoteo que parece rechazar Agustí, coincidía con el que en tono jocoso apuntaba Terenci Moix después del estreno de 1980:

El resultado […] huele a Espert por los cuatro costados. Y sus incondicionales solo lamentamos, contra la opinión de los detractores, que habiendo pagado 250 pesetas, Espert aparezca en escena menos que en otras ocasiones. (Moix, 1980).

Como buena parte de las críticas recogerán después del estreno de 1980, el tiempo parece ser el gran protagonista de la obra, ese personaje latente del que hablaba Francisco García Lorca y sobre el que Fernández Cifuentes concluye:

Expresamente identifica Rosita a los otros, “la gente”, como las más intensas e intolerables señales del paso del tiempo que le impone la realidad. La obra parece dar prioridad a este punto de vista de Rosita y dota a los otros personajes de una dimensión predominantemente temporal a la vez que relativa: apenas si ostentan una existencia propia y absoluta, junto a su valor caleidoscópico de proyecciones, variantes, alternativas de la protagonista, en su condición temporal. De este modo, el paso del tiempo no se registra solo como cambio de vestuario o como una huella que el maquillador deberá traducir periódicamente sobre los rostros de los actores, sino también y sobre todo por medio de asociaciones, sustituciones, yuxtaposiciones de personajes en escena, que ponen el espectáculo una vez más al servicio del tiempo. Este nuevo tipo de personajes desconcertó a los espectadores de 1935 como a los de 1981 (Fernández Cifuentes, 1986: 226).

Sea como fuere, la representación de Doña Rosita la soltera en Barcelona resultó un verdadero éxito, que fue seguido también de diversos homenajes, como el que describía Luis Góngora:

Ayer por la noche, en el hotel Majestic, se celebró una cena en homenaje a Federico García Lorca por haber ofrecido a Barcelona este gran poeta las primicias de su bella comedia dramática Doña Rosita la soltera o El lenguaje de las flores. Unos cien comensales se reunieron alrededor de García Lorca; unos cien comensales que representaban lo más selecto de la intelectualidad barcelonesa y entre los cuales había, naturalmente, algunas distinguidas damas. (En: García Lorca, 1971: 1803).

Después de la muerte de Federico, su teatro quedaría prácticamente fuera de todos los escenarios españoles durante décadas, y al implacable y torpe desprecio de la Dictadura se unirán las dificultades que pondría la propia familia García Lorca para autorizar la representación de sus obras. De este modo, no será hasta los años sesenta cuando comiencen signos de aceptación de su teatro y a ofrecerse algunos montajes de gran relevancia. Así, destacarían el montaje de Yerma dirigido por Luis Escobar (1960), con escenografía de José Caballero y música de Gustavo Pittaluga; y el de Bodas de sangre, dirigida por José Tamayo (1962), también con escenografía de José Caballero. La década de los 70 se abriría con uno de los espectáculos más controvertidos, y tal vez más reveladores: la Yerma dirigida por Víctor García (1971), ya con Nuria Espert en el papel principal; al que seguirían otros tan importantes como La casa de Bernarda Alba, dirigida por Ángel Facio (1976), con Ismael Merlo encarnando el personaje de la madre, y Así que pasen cinco años, dirigida por Miguel Narros (1978), con Guillermo Marín, Esperanza Roy y Helio Pedregal, entre otros.

Tras estas casi dos décadas de progresivo pero imparable impacto del teatro Federico García Lorca en la escena española, se produjo, por fin, el estreno de Doña Rosita la soltera o El lenguaje de las flores, con dirección de Jorge Lavelli, escenografía de Max Bignens, música de Antón García Abril, además de un excelente reparto en el que sobresalían los nombres de Nuria Espert, Carmen Bernardos, Encarna Paso, José Vivó y Gabriel Llopart1. Con él, los años ochenta ofrecen ya montajes que adquieren la consideración de gran acontecimiento cultural, como Bodas de sangre, dirigido por José Luis Gómez (1985), El retablillo de don Cristóbal, dirigido por José Luis Alonso (1986), dentro del espectáculo Cinco Lorcas cinco, y El Público, con dirección de Lluís Pasqual (1987). Llegados a estos años ochenta, parece indudable que estamos ante el autor de referencia del teatro español del siglo XX y, tal vez, algo más. Su teatro parte de un radical compromiso con la idea del espectáculo y adquiere un valor muy notable “en la construcción de la identidad colectiva española” (Vilches de Frutos 2008). Máximo exponente de la síntesis entre Tradición y Vanguardia (Vilches de Frutos y Dougherty 1992), la potencia dramática de sus textos y la incesante investigación sobre los géneros permite montajes que llegan a los límites más amplios de la experimentación. Tomando en cuenta su repertorio, podríamos hacer varias historias del arte escénico en nuestro país; y en Europa. No parece casual que Jorge Lavelli eligiera El Público para inaugurar en 1986 el Teatro Nacional de La Colline, en París, como texto fundacional del teatro europeo del siglo XX.

Si el origen “real" o “patrimonial” de las anécdotas ofrece un repertorio reconocible en temas, personajes y situaciones dramáticas, el genial trabajo poético de estilización permite múltiples lecturas de sus obras que explican su universalidad. Si pensamos en la escena española de los últimos cien años, podríamos sostener que la dirección de escena ha reunido en torno a su obra los nombres fundamentales y las propuestas más emblemáticas, desde Martínez Sierra hasta Lluís Pasqual o Calixto Bieito; la interpretación ha contado también con las grandes actrices, desde La Bárcena, La Argentinita, la Xirgu y la Membrives hasta la Espert, pasando por la Valdés o la Sardá. En cuanto al recorrido por la escenografía también permite otra historia del teatro Español, desde Barradas y Mignoni hasta Fabià Puigserver, Fredèric Amat, Bartolozzi, Fontanals, Dalí, Caballero, Cortezo, etc.; y por lo que a las compañías se refiere, las que se han interesado por sus textos también cubren todos los espectros posibles: teatro experimental y de vanguardia (desde Anfistora hasta Goliardos), teatros de Arte (Martínez Sierra), teatros privados (Luis Escobar y José Tamayo), teatros públicos (Centro Dramático Nacional), teatros de aficionados, teatro familiar (recuérdese La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón (1923, casa familiar, con Manuel de Falla).

El (re)estreno de Doña Rosita la soltera o El lenguaje de las flores en 1980

Tal y como apuntábamos arriba, los estrenos de García Lorca en los años ochenta suponen la atención y el apoyo del teatro público para mostrar las claves de su política cultural y, a través de ella, tratar de construir un nuevo discurso identitario. Para algunos, aquel estreno provocó toda una reflexión en clave sociopolítica que ofrecía interesantes contornos, mucho más allá de lo teatral:

No pretendo pasarme a la crítica teatral. Me interesa ahora doña Rosita como parábola política, acaso todavía más sociológica. Ese personaje que, según el propio Lorca, “es la vida mansa por fuera y requemada por dentro de una doncella granadina que poco a poco se va convirtiendo en esa cosa grotesca y conmovedora”, puede ciertamente simbolizar mucho más y a un considerable mayor número de personas. Incluso a casi todos nosotros, los del desencanto político tan pregonado hoy en nuestro país. (Porcel 1980).

Lograr el estreno de las obras de Federico no había sido una tarea fácil, pero en el caso de Doña Rosita, el asunto parecía casi tan imposible como su teatro. Desde la función única de 1935, la obra no había vuelto a un escenario, a pesar de diferentes intentos previos a 1980. Nuria Espert2 declaraba que se trataba de un proyecto imaginado años atrás, ya abandonado y recuperado casi de manera accidental:

Las dificultades las tuve solamente en el momento de conseguir los derechos del texto. Hace unos días una compañera me trajo un viejísimo programa de 1963, de cuando yo estaba haciendo una función, creo que de O’Neill, me parece, y en ese programa se hace un pequeño balance de tres o cuatro años de la compañía privada que había formado con mi esposo, Armando, y me emocionó muchísimo el ver que en ese papel se hablaba, entre nuestros proyectos, de hacer Doña Rosita. Realmente fue un proyecto que no se realizó. La familia de García Lorca, por razones sentimentales y dolorosas, sin duda, no cedía […] Me encontré con que unos compañeros tenían el espectáculo, les habían dado el permiso, pero tenían unas dificultades internas que no solucionaban. La familia de García Lorca les dio un ultimátum y ellos, desgraciadamente, no consiguieron resolver sus problemas internos, no podían realizarlo, y de pronto… me encontré con que tenía ese espectáculo en el que hacía años en que ya no pensaba, porque lo sabía imposible. (El Norte de Castilla, 11.05.1980).

Y la pista sobre quiénes pudieran ser esos compañeros a los que alude sin nombrar la actriz nos la facilitaba Jesús Mariñas –“En eso, como en otras cosas, les ganó terreno a Marisa de Leza, Aurora Bautista y la Gutiérrez Caba, furibundas e incansables candidatas al personaje”–, a quien Nuria confesaba desconocer las razones exactas por las cuales esta obra había tenido tantas dificultades para obtener el permiso de representación: “Supongo que influirían problemas de índole sentimental” (Mariñas, 1980). En sus memorias, De aire y fuego, lo explicaría con algún detalle:

Mediada la primera temporada del María Guerrero, comencé los ensayos de un nuevo espectáculo: Doña Rosita la soltera, de Lorca, dirigida por Jorge Lavelli. El proyecto, como ya he contado, venía de lejos. Había pedido los derechos a la familia Lorca, y me dijeron que los tenía Aurora Bautista. Ella iba a hacer la función a las órdenes del argentino Augusto Fernández, que ya la había dirigido en Oye Patria mi aflicción, de Arrabal. Pasó el tiempo, el plan no prosperó y pudimos conseguir los derechos poco antes de mi entrada en el Centro Dramático Nacional. Lavelli nos dio un sí entusiasta, y ese fue el proyecto de la Compañía Núria Espert para después de la Fedra de Espriu; estábamos lanzadísimos (Espert, 2002: 189).

1 El reparto lo completaban Mario Gas, Verónica Luján, Joaquín Molina, Oliva Cuesta, Carmen Liaño, Nuria Moreno, Jorge Vila, Cristina Higueras, Inés Morales, Esperanza Grases, Ana Frau, Menchu Mendizábal, Covadonga Cadenas, José R. Añibarro y Manuel de Benito.

2 La actriz tuvo la generosidad de concedernos una entrevista mientras preparábamos este trabajo y quiero expresarle mi agradecimiento. Dado que se transcribe íntegra en esta misma publicación, dejaré fuera de estas páginas sus respuestas y comentarios.